Lo mejor del año

Como cada fin de año, se han empezado a hacer las evaluaciones para saber qué o quién es lo mejor y peor de este 2009 que se va. Algunos medios nacionales incluso están promoviendo encuestas y la verdad es que, en relación al año pasado, poco o nada hemos avanzado.

Lo digo porque, según esas encuestas, quien sería el personaje del año en el Perú es Kina Malpartida. Si recordamos que el año pasado salió elegida Magaly Medina, entonces vamos de mal en peor. ¿Injusta la comparación? No lo creo porque pienso que alguien que ostente la denominación de “Personaje del año” debe ser eso: un personaje; es decir, alguien que inculque valores, que exprese lo más rico o rescatable de nuestra humanidad. A la señorita Malpartida no le veo esas cualidades, porqué qué es eso de practicar esa salvajada que se llama boxeo; es más, qué es eso de decir, cada vez que defiende su corona: espero que el presidente García me regale una casita.

El hecho que continuemos valorando ese tipo de personajes, sólo demuestra que estamos pensando con los pies. Creo que lo mismo opina Mario Vargas Llosa que acaba de publicar su propia lista de los mejores personajes del año y en su evaluación no figura ninguna figura humana, sino un par de animales, pues considera que son ellos, los animales, quienes nos están demostrando aquello que la especie humana está fogosa en dejar de lado: sabiduría, solidaridad y amor. Los dejo con el ensayo de Vargas Llosa.

La pareja del año.- Mi amiga Kathrin Holzach, alemana de nacimiento, argentina de adopción y ciudadana del mundo, me envía desde Nairobi una historia que me ha conmovido hasta los huesos. Ocurrió tal como la cuento, sigue ocurriendo todavía y parece uno de esos relatos navideños que se cuentan en las familias para que aleccionen a los niños y los induzcan a ser buenos, obedientes y felices.

Hace pocos años, a fines de diciembre del 2004, el litoral de Kenia padeció un maremoto que devastó vidas y haciendas, destruyó aldeas y bosques y causó grandes perjuicios económicos al país africano. Una de sus víctimas fue un muy joven hipopótamo de pocos meses de edad y trescientos kilos de peso llamado Owen al que las aguas desbordadas arrastraron a lo largo del río Sabaki hasta precipitarlo en el Océano Índico de donde las olas encrespadas y las corrientes enloquecidas por el huracán lo devolvieron al continente, dejándolo varado y sin duda aterrado y exhausto en las afueras de Mombasa. Para su fortuna allí lo encontraron unos voluntarios de la reserva natural de Lafarge Park, vecina de aquel puerto keniata, que se esforzaron por quitarle el susto y entonarlo. Pero no pudieron devolverle a su madre que previsiblemente pereció o se extravió en el cataclismo.

Los hipopótamos tienen una arraigada vocación familiar y las crías viven pegadas a sus progenitoras los primeros cuatro años de vida. Ni corto ni perezoso Owen, el huérfano, encontró pronto una madre adoptiva que sustituyera a la que perdió. La ecologista Paula Kahumbu, que dirige Lafarge Park, se quedó muy sorprendida cuando advirtió que entre todas las féminas de la reserva Owen había elegido para cumplir esta función a una gran tortuga ya centenaria y que esta había asumido sus funciones maternales con cariño y responsabilidad. Desde entonces madre e hijo son inseparables. Nadan, comen y duermen juntos y cada vez que alguien, animal o ser humano, se aproxima a la tortuga el pacífico Owen se enfurece y lanza un bufido que arranca de los árboles a los pájaros del contorno.

La enternecedora historia a mí no me sorprende mucho. Hace una punta de años estuve un semestre enseñando en la Universidad George Washington, de Saint Louis, Ohio. Frente al departamento en que viví había un parque zoológico muy bello donde me iba a caminar en las mañanas. Allí descubrí un hipopótamo recién nacido —rosado, feote, simpático y sonsón— con el que hice excelentes migas. Adivinó tal vez mi vieja debilidad por los hipopótamos y juraría que se alegraba al verme aparecer cada mañana cuando me acercaba a darle los buenos días. Jugaba con su madre chapoteando en el agua y ella le daba unos ruidosos lengüetazos de amor maternal abriendo de par en par la enorme jeta. Los hipopótamos son seres benignos, indefensos, hedonistas y soñadores. No les gusta hacer la guerra sino el amor. Sus agarrones a la hora del sexo son espectaculares. Viéndolos trabados un desprevenido creería que se están matando, pero, en verdad, están gozando de lo lindo. Es emocionante verlos revolcarse en el fango con alegría infantil o esperar horas de horas, con infinita paciencia, que algún picaflor o mariposa se les meta a la boca y puedan así añadir alguna novedad a su herbívora dieta, pues su estrecha garganta solo les permite tragar pescaditos o pajarillos diminutos.

