CAUDILLLOS

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Seminario de Historia de América (2003-I)

Profesora: Cristina Ana Mazzeo

Alumno: Hugo Pereyra Plasencia

Asunto: Cuestionario sobre el tema Liberalismo/antiliberalismo, federalismo/unitarismo, regionalismo/centralismo, con énfasis en los casos del Río de la Plata y México en la primera mitad del siglo XIX

1) ¿Qué diferencia hace José Luis Romero entre el pensamiento político liberal y el antiliberal?

Para Romero, el pensamiento liberal hunde sus raíces en las ideas francesas iluministas del siglo XVIII, vale decir en la concepción de un orden político republicano basado en las libertades inalienables del individuo. En términos generales, es un pensamiento que aparece asociado a las burguesías (o proto burguesías) ascendentes.

En la orilla opuesta, y a grandes rasgos, un pensamiento político antiliberal fue invocado y utilizado por los grupos señoriales de América hispánica, con un tono casi uniformemente extremista y fanático. Para estos grupos el liberalismo era “ateísmo, caos, desenfreno […]; signo del regicidio y del terror; de la insolencia de las clases populares en ascenso así como de la anarquía y la crisis económica”

La anterior es una representación esquemática que tuvo, en la práctica, muchos matices.

La configuración de estos matices, tanto en la visión liberal como en la antiliberal, tuvo una relación directa con el resultado que produjo el choque entre el pensamiento propiamente dicho y las realidades sociales y económicas. La realidad hizo que muchos liberales extremistas de la primera hora atemperaran sus posiciones iniciales, ya sea para consolidar los objetivos políticos alcanzados (o sus propias posiciones individuales), o también para contener amenazantes tensiones sociales, desatadas por las independencias en el seno de las clases populares y de nuevos grupos sociales. De otro lado, la derecha antiliberal buscó, en todos los casos, detener, o al menos frenar, el proceso de cambios.

En un pasaje poco destacado de su texto, Romero habla del “antes inflamado republicano” Bernardo Monteagudo que terminó colaborando con San Martín en el Perú en la formulación de un proyecto monárquico. En lo que fue un caso muy generalizado en la historia de las revoluciones hispanoamericanas, Monteagudo pasó de radical cuasi jacobino a posiciones moderadas que buscaban un mínimo principio de orden. Confrontado con la realidad, el liberalismo se derechizó. Los casos de Monteagudo y de San Martín grafican la primera gran vertiente de este pensamiento político de la derecha liberal: el pensamiento monárquico liberal. Romero ubica aquí no sólo el monarquismo de San Martín y de los liberales del Río de la Plata, sino también el Imperio Mexicano de Iturbide y la monarquía constitucional brasileña. Con relación al caso mexicano, testimonios de la época señalan que Iturbide hubo de pagar tributo a las costumbres formadas en trescientos años, las opiniones establecidas, los intereses creados y el respeto que infundía el nombre y la autoridad del monarca, conservando una forma de gobierno (en palabras del contemporáneo Lucas Alamán) “a que la nación estaba acostumbrada”. Con relación al caso del Brasil, el propio emperador llegó a expresar en 1823 que el sistema monárquico constitucional era el único que se debía adoptar “en un gran Estado […] cuya gran extensión quedaría expuesta a formidables convulsiones si no tuviese en la institución monárquica un centro de garantía que afianzase su seguridad”. Cabe observar que, en cierto momento, el pensamiento monárquico liberal llegó incluso a seducir al mismo Bolívar.

