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Una mirada fugitiva
dormita entre mis pensamientos,
Los ojos mirando a ambos lados,
el cielo, los jardines,
las personas que caminan por el patio,
las avecillas retozando,
un árbol viejo
y un gato.

Un gato negro,
negro el lomo y la cabeza,
blancos los bigotes
y blancas también las patas
y algunos mechones de su cuello.

Salta y juguetea
sobre el césped,
retrocede,
se revuelca,
un volantín,
un maullido,
un ronroneo.
sigilosamente se
desliza sobre el pasto:
una avecilla distraída
ha posado sus frágiles patas
sobre el suelo,
cansada tal vez
de volar tanto.

El gato respira en silencio,
se acerca y prepara el gran salto,
el hambre apremia
y la ocasión es única.

Salta,
pero un segundo antes de caer
el ave remonta el vuelo,
y el pobre gato
se queda sin su presa.

El avecilla volando
lejos del alcance
del mortal zarpazo
estará satisfecha de haberse salvado.

Y el gato en tierra
sentado sobre sus patas traseras,
se estará lamentando
por el festín frustrado.

Brillan esos ojos verdes,
como dos faroles
en medio de una noche sin luna.
Viene, se me acerca,
dejo el bolígrafo
y trato de cogerlo
para poder acariciarlo,
pero raudamente el felino asustado,
trepa buscando refugio
entre las ramas del viejo árbol,
lejos del alcance de mis manos.

¡Tal vez pensaría
que a mi vez yo era un gran gato!…
“Baja del árbol – le digo-
que no quiero hacerte daño”.
Él no me cree,
y bien quisiera poder huir volando.

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