También me inspiran gran simpatía las tortugas, las pequeñas y las grandes, las terrícolas y las acuáticas. A estas últimas las vi una vez, en los años setenta, salir a desovar a una playita del río Marañón, una noche de luna en la Amazonía, y el espectáculo era delicado y hermoso. Una vez intenté regalarle una pequeña tortuga a mi hijo menor. Gonzalo era un niño tan urbano que, cuando tuvo al animalito entre sus manos, lo frotó varias veces contra el suelo para que echara a rodar, como los automóviles con cuerda. La lenta criatura desaparecía a veces muchos días entre las buganvillas y helechos del jardín. Y podía estarse horas sin sacar su cabecita legañosa del caparazón. Pero cuando lo hacía, atraída por un trozo de lechuga o de galleta, masticaba con infinita calma y sus ojos despedían una luz de conformidad, sabiduría y contento con la vida que resultaba envidiable. La pobre tuvo un trágico fin. Salimos de viaje y al volver, una semana después, la encontramos muerta, patas arriba. Nunca tratamos de averiguar cuál de los niños de la casa la había puesto en esta postura sin sospechar que ella sola nunca podría enderezarse.

La historia de Owen y su madre adoptiva tiene su moraleja, por supuesto. ¿No es una vergüenza que dos animales pertenecientes a especies tan distintas como tortugas e hipopótamos puedan convivir, relacionarse y quererse, y que los estúpidos bípedos humanos se entrematen como salvajes apenas descubren entre ellos diferencias a menudo insignificantes? Si uno pasa revista a las guerras, genocidios, matanzas más sangrientas de los últimos años, comprueba que las pasiones homicidas detrás de las peores tragedias colectivas se desencadenan entre comunidades muy próximas, cuyas rivalidades se fundan en distinciones de doctrina religiosa, ideología política o costumbres étnicas que resultan esotéricas para quien no las vive desde adentro.

Un caso particularmente monstruoso es el de Iraq. Por cada soldado forastero víctima del terror, han caído cien o doscientos iraquíes asesinados por sus propios compatriotas. Fanáticos chiitas matan a sunitas y fanáticos sunitas matan a chiitas y, dentro de las dos grandes comunidades musulmanas del país, las distintas sectas chiitas y sunitas se matan entre ellas, en tanto que musulmanes de ambas tendencias matan a kurdos y cristianos y los kurdos matan a chiitas y sunitas y así sucesivamente hasta producir esa vertiginosa montaña de cadáveres.

¿Y qué decir de las degollinas en el corazón de Europa occidental? La desintegración de Yugoslavia tuvo lugar en medio de asesinatos colectivos espantosos en que serbios asesinaban a bosnios y croatas, estos se encarnizaban contra serbios y bosnios y estos últimos no liquidaban a tantos como aquellos pero no por falta de ganas sino de medios y porque eran pocos. El terrorismo entre serbios y kosovares —que han convivido cientos de años en un mismo espacio territorial— no ha sido menos feroz. El porcentaje de muertos en los Balcanes en relación con la población supera el promedio de víctimas de la Segunda Guerra Mundial.

La lista podría ser larguísima si añadimos a estos dos ejemplos los de las carnicerías en Timor Oriental, Ruanda y Burundi, Biafra, Eritrea, Somalia, la República Democrática del Congo, Guatemala, El Salvador, Haití, el Perú, Colombia, Chechenia, etcétera.
La idea de que el ser humano es superior al animal porque consta de razón y, según los creyentes, de alma, es un parti pris vanidoso e injusto si consideramos la conducta de unos y otros en relación con su prójimo. Por lo general, los animales solo matan para procurarse el sustento y asegurar su supervivencia. Muy rara vez se atacan entre familias o individuos de la misma especie o por el puro placer de matar. Los seres humanos matan la mayor parte de las veces —si juzgamos a la luz imparcial de la razón— por menudos apetitos, fanatismos, intolerancias, perversiones, egoísmos, y quienes desatan las guerras y matanzas suelen padecer en estos desenfrenos tanto como sus víctimas. Los prodigiosos avances científicos y técnicos que el conocimiento ha permitido han alcanzado logros notables en el campo de la salud, la educación, el aprovechamiento de la naturaleza. Pero también han ido equipando a la humanidad con un arsenal tan desmedido de armas de destrucción masiva que solo una parte de él sobraría para acabar con toda forma de vida en el planeta. El desarrollo y el progreso —notables, sin duda— nos han ido acercando cada vez a un abismo de violencia y descomposición del que ya somos bastante conscientes y, sin embargo, ningún gobierno, de la índole que sea, parece seriamente decidido a actuar en consecuencia.

Por eso, si alguien me preguntara, en una de esas encuestas que suelen hacer los diarios y revistas por el personaje más importante del año 2009, yo no escogería a nadie de la triste especie a la que pertenezco, sino al hipopótamo Owen y a la tortuga que hace las veces de su madre, ejemplos, desde hace cinco años, de sabiduría, solidaridad y amor que los beligerantes humanos deberían imitar.

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