La segunda gran vertiente del pensamiento político de la derecha liberal fue el pensamiento republicano autoritario. Esta corriente caracterizó a los partidarios del orden que conservaban, no obstante, un resabio de rechazo liberal a la posibilidad de enajenar la soberanía en beneficio de una organización monárquica. El modelo de estado republicano autoritario fue la constitución boliviana de 1826, inspirada por Simón Bolívar: senado hereditario, poder ejecutivo vitalicio. Este modelo de poder constitucional fuerte, efímero en su aplicación concreta, inspiró posteriormente a experiencias que alguna vez fueron llamadas impropiamente dictatoriales, tales como el régimen de Ramón Castilla en el Perú. No obstante, el más notable y duradero caso de republicanismo autoritario fue diseñado por la aristocracia chilena y, específicamente, por la acción política de Diego Portales, ese “gran revolucionario de los hechos”. En este esquema coexistían un poderoso autoritarismo presidencialista con un agudo pragmatismo. Elementos claves fueron la ausencia de presiones ideológicas, un estado fuerte (que a todos afectaba y que —creemos— probablemente terminó inspirando el lema “por la razón o por la fuerza”), la apuesta por la economía abierta y el libre comercio, y (elemento éste último que no es citado por Romero) una lúcida conciencia de los intereses geopolíticos de la nación chilena. Si los modelos se miden por su durabilidad y por sus buenos resultados, esta alternativa pareció ser, en perspectiva secular, la opción mejor concebida (facilitada, es cierto, por la pequeñez del país y por su relativa homogeneidad racial).

Si bien los rasgos generales de la derecha antiliberal ya han sido esbozados líneas arriba, Romero menciona tres casos de “singular significación”. En el Paraguay de tiempos del doctor Francia y de Francisco Solano López, Romero comenta que, sólo en un caso, el primero de los citados no fue un ultramontano conservador: en su enfrentamiento con la Iglesia, a la que siempre buscó someter al control del Estado. Adherido al pensamiento tradicional español previo a la Independencia, Francia caracterizó su régimen por el autoritarismo y por la centralización. También defendió un etnocentrismo feroz que destacaba la peculiaridad paraguaya, herencia arcaica de los viejos conquistadores y —según Romero— “antecedente de los nacionalismos latinoamericanos”. De otro lado, Francisco Solano López se aproximó a un pensamiento monárquico, aunque de ninguna manera constitucional (al estilo brasileño), sino absoluto y apoyado en una vigorosa fuerza militar.

El segundo caso que cita Romero es el de la Argentina en la época de Rosas. Como Francia, el tirano bonaerense tuvo una auténtica obsesión por preservar el orden de la vieja sociedad de la era pre-revolucionaria. La peculiaridad de Rosas parece haber residido en un enfoque pragmático de la política que lo llevó a sostener que “la fijación del orden nacional era prematura ya que no se había alcanzado un orden de las distintas regiones y provincias”. Rosas fue expresión de las tradiciones sociales de los estancieros que, por entonces, hacían grandes ganancias exportando cueros y carne salada. Asumiendo el punto de vista de Sarmiento (sin mayor crítica), Romero hace suya la expresión de que Rosas gobernó al país como a una estancia.

Finalmente, en el Ecuador de la época de García Moreno, describe un modelo semejante a los anteriores en términos de autoritarismo policial, pero diferente en el estímulo de ciertas formas de desarrollo económico moderno. No obstante, eran una “civilización” y un “progreso” que no suponían un régimen de libertades públicas, una modificación de la estructura agraria tradicional, ni una relación moderna con el poder de la Iglesia

2) Describa los distintos mecanismos a través de los cuales México consolidó el regionalismo en oposición al centralismo

Aspectos generales

La configuración de “entidades federativas” (estatales) estables y organizadas a partir de la Independencia, como un balance (e incluso oposición) al centralismo de raíz colonial de la antigua capital virreinal, fue la expresión política de la afirmación de un “regionalismo” en México. Se trató de una configuración de estados regionales que reconoce su origen en transformaciones que tuvieron lugar en la dimensión celular de los citados estados, vale decir, en la transformación de los pueblos coloniales en municipios basados en el principio liberal de la elección de autoridades. En esta transformación, las antiguas autoridades y prácticas políticas heredadas de la colonia se entrelazaron con las nuevas libertades garantizadas por las constituciones de 1812, 1814 y 1824. Alicia Hernández señala que “la fuerza que cobra el ayuntamiento-municipio como centro de identidad de sus pobladores fue posible precisamente porque no representó una ruptura o destrucción del gobierno consuetudinario [de derecho ancestral, basado en la costumbre]” (p.35).

