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Para ti, para mí

El micro da brinquitos a causa de la tediosa remodelación de pista. Por ello, el apoyar su cabeza en la ventana del asiento preferencial se ha convertido en un vaivén de sutiles golpecillos.

El reflejo de una sonrisa distorsionada lo acompaña esta noche. Trata de enfocarse en esa boca para ignorar los gritos del cobrador y el disparejo gras de asfalto que retrasa su viaje.

En su mente, ha encontrado un pasaje de su vida muy remoto. Quizá, el momento más antiguo que ha podido recordar alguna vez.

Su papá subió al bus con un niño de la mano. El pequeño sostenía en la otra mano una bolsa gigante de Cheetos. Recuerda, fue la primera vez que subió a un bus con alguna chuchería tan grande.

Persiguió a su papá en fila india mientras se encargaba de buscar asiento. Encontró uno vacío casi al medio, lo cargó en sus rodillas.

Al fin ubicado, empezó el llamativo canto de una envoltura abriéndose. Ese sonido desencajado, nunca cambiará.

A punto de coger unos cuantos Cheetos se percató de la mirada de su vecino, un señor mayor. La curiosidad, eso tampoco cambiará.

Pensó, era casi hora del almuerzo.

De pronto, con una carita feliz le extendió la bolsa de Cheetos. El señor sonrió pensando que era broma. Luego buscó algún gesto del padre para encontrar respuestas.

Al padre también le había sorprendido aquel acto, sin embargo no lo detuvo. Asintió al desconocido, como invitándolo a acceder.

Se fijó otra vez en el niño, no vio maldad. Cogió unos cuantos Cheetos y le regaló un ‘gracias’ al chamaquito. Empezó a comerlos uno por uno.

De inmediato el niño se desprendió de su papá. Caminó al fondo del bus abrazando su bolsa de Cheetos.

El padre lo perseguía con la mirada, tratando de adivinar lo que iría a hacer.

Se acercó a la señora del último asiento, también le ofreció Cheetos. La señora preguntó ‘¿Para mí?’. El pequeño asintió con la cabeza. Ella aceptó coger unos cuantos, luego le agradeció.

Así continuó a lo largo de todo el bus, asiento por asiento. Una lluvia de agradecimientos se escuchó tras su paso. Unas señoras robustas predijeron que sería un santo o mínimo un sacerdote en el futuro. El niño no tenía idea de lo que significaba ‘sacerdote’.

La sonrisa no se le borraba. Una sonrisa real, en verdad se sentía bien consigo.

Cuando terminó de dar a todos los pasajeros del bus se sintió extremadamente feliz. Vio su bolsa de Cheetos, había mucho menos. Pero a cambio todos los demás habían comido de la misma bolsa.

Pensó, qué bonito.

Volvió al asiento de su papá. Él aún no entendía la actitud de su hijo, pero finalmente pensó que debía ser algo bueno. Decidieron compartir entre ambos lo poco que quedaba en la bolsa.

En los siguientes instantes trató de recordar otros momentos en los cuales hubo sentido esa misma felicidad. Sí, sí los hay…

Otro bache. Salir de este último lo hace volver al presente. Prefiere no volver a soñar más por ahora, la casa está cerca. Leer más

Atraco

No recuerda a este punto cómo es su verdadera silueta. La sombra que tiene delante le sugiere deformidad. Mira la de al lado, la sombra de su padre es un delgado extenso cono que concluye, en lo que parece, una cabeza de huevo diminuta. Se posa tras las dos sombras una nueva, más alta. Siente una frenada.

Una mano apunta contra la espalda del padre. Un largo susurro. ‘Dame todo tu real y no pasa nada chamo‘.

Siente el apretón de la mano de su padre. Envuelve la suya. Sabe que la causa reposa en la aparición del nuevo personaje. Alza la mirada. Un joven se concentra en el oído de su padre. En su mano derecha sostiene un colorete dorado, como el que usa su tía. Hace presión sobre la espalda de su padre. La otra mano, coge su hombro izquierdo. Llega hasta los ojos. Los detuvo en la mirada del muchacho. Desesperación y ferocidad. Antes había visto estos ojos, pero dónde.

