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Mano

– Peter, mira… mira mi mano -le dice Virginia.

Peter observa sin importancia la mano de su tía. La coge y no la encuentra extraña.

– ¿No te das cuenta, Peter? -le pregunta obligándole ahora a examinar la mano-, ha envejecido, está arrugada.

Peter ahora se da cuenta del punto de su tía. Es cierto, su mano está más arrugada que como la recuerda la última vez que la vio.

– Se parece a la mano de mi mamá’ -de pronto añade la tía.

Peter asiente. Le suelta la mano delicadamente y se pierde en su pensar:

 

Es verdad, la mano de mi abuela era muy arrugada, sin embargo su calidez estaba siempre presente, siempre ahí… para mí.

Me deslizaba sus dedos entre los cabellos, me recorrían la cabeza y terminaban en un mimo: apretaban cariñosamente mis mejillas.

Su olor, su olor era inigualable: indescriptible, indescifrable e incapturable.

Un día todo desapareció, todo aquello que la identificaba… todo. La permanente tibieza perdió su particularidad, se convirtió en otro gélido corpúsculo inorgánico más de este planeta. Fue asolador despedirme de mi abuela… para siempre.

 

Peter despierta y se vuelve hacia su tía. Por un instante, puede ver en ella a su abuela. Se da cuenta de lo obvio… todos pasan por lo mismo: a todos se les arruga la mano… absolutamente a todos… envejecer.

 

Llegará aquel momento en el cual tendré la mano más arrugada que la de mi tía, la mire y le diga a alguien: ¡Mira! Se parece a la mano de mi abuela.

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