Visto en perspectiva, desde la Independencia hasta el momento inmediatamente anterior a la promulgación de la constitución liberal de 1857, este desarrollo, donde se aprecia como grandes protagonistas a los estados federales del interior, tuvo como “gran novedad […] la capacidad de cada territorio, provincia o estado de México de impedir la anarquía política y la suspensión de la colaboración social […] la transformación histórica no fue ni caótica ni anárquica. En efecto, la gobernabilidad de los estados fue regulada a partir de una ciudadanía y un cuerpo de notables responsables, con gran capacidad para organizar y administrar ayuntamientos, distritos y estados. El resultado fue que a lo largo de un gobierno local de fuerte sesgo confederal se moldeó y conformó una cultura política que preparó el terreno para la revolución liberal y el tránsito efectivo de una fuerte representación territorial a la República Federal mexicana, claramente definida por primera vez en la Constitución de 1857” (p.45).

No obstante, el regionalismo mexicano (sustentado en los estados y en la organización celular que estaba detrás de cada uno de ellos), si bien preparó el camino para el desarrollo de una tradición política moderna y propia, tuvo una consecuencia negativa: la debilidad del gobierno nacional para hacer frente a las amenazas extranjeras. El desarrollo más dramático tuvo lugar cuando los norteamericanos ocuparon el país y cercenaron un tercio del territorio nacional. Según Zoraida Vázquez, ni federalistas ni centralistas pudieron encontrar la fórmula para imponer su autoridad sobre el territorio: “La desarticulación entre el gobierno nacional y los estatales o departamentales persistió durante el período, sin importar el sistema de gobierno y sólo se moderó después de la invasión norteamericana” (p.46). Vázquez también habla de la influencia de las elites de los estados, que favorecieron casi siempre gobiernos centrales débiles. Hernández es más explícita: comentando el entorno mexicano hacia la promulgación de la Constitución de 1824 señaló que la “fuerza de las elites locales se derivó, en buena medida, de su vinculación con bases populares en sus pueblos. Ambas comprendieron, a su vez, que su fuerza dependía de sus sólidas autonomías, las cuales les garantizaban mayor independencia de la elite política y económica de la ciudad de México” (pp. 30 y s.)

Según Hernández, la afirmación de las identidades de las regiones apuntó, en el tiempo que corre desde fines de la Independencia hasta la revolución liberal, hacia una laxa organización de tipo confederal: “…la región y el estado se configuran como una realidad no sólo geográfica sino también de comportamiento, de identidad. Esta dimensión de los municipios y de los estados es la que impidió que el espacio mexicano fuera concebido como único, como una nación, y fuera en cambio concebido como asociación de regiones-estados, es decir, como una confederación” (p.38)

Apreciación de detalle sobre la génesis del fortalecimiento de los estados en México

El proceso que condujo a la aparición de una cultura política republicana propiamente mexicana con la organización liberal de mediados del siglo XIX, se inició, según Hernández, en las postrimerías de la era colonial, con la gradual erosión del modelo estamental, como consecuencia del crecimiento de la población mestiza hacia una sociedad multiétnica, y por medio del proceso de crecimiento de la economía, que fue mucho más allá de la simple extensión de las haciendas. Se trató de un contexto caracterizado por una mayor demanda de bienes agrícolas y manufactureros, y por una mayor mercantilización regional e interregional. Sobre este proceso socioeconómico inédito en México comenzaron a ser impuestas las reformas borbónicas que “trataron por primera vez en la historia de México de centralizar política y administrativamente el país” (p.19).

