¿Quieres tener “buena vida” o “vida buena”?

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Resulta que la felicidad es cuestión de crecer en estatura personal, de ser dueño de uno mismo y de sus actos; el autocontrol y la libertad interna ejercen una capacidad humanizadora. Además, la felicidad es expansiva, cuanto más se comparte, más se dilata.

Buena vida

La buena vida como la vida buena remite, aunque de forma diversa, a la felicidad que es su referente. Pero el modo en que una y otra formas de vida remiten a la felicidad es muy distinto. De aquí la conveniencia de distinguirlas, de modo que se acierte en la elección por la que opte.

 La «buena vida» es una cierta satisfacción placentera proporcionada por el bienestar; la posesión de bienes materiales y la seguridad que éstos proporcionan; la ausencia de dolor, preocupaciones y sufrimientos; la abolición de cualquier riesgo en el horizonte vital; y, en general, el hecho de que los sentidos, apetitos y tendencias se encuentren saciados.

 Las personas que anhelan la buena vida se refieren a ella con términos muy variados y un tanto vagos, como «pasarlo bien», «estar entretenidos», «no tener ninguna necesidad insatisfecha». Es decir, la persona que opta por la buena vida se conforma con lo transitoriamente placentero y las sensaciones y sentimientos que de ello puedan derivarse.

 Sin embargo, la «buena vida» tiene una duración muy limitada, sea porque tras la satisfacción de un deseo, surge de inmediato otro nuevo que busca ser saciado (inquietud), o porque la satisfacción del deseo genera una cierta hartura (saciación).

 De hecho, tenemos experiencia personal de que los deseos que surgen en el ser humano son ilimitados, mientras que los deseos satisfechos se pueden contar con los dedos de la mano y tal vez nos sobre alguno. En cualquier caso, optar por lo placentero de la buena vida es conformarse con las meras experiencias placenteras a nivel sensorial (hedonismo), algo que resulta insuficiente para la persona por cuanto su apertura al conocimiento y al querer permanece desatendida y, por tanto, frustrada.

En cambio, la «vida buena» es la que no aspira al placer sino a la felicidad, la que no aspira al bienestar de apenas unos instantes sino a la felicidad que no tiene fin (eternidad), la que no aspira a lo que es contingente y lleva aparejado el temor a perderlo sino lo que no puede desaparecer (plenitud). La «vida buena» no está en el tener sino en el ser, se identifica así con la felicidad, el fin al que tienden las personas, y acaso por eso todas lo buscan.

La persona que opta por ella está siempre como anhelante y en camino porque sabe que la felicidad que persigue no es algo que se posea de una vez por todas y para siempre, mientras deambulamos en el camino de la vida.

La vida buena es consecuencia de buscar la felicidad. El hecho de que la conquista de la felicidad suponga un cierto esfuerzo, en nada obsta para que la felicidad buscada se refleje ya en la travesía de la vida. La felicidad es la principal motivación humana. La felicidad es lo que en verdad pone en marcha (motiva) el comportamiento humano hacia esa búsqueda.

Una búsqueda más allá de todas las expectativas de la buena vida y por eso la vida buena abre el ser humano a la esperanza, a lo que la persona espera llegar a ser.

La felicidad es siempre un asunto que se sitúa en el «después», en el «todavía-no» de la vida presente. Cuando se confunde la felicidad con el placer (la vida buena con la buena vida), se rebaja el horizonte de la plenitud anhelada, y la persona finge una abaratada satisfacción vinculada a factores extrínsecos que quizás tenga pero que no son –ni pueden ser– constitutivos de la plenitud de su ser felicitario.

Sin esperanza no es posible el acceso a la felicidad. Pero la esperanza se afirma en la fe, en el tozudo asentimiento a la realidad personal y transpersonal en que se espera. La fe en un Dios personal es el asidero en el que se asienta la vida buena, porque sin ese amor correspondido no sería posible ni tendría sentido hacer tan largo camino.

 Pero ese amor no sólo es singular sino además incondicionado, permanente, consistente, estable y fiel. Dios no se deja ganar en generosidad; ¡Dios es el mejor pagador! La persona es feliz porque con la vida buena que ha hecho de su vivir se «ha ganado» –en cierto modo «ha robado»– el amor inconmensurable, infinito, eterno, absoluto e irrepetible de Dios.

 Pero al mismo tiempo, se amará a sí misma como jamás se ha amado, sin errores que hacen sufrir y sin oscuridades tenebrosas y dubitativas, por la simple razón de que se amará en Dios, siguiendo la hechura de cómo Dios le ama. El amor en que consiste la felicidad humana no es pasivo sino activo (de la persona al Creador), y además pleno, es decir, la persona querrá a Dios como Dios desea ser querido por ella.

 No puede entenderse la felicidad sin amor personal. Pero el amor en que consiste la felicidad humana, el amor que se alcanza mediante una vida buena es expansivo, comunicable y compartible con el resto de las personas. La plenitud de la felicidad reside también, aunque a otro nivel, en querer a cada persona en Dios y a Dios en cada persona.

 Se trata de querer a cada persona (por analogía y participación) tal y como Dios la quiere, según el modo en que Dios la quiere.

Referencia: Aquilino Polaino-Lorente; “Cómo distinguir la buena vida de la vida buena”.

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