Feliz 28, pero ¿somos libres?

Siendo estudiante primario, por mi estatura mediana, era uno de los elegidos para integrar el batallón del colegio que debía marchar con motivo del aniversario patrio. Eso significaba largos ensayos fuera del horario de clases, estar atentos a las indicaciones de un soldado que se empeñaba en decirnos que el patriotismo se medía según la altura que alcanzaba nuestras piernas al desfilar, y, llegado el día, estar desde temprano, casi de madrugada, integrando el escuadrón y soportando las inclemencias del clima. A los diez o doce años, toda esa tortura no contribuía en nada en generar un sentimiento patrio, sino todo lo contrario.

Durante la secundaria, ya ducho, inventaba una serie de pretextos para no integrar el batallón marchante y sólo volví a repetir esa desagradable experiencia cuando fui director de sociología de la UNSA, pues era una obligación asistir con un grupo de alumnos presentables, según las indicaciones de la autoridad (blancos, altos y bien parecidos). En desacuerdo con esa forma de expresar el amor patrio, conjuntamente con mis alumnos caminábamos, no marchábamos pues, al fin y al cabo, esa es una tarea de militares o soldados, no de civiles. Mientras

nosotros hacíamos eso, el resto de autoridades universitarias, encabezado por el decano y rector, sí marchaban; es decir, alzaban las piernas casi acrobáticamente, mucho más cuando se acercaban al podio central donde estaban, cómodamente sentados, las autoridades civiles y principalmente militares. Es decir, una muestra de la sumisión que aun perdura en nuestro país de la sociedad civil a la militar.

Pero más allá de los recuerdos y anécdotas, las fiestas patrias también están marcadas por esa sensación de alegría motivada por la celebración de un nuevo cumpleaños que representa el fin de un año y el advenimiento de otro, cargado de promesas e ilusiones. De alguna manera, eso se encarna en el mensaje presidencial, elemento sustancial en cada aniversario patrio, pues la perorata de nuestro primer mandatario es un balance del año que pasó, de cómo estamos como país y qué es lo que se propone, él y su gobierno, para el próximo año o años. Es decir, el recuento y la promesa.

Por eso la sensación de jolgorio en el aniversario patrio, mucho más cuando nuestro sueldo se ve inflado, ligeramente, con la gratificación (que, también, sirve para recordar a las madres de nuestros congresistas); muchísimo más cuando esa fecha es declarada feriado; es decir, todas las condiciones para realmente sentirnos libres, por lo menos esos días, y así escapar, relajarnos, comprar, cirquear, etc.

Después, viene la normalidad, la rutina, el trabajo y los análisis críticos de lo mal que estuvo el mensaje presidencial, de las promesas incumplidas del año pasado y de las que hizo el 28 que tampoco se harán. Así, el “somos libres” queda simplemente como parte de un himno que ni siquiera lo sabemos en su integridad; así,

el trabajo y los recibos que se nos acumulan nos hacen dar cuenta de lo endeble de nuestra economía y, en general de toda la hipocresía que encierra, también, el aniversario patrio, pues endiosamos a un país que no termina de construirse y que muchos, incluso, afirman que es un simple imaginario; reverenciamos símbolos como la blanquiroja que casi nadie respeta (sino, pregúntenle al ministro de Defensa, Antero Florez Aráoz que denuncia a unas vedette que se sienta en la bandera, pero se calla de cuando sus colegas parlamentarios acuerdan, impúdicamente, como seguir robándole al país); y, en general, festejamos como buenos cuando sabemos de las grandes inequidades que atraviesan toda la sociedad peruana. Visto así las cosas, ¿cómo sentirnos libres, tal como reza el himno?

Difícil festividad, a menos que estas celebraciones por un nuevo aniversario patrio, el cumpleaños 187 de nuestro país, signifique más que festejo, el recordatorio del largo camino que aun hay por transitar para, realmente, ser un país independiente y soberano. Si es así, entonces ¡¡Feliz 28!! (con chicha, que es la verdadera bebida nacional).

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