Rafo Roncagliolo

“Quédate en Lima, las puerta estarán más abiertas”, sentenció Rafael Rocagliolo, profesor mío en la PUCP y hoy Canciller de la República. Eso lo dijo en una reunión que organizó en su casa, para despedir a los egresados de la Maestría de Comunicaciones, luego de dos años de estudio en donde él fue el “cuco”; es decir, entre los más rigurosos, principalmente por la tareas de estadística multivarial que nos dejaba.

No hice caso a sus consejos visionarios. Sin embargo, nos hemos visto frecuentemente ya sea en la capital, como también aquí, en Arequipa, pues sus cargos en Transparencia y otros que ostentaba, siempre lo traían por estos lares. En cada encuentro, siempre actuaba como un maestro, aconsejando, orientando, colofones a lo que es su pasión, el diálogo (en la PUCP, aparte de estadística, me enseñaba Teoría de la Comunicación). Realmente, un excelente profesional y mejor persona. Por eso, ahora que lo veo en la Cancillería, no puedo dejar de sentir satisfacción. De hecho lo hará bien.
Para que lo conozcan mejor, comparto con ustedes una nota escrita por su hijo Santiago, notable escritor, aparecido en la revista Qué pasa.

Mi padre, el canciller.-Me llamo Santiago por la capital de Chile. Mi padre conoció a mi madre ahí, durante el gobierno de Allende, cuando él era dirigente estudiantil y creía que el mundo sería socialista y feliz. También conoció a un montón de gente que moriría poco después, tras el golpe de Pinochet. Mi nombre fue un homenaje a todos esos amigos que ya no estaban.
Como muchos niños de mi generación, crecí escuchando una canción de Pablo Milanés que hablaba de pisar las calles de un lugar ensangrentado. Pero en mi caso era peor, porque ese lugar se llamaba como yo.
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Cuando yo era chico, creía que mi padre era un agente secreto.
Papá apenas hablaba de los años setenta, pero sus amigos solían contarme anécdotas sobre persecuciones, registros policiales y escapes épicos. Una vez, por ejemplo, papá se disfrazó de rico. Tenía que pedir asilo en la embajada de México, que estaba rodeada de retenes policiales. Así que se tiñó el pelo de rubio, se consiguió prestado un Mercedes, uniformó a un amigo como chofer y sentó al lado a otra amiga, que era argentina y también rubia, lo cual la convertía en una aristócrata muy verosímil. Con todo ese atrezzo, atravesaron los controles alrededor de la embajada.
Esas viejas historias solían incluir viajes. En alguna de ellas, papá vagaba por México sin un centavo, buscando trabajo. En otra, había aparecido en Finlandia y llamaba a los amigos a las tres de la mañana, muerto de nostalgia. Era como el personaje de una película de aventuras. Si alguien me preguntaba qué quería ser de mayor, yo respondía: “perseguido político”.
Recuerdo de esos tiempos que él guardaba en un cajón varios pasaportes falsos. En uno de ellos tenía nacionalidad argentina y llevaba barba. Yo era muy chico, y las películas de James Bond eran para mayores de 14, así que mi idea de papá era una mezcla entre Facundo Cabral y el Superagente 86.
Afortunadamente, papá no era argentino de verdad, ni chileno. Quizá por eso está vivo, y yo puedo contar esto como una comedia, no como una tragedia.
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Lo peor que le ocurrió a papá fue el exilio en México. Aunque en mis recuerdos eso tampoco estuvo tan mal.
Mis amigos de infancia eran exiliaditos de todas partes: chilenos, argentinos, centroamericanos… En esa época, nadie tenía conciencia de pertenecer a un lugar u otro. Nuestras camisetas llevaban las mismas siglas políticas. Nuestros padres usaban barba y anteojos de carey. Todos sabíamos canciones de los mismos cantantes. Nos parecíamos demasiado como para sentirnos diferentes. Yo mismo me sabía peruano y hablaba con acento mexicano. Si tenía alguna identidad, era latinoamericana.
En México se incubó toda una generación de futuros políticos, y también de conspiradores. Estaba el actual director general de la OIT, Juan Somavía. Y el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza. Pero también guerrilleros del MIR boliviano o montoneros.
Algunos de ellos han integrado gobiernos después en sus países. Otros están muertos o presos. O todas esas cosas juntas. En el caso de papá, su destino se decidió al volver a Perú, durante los años ochenta. Porque después de tanto hablar de revolución, en nuestro país se encontró con una. Y todo cambió.
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Sendero Luminoso no sólo mataba a militares. También a líderes de izquierda, como la dirigente popular María Elena Moyano, cuyo cadáver fue dinamitado. O a campesinos, como ochenta pobladores de Lucanamarca asesinados a machetazos y pedradas. La violencia de esos años, entre un bando y otro, se cobró setenta mil víctimas. Sin ganas de pertenecer a ninguno, papá se mantuvo en la izquierda legal.
