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La imprescriptibilidad de los delitos de corrupción no debe prosperar o, si lo hace, debe quedar limitada a los delitos extremadamente graves, y, naturalmente, debidamente probados, porque de lo contrario esa medida puede usarse como un instrumento de persecución política. No es de extrañar que los únicos tres países de Sudamérica que la han incorporado son Venezuela, Bolivia y Ecuador, que ya no son democracias liberales y donde la persecución política y la represión del adversario están institucionalizadas.

Sí, es cierto que este es el momento para organizar una amplia cruzada contra la corrupción. La población ya la ubica como el principal problema del país en las encuestas, porque está en marcha un proceso de modernización nacional que exige un Estado más eficiente, meritocrático y profesional, y que empieza a ver como corruptas conductas que antes –cuando las relaciones básicas seguían dominadas por el parentesco y la reciprocidad– eran vistas como normales. La gran reforma del Estado consiste en pasar de una institucionalidad patrimonialista –donde la autoridad dispone de los bienes como si fueran propios y beneficia a sus allegados, dentro de redes de reciprocidad– a una racional y tecnocrática. Pero ese es un verdadero cambio social, cultural. Subir las penas apenas sirve para lograrlo.

En “Micropolíticas de la corrupción”, el antropólogo Jaris Mujica presenta una etnografía de las redes de poder y de corrupción en el Palacio de Justicia. Allí descubre que los actos de corrupción no son hechos individuales, aislados, producto de la codicia o la inmoralidad del ejecutante, sino parte de un sistema de redes de padrinazgo y reciprocidad y su función consiste precisamente en lubricar y mantener articuladas esas redes, que conectan a los tramitadores, abogados y falsificadores que pululan fuera del Palacio de Justicia con las mesas de partes y luego a los secretarios y relatores con los jueces, hasta las altas esferas de la Corte Suprema. Son distintas redes y tipos de actos. La corrupción articula e integra el sistema. Es un hecho social, no individual. Y no es que un juez sea siempre corrupto, sino en determinadas ocasiones, en función de la reciprocidad de favores de la red a la que pertenece.

Sería interesante que César San Martín disponga talleres internos de discusión de este libro –de una versión simplificada, de más fácil lectura, tal vez– para ver qué cambios produce en el Poder Judicial verse en ese espejo tan claro.

Lo mismo habría que hacer con otras instituciones del Estado: contratar etnografías y discutirlas internamente. Sería el primer paso para luego introducir instrumentos de gestión modernos, profesionales y transparentes, que aseguren un servicio eficiente a todos sin importar la conexión o la vara o la capacidad de pago de un soborno. Y luego las sanciones, por supuesto.

http://www.jaimedealthaus.com/articulos/etnografias-de-la-corrupcion.html

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