‘No delante de mi hijo’. Dice el padre rompiendo el susurro. ‘No tengo nada de billete’, busca el primer objeto de valor rápidamente con la cabeza y concluye en su muñeca izquierda. Sin voltear al malandro, el padre desabrocha su reloj de pulsera y propone. ‘Te doy este reloj, sólo ándate’. El reloj se suspende en el aire, espera una respuesta.

Ahora la concentración del muchacho analiza detalladamente el reloj, no lo toca. Toma su tiempo, parece que la desesperación primera está desapareciendo. Da cuenta que el niño le persigue con los ojos. Un segundo, cruce de miradas. Por qué hace esto, por qué ese chamo es tan bromista con mi papá. Todo tiene un comienzo. ‘Hola’. Empieza el niño con una sonrisa.

Las cejas estiradas, los ojos abiertos de par en par. La sorpresa del ladrón ante la iniciativa del niño. El padre continúa inmóvil. El reloj, aún en el aire.

Otros segundos más de silencio. ‘Hola carajito‘. Al fin la respuesta. Despierta. Vuelve al reloj. Lo coge inmediatamente y procede a guardarlo en su bolsillo. Retrocede sin soltar el hombro de su papá. A una distancia corta, el correr.

El padre ya de vuelta, no logra ver el rostro del delincuente. Pierde de vista su rastro. No lo busca.

Siente las manos paternas que lo sostuvieron siempre, caer sobre sus hombros. Le sonríe. Su papá se agacha. A la misma altura, un abrazo extenso. Mira a su derecha, sólo existe una sombra, grande, ya como él. Leer más

Niño TV (Retransmisión)

Él subía al cuarto de su prima siempre que visitaba a la abuela. Encendía la tele‘ sabiendo que iba a dar con su programación diaria favorita.

A veces tenía la compañía de sus primos pero casi siempre se quedaba solo con el televisor prendido.

Trataba de sintonizar el canal 7 (canal estatal) al máximo para al fin lograr ver un muñeco marrón japonés llamado Gonta. Bailaba y bailaba, gruñía con un lenguaje animal inigualable. Él nunca supo qué animal quiso representar Gonta-kun.

Trataba de memorizar todos los episodios. Guardaba en su mente los ojitos de un cangrejo hecho con una cajita de leche. Un día le preguntó a su madre dónde podía conseguir esa caja de leche (pequeña y blanca) cuando la única leche que conocía era la de tarro marca Gloria.

Al lado del gran monigote, siempre escurridizo se encontraba NoppoSan. Este japonés demasiado hábil con las manos, todo lo que hacía era casi perfecto. Usaba siempre un sombrero extraño, pero él se encariñó con su aspecto.

Una voz femenina, era la narradora. Era una de las voces más positivas que había escuchado hasta el momento: estaba llena de pura viva curiosidad. Siempre tan cómplice del televidente. No sabía que manualidad estaba haciendo la dupla hasta que terminaba, y al finalizar para nada escondía su emoción por el acierto.

¿Puedo hacerlo yo? no era el único atractivo japonés para él. Había un programa cuyo fondo azul de la intro‘ iluminaba el cuarto. En ésta, aparecían y desaparecían mariposas y estrellas mientras se oía una tierna canción en un idioma foráneo.

El capítulo de este programa era un misterio. Sin embargo, siempre fue para él un gusto ver a esas marionetas ser reales. Sentir. Interactuar. Apasionarse.

Él recuerda la adaptación del cuento de la niña de los fósforos. Recuerda una quebrada voz. Recuerda que nevaba, el frío invadía su habitación cada vez que veía este cuento. Recuerda la mirada celeste de la niña títere, la desgreñada rubia cabellera, el desdén de los otros títeres: viejos enternados caminando abrigados hacia sus hogares. Recuerda que encendía sus fósforos por necesidad de calor. Recuerda que encontró a su abuela en esa tibieza momentánea, recuerda cómo era la abuela. Recuerda que el fósforo se consumió…

También recuerda de otros cuentos: un infierno, una mujer que encantada era un cisne, un niño mitad humano mitad mono (tan idéntico a Gokú de Dragon Ball), un labrador de tierras. Y no recuerda más.

Él cambiaba de canal cuando empezaba 1, 2, 3 Matemáticas con Niko y Tap, no soportaba ver el recorrido citadino de un lugar que no conocía en la búsqueda de números, figuras geométricas, colores, etc.

