Alta, media y baja cultura

Convertido en ringtone de celulares o en música para ascensores o aeropuertos, hoy Beethoven “es disfrutado en la inatención”, afirma el semiólogo italiano Umberto Eco. La distinción ente cultura alta y baja se desplazó de los contenidos y su forma artística al modo de disfrutarlos.

A raíz de la aparición del libro Mainstream de Frédéric Martel, en el suplemento cultural del diario “La Repubblica”, Angelo Aquaro y Marc Augé retomaron recientemente (a propósito de nuevas formas de globalización de la cultura) una cuestión que cada tanto se reabre regularmente, pero siempre desde nuevos puntos de vista, y que es cuál es ahora la línea de discriminación entre cultura alta y cultura baja.

Si a un joven, que escucha indiferentemente a Mozart y música étnica, la distinción puede parecerle extraña, recordaré que el tema ya era candente hacia mediados del siglo pasado, y que Dwight MacDonald en un bellísimo y muy aristocrático ensayo de 1960 (Masscult e Midcult) identificó incluso, no dos, sino tres niveles.

La cultura alta estaba representada, simplemente para que nos entendamos, por Joyce, Proust, Picasso, mientras que la masscult se manifestaba en toda la pacotilla hollywoodiana, desde las tapas del Saturday Evening Post y el rock (MacDonald era de esos intelectuales que no tenían televisor en su casa, mientras que los más abiertos a lo nuevo lo tenían en la cocina).

Pero MacDonald también trazaba un tercer nivel, la midcult, una cultura media representada por productos de entretenimiento que incluso tomaban prestados giros estilísticos de la vanguardia, pero que eran fundamentalmente kitsch. Y, entre los productos midcult, MacDonald ponía, para el pasado a Alma Tadema y Rostand, y para su época a Somerset Maugham, el último Hemingway, Thorton Wilder ¬y probablemente habría puesto muchísimos libros publicados con éxito por Adelphi, que junto a testimonios de lo más alto que puede haber en cultura, alinea a autores como Maugham justamente, Marai y el sublime Simenon (MacDonald habría clasificado al Simenon no-Maigret como midcult y al Simenon-Maigret como masscult).

Pero la división entre cultura popular y cultura aristocrática es menos antigua de lo que se cree. Augé cita el caso de los funerales de Hugo en los que participaron centenares de miles de personas (¿Hugo era midcult o cultura alta?); a las tragedias de Sófocles iban también los vendedores de pescado del Pireo; Los novios, apenas publicado, tuvo una serie impresionante de ediciones pirata, signo de su popularidad ¬y recordemos al herrero que deformaba los versos de Dante, haciendo enojar al poeta, pero demostrando al mismo tiempo que su poesía era conocida hasta por los analfabetos.

Es cierto que los romanos abandonaban una representación de Terencio para ir a ver los osos, pero en el fondo también en la actualidad muchos intelectuales refinadísimos renuncian a un concierto para ver el partido.

El hecho es que la distinción entre dos (o tres) culturas se vuelve neta sólo cuando las vanguardias históricas se proponen como objetivo provocar al burgués, y entonces eligen como valor la no-legibilidad, o el rechazo de la representación.

¿Esta fractura se ha conservado hasta nuestros tiempos? No, porque músicos como Berio o Pousseur tomaron muy en serio el rock y muchos cantantes de rock conocen la música clásica más de lo que se cree, el pop art alteró los niveles, la primacía de la ilegibilidad corresponde actualmente a mucha historieta extremadamente refinada, mucha música de los spaghetti western es revisitada como música de concierto.

Basta mirar una subasta nocturna en televisión para ver cómo espectadores claramente no sofisticados (quien compra un cuadro a través de la televisión no es evidentemente un miembro de la elite cultural) adquieren telas abstractas que sus padres habrían definido como pintadas con la cola de un burro y, como dice Augé, “entre cultura alta y cultura masiva hay siempre un intercambio subterráneo, y con frecuencia la segunda se nutre de la riqueza de la primera” (sólo que yo agregaría: “y viceversa”).

En todo caso, hoy la distinción de los niveles se desplazó de sus contenidos y de su forma artística al modo de disfrutarlos. Quiero decir que la diferencia ya no está entre Beethoven y “Jingle bells”. Beethoven que ahora es ringtones para el celular o música de aeropuerto (o de ascensor) es disfrutado en la inatención, como habría dicho Benjamin, y por lo tanto se vuelve (para quien lo usa así) muy similar a una tonadita publicitaria.

Al contrario, un jingle nacido para publicitar un producto de limpieza puede llegar a ser objeto de atención crítica, o de valoración por su hallazgo rítmico, melódico o armónico.

Más que el objeto cambia la mirada, está la mirada comprometida y la mirada desatenta, y para una mirada (u oído) desatentos se puede proponer incluso Wagner como banda sonora para la Isla de los Famosos. Mientras que los más refinados se retirarán para escuchar en un viejo disco de vinilo Non dimenticar le mie parole . (Tomado de CLARIN, 2010.)

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