En 1985, su partido Izquierda Unida y el APRA de Alan García triunfaron en la primera vuelta de las elecciones generales. Ganase quien ganase, habría un gobierno de izquierda. En mi colegio religioso reinaba el pánico: mis compañeros anunciaban que se irían todos a vivir a Miami. Pero en mi casa se respiraba euforia. Y el partido era un avispero. Las posibilidades de vencer al APRA en segunda vuelta eran escasas, y todos debatían si valía la pena. Papá se pasaba gran parte del tiempo en reuniones, pero trataba de compartir su excitación con nosotros. Una noche llamó por teléfono y me preguntó:
-¿Tú qué opinas? ¿Vamos a la segunda vuelta o renunciamos?
-No sé, papá. Tengo diez años.
¿Pero qué opinas?
-Opino que sí. ¡Retroceder nunca, rendirse jamás!
Ese era el título de una película de artes marciales que estaba de moda.
No pude dormir esa noche. Pensaba que acababa de decidir el destino de mi país. Pero al día siguiente el periódico traía la noticia de que IU renunciaba a la segunda vuelta.
En cierto sentido, para mí fue un alivio. Era demasiada responsabilidad.
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La guerrilla peruana estaba condenada, pero la izquierda legal tampoco tenía mucho futuro. En la segunda mitad de los ochenta fracasaron las políticas económicas estatistas. La violencia alcanzó niveles de guerra. La corrupción no sólo aumentó, sino que bordeó lo hambriento. Por si fuera poco, cayó el muro de Berlín. De repente, era mentira hasta la ilusión.
En el entorno de mi padre, los antiguos barbudos se afeitaron y cambiaron sus anteojos por otros más delgados, menos revolucionarios. Muchos se convirtieron en empresarios y comenzaron a hacer todo lo que habían criticado hasta entonces. El índice de divorcios se multiplicó.
Mi padre mantuvo un vínculo con el partido cada vez más testimonial. En las elecciones de 1990 le pidieron que fuese candidato al Congreso, aunque no tenía ninguna opción de llegar. Se trataba sobre todo de llenar las listas de un partido en decadencia. Papá no hizo campaña ni mostró ningún interés por esas elecciones. El único recuerdo que tengo de ellas es que nos asignaron dos guardaespaldas. Mi papá se quejaba de lo caro que salía alimentarlos.
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De todos modos, ese Congreso no duró mucho. El presidente Alberto Fujimori lo disolvió el 5 de abril de 1992. A partir de entonces fue dinamitando todas las instituciones democráticas, como el Poder Judicial o los organismos electorales.
Paradójicamente, fue eso lo que le devolvió a papá un lugar de interés en la política. Cuando comenzaron a surgir dudas sobre la limpieza de las elecciones fujimoristas, fundó un movimiento cívico de observación electoral llamado Transparencia.
La prensa fujimorista se le echó encima. Dijeron que la observación electoral era una estrategia de sabotaje. Una institución estatal, la Defensoría del Pueblo, montó otra observación electoral. Los periódicos oficialistas “destaparon” que mi padre había salido años antes con una funcionaria de la Defensoría. Sobre esa primicia, denunciaron la “telaraña roja”, un supuesto complot comunista contra el sistema. A la esposa de mi padre, la campaña no le hizo ninguna gracia. Y a mí tampoco.
Sin embargo, para mi sorpresa, papá estaba tranquilo, incluso contento. Armado con una sonrisa, se enfrentaba a periodistas de televisión que parecían interrogadores policiales. Y tenía habilidad. Su argumento era indestructible: oponerse a unas elecciones limpias implicaba admitir que vivíamos en una dictadura. Pero sabía aprovecharlo sin pronunciarlo, dejando que sus oponentes se enredasen solos. Yo nunca lo había visto antes en un papel público. Y sólo entonces supe cuánto lo disfrutaba.
Acabado el fujimorismo, mi padre dirigió una iniciativa de Acuerdo Nacional para alcanzar un consenso de políticas de Estado a largo plazo entre todos los grupos políticos. De repente había encontrado su lugar en la política, y no era un escaño sino una mesa, donde todo el mundo se sienta a conversar.
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Supongo que ese talante nunca lo favoreció como candidato. Un candidato siempre se mete en peleas, para ganarlas. El estilo de mi padre, en cambio, es entablar diálogos.
Esto no es necesariamente un elogio. Papá puede convertir lo que dices en exactamente lo contrario de lo que piensas. Y puede negociar durante horas sin perder la sonrisa, hasta sacarte de quicio. Pero siempre creerá en las palabras como medio para resolver los problemas. Y no solo porque le guste el debate. Ha visto a suficiente gente hacer las cosas a balazos, ha conocido la dictadura y la guerrilla, ha perdido a muchos amigos en manos de gente que creía salvar al mundo, y simplemente sabe que no vale la pena.

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