Amazonas

La preocupación de un taxista sobre lo que viene sucediendo en el Amazonas me hizo dar cuenta que éste es un lío que hay que tratarlo con seriedad, a pesar de cuan lejano nos encontramos nosotros con esa zona. Ahora, no es que el taxista esté preocupado de los derechos humanos de los indígenas que tienen hace más de diez días contra las cuerdas al gobierno con sus bloqueos y paralizaciones, sino porque sabe que si no se resuelve ese problema, la gasolina subirá más de la cuenta, ya que es en esa zona donde se controla buena parte de nuestros combustibles.

El problema, en realidad es complejo. Para entenderlo mejor, quiero compartir con ustedes un pequeño ensayo, aunque poco imparcial, pero ilustrativo, que me ha enviado nuestro amigo y colega Wilfredo Ardito quien nos ubica mejor sobre el tema.

Entendiendo la sublevación indígena

Hace menos de un año, la delegación peruana ante las Naciones Unidas promovió activamente una Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas donde se consagraba el respeto a los territorios tradicionales de los indígenas y a la participación de sus autoridades en las decisiones que les afecten, entre otros derechos políticos, sociales y culturales.

Estos derechos ya habían sido reconocidos por el Estado peruano en 1993, cuando ratificó el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas. Sin embargo, las protestas que millares de nativos amazónicos llevan a cabo desde el 9 de agosto reflejan su descontento porque los compromisos internacionales del gobierno están muy alejados de su verdadero comportamiento.

Desde la violenta expedición de Francisco de Orellana, quien hacía capturar y torturar a los indígenas que hallaba a su paso para que confesaran donde se encontraba El Dorado, en sucesivos períodos históricos, la mayor desgracia para los indígenas amazónicos ha sido la codicia que despiertan las riquezas existentes en sus tierras, sean reales o supuestas.

Sin embargo, en el siglo XVIII, los españoles habían perdido el control sobre la Amazonía debido a dos acontecimientos. En 1742, Juan Santos Atahualpa dirigió una masiva sublevación de asháninkas, yáneshas y nomatsiguengas en la Selva Central, expulsando a las misiones franciscanas y a los soldados que les apoyaban. Un cuarto de siglo después, en 1767, fue la propia Corona española la que dispuso la expulsión de los misioneros jesuitas que laboraban en los actuales departamentos de Loreto y Amazonas.

De esta forma, cuando San Martín proclamó la Independencia, los indígenas amazónicos vivían libres e independientes desde hacía varias décadas. Sin embargo, los nuevos gobernantes criollos no los percibían como ciudadanos ni como peruanos y consideraban al suelo amazónico res nullius, es decir sin ningún propietario reconocido. Por lo tanto, el Estado se consideraba facultado para adjudicarlo a quien quisiera, menos a los propios indígenas.

Con este respaldo legal, se produjo la ocupación de la Selva Central por los colonos europeos y, con el auge del caucho, miles de indígenas fueron capturados violentamente para trabajar como esclavos en las plantaciones de Arana, Fitzcarrald y otros individuos inescrupulosos. Los reclamos internacionales por los abusos cometidos eran considerados por las autoridades como una inaceptable interferencia en los asuntos internos.

Luego que las plantaciones de caucho decayeron, continuó promoviéndose la colonización indiscriminada de la Amazonía, lo cual no solamente afectaba la propiedad de los indígenas, sino su propia vida. Uno de los episodios más crueles es relativamente reciente: los indígenas matsés o mayorunas fueron bombardeados por la Fuerza Aérea Peruana durante el primer gobierno de Fernando Belaúnde.

Recién en 1974, durante el gobierno de Velasco, se dictó la Ley de Comunidades Nativas y la Constitución de 1979 estableció que sus tierras sólo podían ser vendidas si dos tercios de sus integrantes estaban de acuerdo. Sin embargo, la relación que los indígenas tienen con la tierra va más allá del derecho occidental de propiedad: muchas veces son los nativos quienes sienten que pertenecen a ella. Por eso, les parece absurda la posibilidad de vender las tierras comunales.

En la actualidad, los títulos de propiedad parecen tener poco valor para las autoridades peruanas, porque el Estado otorga concesiones a empresas petroleras o de gas sin ninguna consulta o información previa a los indígenas. Aún las actividades extractivas que se realizan fuera de los territorios comunales pueden tener consecuencias negativas para el medio ambiente y a la salud de los nativos. La ausencia o la complicidad de las autoridades hacen muy difícil que estos hechos sean sancionados. El canon o las regalías que pagan las empresas tiene el mismo destino que las donaciones por el terremoto: la población no percibe ningún beneficio concreto.

El gobierno de Alan García parece empeñado en otorgar toda la Amazonía en concesión y, para que no queden dudas de sus intenciones, hace unas semanas, mediante el Decreto Legislativo 1064, dispuso que pueden realizarse actividades extractivas en las comunidades aunque lo rechacen los nativos, mediante la imposición de una servidumbre.

De hecho, para el actual gobierno los indígenas amazónicos parecen ser, en el mejor de los casos, un atractivo turístico. Para mí, siempre ha sido conmovedor ver a los nativos izar la bandera y cantar el Himno Nacional en sus comunidades, porque demuestran lealtad hacia un Estado que no se preocupa por respaldar sus derechos.

Cuando, en lugar de bailar y para los turistas, los indígenas exigen respeto, se vuelven sumamente incómodos y, entonces, el Estado sí se hace presente, pero para reprimir de manera violenta e indiscriminada, como sucedió en marzo en Andoas y en julio en Puerto Maldonado.

El gobierno ha anunciado que no derogará las normas cuestionadas por los nativos. ¿Pretenderá nuevamente resolver esta crisis en base a la violencia o comenzará a cumplir con sus compromisos internacionales?

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