Carnavales

Sigo sin entender cómo es que por razones netamente litúrgicas, el día del carnaval se mueve de fecha cada año, pero lo cierto es que el domingo 22 se celebró en nuestro país, o por lo menos en el sur, la fecha central de esta antigua y tradicional fiesta caracterizada por el desmadre total.

Justamente ese el aspecto que más me llama la atención de esta fiesta, pues todo el mes de febrero oigo las recomendaciones de autoridades de todo tipo invocando a la cordura, respeto, sobriedad y un largo etcétera sobre la forma de pasar o celebrar o festejar el carnaval; es decir, tales recomendaciones son absolutamente contradictorias con el carácter o espíritu mismo de la fiesta. En otras palabras, el carnaval es para soltar al ruedo todo lo primitivo, violento y lujurioso que nos caracteriza como especie; por tanto, sermonear en esa fecha es discordante e incluso ridículo.

No sólo desde las canteras de la cultura popular, sino específicamente desde las ciencias sociales, sabemos que el carnaval está atravesado por el desmadramiento. Así ha sido y de seguro, así seguirá siéndolo pues, históricamente, el o los carnavales también ha sido usados como una respuesta contestaría al ánimo de control o represión que siempre han querido imponer a las sociedades, las autoridades de todo tipo.

Creo que quien mejor ha desarrollado este argumento ha sido Mijail Bajtin, aquel crítico literario ruso que, a pesar de la intolerancia estalinista que lo obligó a vivir en las pérdidas comarcas de las estepas soviéticas, escribió un deslumbrante libro sobre Rabelais. Me refiero a La cultura popular en la edad media y el renacimiento. El contexto de Rabelais, donde Bajtin nos cuenta como los carnavales de la edad media eran usados como los espacios favoritos de los sectores populares para dar una respuesta desvergonzada, irreverente, ferozmente sarcástica, a los patrones establecidos de la moral y la belleza; patrones culturalmente construidos desde arriba y que no hacen más que separar y jerarquizar a las razas, a las clases y a los individuos.

Ese es quizá el valor extraordinario que tiene el carnaval, pues más allá de lo que puede significar en términos de arrebatos y frenesíes, fiestas como el carnaval, significan, según Bajtin, la forma cómo, el pueblo por exclusividad, se expresa, y lo hace rompiendo, aunque sea temporalmente, las barreras de los prejuicios o desigualdades. En otras palabras, tras el baldazo de agua que estampamos al vecino o vecina, no sólo se esconde la ruptura de la represión o formalidad impuesta, sino que le estamos recordando al otro de la igualdad que nos une como seres humanos y que debiera ser el patrón relacional, reemplazando así los prejuicios y las distancias.

Ese es por lo menos, desde la antropología y sociología el significado de los carnavales y por eso es que las grandes celebraciones que se hacen aún en algunos países del mundo, siguen conservando esa esencia. En esos lugares, durante los días que duran, todo el lúdico, desenfrenado y desinhibido. Para no irnos muy lejos, incluso en varias zonas andinas nuestras, también puede notarse eso. Luego vendrá el arrepentimiento, la inhibición, la cuaresma, el tiempo donde todos quieren recuperar su sacrosanta integridad. Es cierto que en algunas urbes, esa esencia se ha perdido un poco, pues la violencia y delincuencia se ha impuesto al espíritu lúdico e irreverente de la fiesta, pero en el fondo sigue conservándose el aspecto lúbrico que también la caracteriza, siendo la mejor forma de comprobarlo con otra de las tradicionales fiestas de nuestro mundo andino: las guaguas o compadrazgos que se celebra en noviembre.
Vistas así las cosas, los carnavales son como una necesidad que hemos creado tanto para expresar nuestra verdadera humanidad, ya sea en la búsqueda de nuestro derecho a la igualdad como nuestro derecho, y placer, a la reproducción.

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