Y era fanático de La Familia Ness, Jimbo y Penny Crayon. Sabía que eran diferentes a los programas anteriores aunque nunca supo nada del Reino Unido hasta que llevó Geografía en el colegio.

Soñaba tener una crayola como Penny Crayon ¿quién no?

Le gustaban las canciones de las intro‘s de estas caricaturas. Las tarareaba sin saber qué lo que decía cada una. Solía sumergirse en las aventuras de sus personajes favoritos.

Luego estaba un perro gigante llamado Dinky, una marioneta marina parecida a una serpiente llamada Cecilio y un niño con una hélice en su gorrito llamado Benito.

Él reía con las boberías de un bebé pato superdesarrollado llamado Huey. Y un heroico perro que hablaba, su nombre UnderDog.

Aunque comerciales, coloridas y estereotipadas (eterna lucha del bien vs el mal), los norteamericanos cartoons fueron parte de su infancia también.

Él ahora tiene 19 años. Se está rompiendo el cerebro tratando de recordar todo lo que puede de su niño TV.

Tiene a su poder un recurso tan poderoso como el Internet. Es una lástima que no haya sido documentado cada capítulo de los programas que recuerda.

Sólo son cúmulos de ideas sueltas en su cabeza. Aparecen. Se esfuman.

Si tan sólo hubiera grabado un programa entero de ¿Puedo hacerlo yo?… si tan sólo hubiera escrito un cuento japonés para la posteridad… si tan sólo pudiera volver a llorar con el cuento de la niña de los fósforos… si tan sólo tuviera más memoria…

Pero él es un simple mortal… y acá acaba su transmisión.
 


                     ║Intro‘ de Jimbo and the Jetset║


Intro‘ de The Family Ness

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Frenesí mecánico

La fila de personas serpentea lentamente, se detiene unos minutos para otra vez volver a su infinito consumir, nos incita a entrar en ella.

La ves de lejos: ‘A esperar nomás, qué nos queda’. Pronto te unes y te sigue pareciendo ‘lenta’.

Impredecible llega. Sientes asco. Te apartas del resto y miras al suelo. Las huellas en la arena son ‘la historia anacrónica de la diversión’. Cierras los ojos para no marearte más. Por momentos la negra plataforma viene y va: la saliva salada.

Abres los ojos: ‘No voy a vomitar’. Piensas en otra cosa rápidamente y te incorporas a la cola una vez más.

‘Si así te sientes por la borrachera de ayer, cómo terminarás cuando estés en el juego mismo’

Estás demasiado cerca ahora. Te detienes para contemplar la máquina que te mira a unos pasos.

Metales gruesos a medio oxidar, neón multicolor, polvo sobre polvo, dinamismo momentáneo: mecanismo. Todo esto forma al monstruo gigante. Llamativo, imponente, no teme a enfrentarnos.
Nos obliga a gritar de satisfacción y de susto, pronto saborearé esa sensación.

Te late el cerebro. Quiere salir y destrozar tu cráneo. Quiere escapar, huir de ti y del monstruoso aparato frente tuyo.

Tratas de descansar la mirada en otro lado: hay una mano de niño bajo el juego que se desliza, levanta cúmulos de arena, busca algo.
Imprevisto, caen del cielo monedas. Suenan secas al impactar en la arena a los pies del gigante. La mano se pierde tras capturar algo de la pequeña fortuna.
Vuelve inmediatamente a asomar la palma ahora vacía. Esta vez el operador del juego cae en la astucia del niño.
Un fastidio cotidiano se hace notar en su ojeroso rostro. Suelta algunos insultos y a un pesado andar se dirige a la parte trasera del aparato eléctrico. Para cuando hubo llegado a su destino, la manita había desaparecido instantes atrás sujetando más monedas.

Llega tu turno: ‘Espero no vomitar’. Subes. Otro desganado operador mecánico [cual pieza adicional de la estructura metálica del monstruo] te ‘asegura’ la vida. Empieza la acción.

Siente como te eleva. Ahora te suspende. Continúa. Te divierte. El éxtasis te hace olvidar sobre esos mareos en la tierra. Te gusta el placer de este momento.
Unos segundos más. Unos segundos más.

Luego, caes: ‘¡Otra vez, otra vez! Necesito volver a subir’.

El gigante comienza a moverse nuevamente. Cobra vida, se alimenta de personas, nos reta. Leer más