La invasión napoleónica de España en 1808, la crisis de la monarquía y, sobre todo, la difusión de la Constitución liberal de Cádiz, abrieron las puertas para la transformación de los pueblos en municipios, de los súbditos en ciudadanos, y para la aparición de una clase política (muchas veces sustitutiva de los antiguos cacicazgos) cuya acción se fundamentaba en el principio republicano de la electividad. “El voto era el reflejo de una nueva forma de organización política que engarzó el poder municipal con el estatal y éste con el federal, rompiendo gradualmente la sociedad aún organizada por cuerpos […] A partir del ayuntamiento se hace política efectiva y se organizan los vecinos, los ciudadanos, y por ellos es la célula básica [destacado nuestro] que garantiza un mínimo de gobernabilidad del país”. En general, el impacto local de la Constitución de Cádiz fue notable: entre 1812 y 1814 se organizaron casi 900 ayuntamientos constitucionales. De hecho, su impacto como vía pacífica de reforma contribuyó a restar fuerzas a los movimientos revolucionarios de la época. La herencia gaditana se fundió con una vieja tradición de autogobierno, basada en el derecho consuetudinario colonial y, posteriormente, con innovaciones del pensamiento liberal mexicano.

Resumiendo la mayor parte de los elementos anteriores, ha dicho Hernández: “…podemos decir que la trama social se tejió a partir de los pueblos que eran los nudos de una malla que mantuvo a las distintas regiones del país unidas después de la Independencia y que convergían en sus cabeceras y finalmente en la capital de su entidad federativa. Las mantuvo unidas porque los municipios y alcaldías auxiliares no fueron solamente los nudos de una organización política sino también los nudos de una organización social que a través de lazos de parentesco, compadrazgo, tratos de negocios, intercambio comercial, etcétera, que alentó el entendimiento entre los notables de las diferentes localidades de la misma región. La conformación de los estados de la Federación encontró así su fundamento político y social en los municipios, los cuales asumían la característica, una vez establecida la República federal de 1824, de ser el mecanismo esencial para la elección de los representantes en el Congreso de la Unión, del presidente de la República y de la Suprema Corte de Justicia” (pp. 29 y s.)

El tema de la viabilidad de las entidades estatales estuvo siempre presente. En México, no obstante, los estados conservaron el disfrute del impuesto de la alcabala (el impuesto sobre el comercio interior).

Observaciones críticas

Así como Zoraida Vázquez señala que los enfoques históricos del pasado destacaron demasiado la “dictadura” de Santa Anna y el “caos” de México en la primera mitad del siglo XIX a partir de la Independencia, así también podemos señalar que la nueva historiografía mexicana enfatiza desmesuradamente, e incluso con tonos demasiado idílicos, el desarrollo, durante el siglo XIX, de una tradición política sofisticada y avanzada.

Entendemos que uno de los objetivos de este curso es el de procurar entender situaciones del presente a la luz del pasado. A juzgar por el escaso civismo del pueblo mexicano de hoy, así como por la casi estructural y desmesurada utilización de mecanismos políticos negativos como la corrupción y la violencia política, resulta difícil ubicar como antecedentes del presente a los desarrollos políticos decimonónicos descritos por Hernández. Una de dos: a) o se trata de un caso de dulcificación intencional del pasado (tan en la línea de cierta historiografía latinoamericana colaboradora con el poder), o b) del retrato de una tradición política mexicana de corte liberal moderna y muy adecuada a la realidad del país, que terminó siendo barrida posteriormente por el autoritarismo de Porfirio Díaz o, quizá más probablemente, por el nefasto corporativismo del PRI ya en el siglo XX. Desde un punto de vista más benévolo (aunque quizá con mayor poder explicativo) es probable que los trabajos de Hernández y de Vázquez se inscriban dentro de una corriente historiográfica muy recientemente influida por el ambiente político mexicano posterior a la firma del Tratado de Libre Comercio con los EEUU, a partir del gobierno del presidente Salinas de Gortari, donde este último país ya no aparece como adversario, sino como socio, y hasta como modelo, de México. Desde esta perspectiva, y como los EEUU, México también busca las raíces de su actual modernidad en avanzados desarrollos constitucionales y cívicos, algunos de ellos muy remotos, basados en la afirmación de las libertades individuales. Esta orientación explicaría, entre otras cosas, la virtual desaparición de la influencia de Santa Anna en muchos de los textos que hablan de la historia mexicana durante la primera mitad del siglo XIX, así como la milagrosa volatilización del caos político que debió existir en ese tiempo, para ser sustituido, ideológicamente, por el fresco histórico de un ejemplar y asombrosamente temprano proceso de maduración política, sólo comparable en Hispanoamérica al caso chileno.

