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Raúl Chaname Orbe

La colonia nos legó un sistema judicial basado en el oidor que ejercía justicia en nombre del Rey, sus sentencias se ajustaban al interés de la corona; cuando se instala la primera Corte Suprema fue nombrado vocal Manuel Lorenzo de Vidaurre (1773-1841) – un ex oidor disidente-, por decreto del Libertador Simón Bolívar.

Ni el oidor virreinal ni el juez republicano fueron producto de un consenso social, sino un simple personero de un poder político unilateral. La Constitución de 1828 quiso superar esta dependencia, estableciendo un Poder Judicial simbólicamente independiente, la Carta Magna además dejaba abierta la posibilidad a la conciliación y a los jurados del pueblo, de ese impulso nacieron los jueces de paz a mediados del siglo XIX.

A pesar de los textos constitucionales, los jueces siguieron actuando como oidores, a tal extremo que hasta antes de la vigencia del Código Civil de 1852 se aplicaban las antiguas Leyes de Indias: el Fuero Juzgo, las Siete Partidas y la Recopilación de Castilla. Era una república nominal con normatividad colonial.

La estructura judicial careció de poder y autonomía, fue dependiente del Ejecutivo y ocasionalmente del Legislativo. Primó Maquiavelo sobre Montesquieu. Tuvo más fuerza el decreto que la sentencia.

Ni el Palacio de Justicia fue arquitectura de la magistratura, sino edificación inconclusa de la magnificencia de Augusto B. Leguía, quien copió la Corte de Bruselas en medio de un paisaje rocoso de injusticias. Tuvimos Palacio antes que un Código Civil moderno, ladrillos antes que jurisprudencia, mármol antes que casación.

Se achaca la crisis de la magistratura a la designación politizada del juez vía el Senado (Constitución de 1933 y 1979), pasamos al nombramiento técnico vía el Consejo Nacional de la Magistratura. También se adujo el bajo nivel académico de los magistrados, creamos la Academia de la Magistratura. Se incrementó la remuneración, se reclamó el bono, se demandó la homologación. Todo ello ha sido insuficiente.

A su escasa aprobación ciudadana, se suman sentencias de procesos constitucionales que lejos de proteger bienes jurídicos superiores, envilecen las libertades a través de una retórica ilógica y carente de respaldo jurídico, que incrementa la desconfianza en el sistema judicial.

Si queremos superar la época del oidor, debemos hacer efectivo el mandato constitucional, que impida politizar la judicatura –expresión extrema de la renuncia a su autonomía- para hacer que las sentencias sean el resultado de un poder sin menoscabo, liberado de las vernalidades, el lobby económico o la presión mediática. Desterremos al oidor servil y que emerja el juez íntegro que construya el Estado de Jure que la República merece.

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