3) ¿Cómo se resuelve el caso de la federación argentina?

El texto de Chiaramonte El federalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX busca criticar tres lugares comunes de la historia argentina que tienen una relación directa con la pregunta planteada:

a) Las “provincias argentinas” de la época de Rosas formaron parte de una nación pre-existente.

b) La aparición del federalismo nacional argentino de 1853 fue producto de la previa política de pactos entre esas “provincias”

c) El predominio del Buenos Aires de Rosas sobre las “provincias” fue una forma del proceso de unificación nacional.

Con relación al punto a) Chiaramonte destaca con lucidez que las “provincias” del tiempo de Rosas fueron, en realidad, estados independientes unidos por una débil forma confederal que más bien se parecía a una alianza (Buenos Aires dominaba por el terror, hacía de árbitro oficioso en los conflictos “interprovinciales” y se ocupaba —con ciertos altibajos— de las relaciones exteriores del conjunto). El autor hace un fino análisis semántico que devela esta mala utilización del término: las provincias del tiempo colonial eran parte del virreinato, mientras que las “provincias” de la época de Rosas mantenían relaciones diplomáticas —propias de estados independientes— con sus similares del área rioplatense. Tampoco eran “argentinas”, pues este término se usaba para designar únicamente a Buenos Aires.

El lugar común b) tiene su origen en una interpretación “unilateralmente jurídica” (desapegada de la realidad política) del texto constitucional de 1854: “Por el contrario, la negación [destacado nuestro] de lo que se expresaba en la política de pactos hizo posible el Estado federal argentino nacido en 1853”. En efecto, los “pactos” fueron realizados entre estados soberanos independientes llamados arbitrariamente “provincias”.

Frente al punto c) Chiaramonte afirma que no hubo proceso de unificación nacional bajo el régimen de Rosas, sino precisamente lo que suele ocurrir con las confederaciones de estados independientes: el estado más fuerte trata de someter a los demás. Se trató de un predominio bonaerense y de un sometimiento por miedo, pero no de la forja de una organización nacional, que recién aparece en 1853.

Entre las causas de la transición entre el régimen confederal de facto (entre 1810 y 1853 lo que hoy es Argentina careció de texto constitucional y de estructura estatal permanente) y el despojamiento voluntario de su soberanía por parte de las “provincias” en tiempo de Urquiza, Chiaramonte incluye la necesidad de disminuir el poder de Buenos Aires (privilegiado por su posición geográfica y por sus recursos materiales y humanos) compensando la dispersión de la soberanía propia de todo orden confederal. Otras causas pudieron ser la influencia personal de Urquiza; la flexibilización de personalidades como Alberdi que alcanzó a hablar de la posibilidad de unir las posiciones federales y unitarias; y la interrelación que tuvo lugar entre las “provincias argentinas” a lo largo de los 20 años posteriores al Pacto Federal de 1831. Con todo, Chiaramonte no es concluyente y sostiene que este tema de las causas merecería “un mayor examen”. (p. 126)

Comentario

Llama la atención una extraordinaria coincidencia en los procesos históricos mexicano y argentino: durante la mayor parte del período que siguió a la Independencia, hasta la década del cincuenta del siglo XIX, predominó en ambos espacios, en la práctica, un sistema confederal (unión de estados independientes que delegan el manejo de los asuntos exteriores a una entidad central). La unión nacional, propiamente dicha es, en ambos casos, un fenómeno de la segunda mitad del siglo XIX: los estados mexicanos y las “provincias” argentinas recortan sus respectivas soberanías y dan pie para el establecimiento de sendos poderes federales nacionales.

Otra coincidencia parece ubicarse en la presencia de un hombre fuerte en ese largo período que precedió al orden nacional en ambos territorios: Rosas en el Río de la Plata y Santa Anna en México (aunque Zoraida Vázquez no estuviera de acuerdo con esta afirmación). ¿Fue necesario e inevitable un orden autoritario en este período que precedió aparición de un orden más moderno a mediados de siglo? Si el autoritarismo fue necesario y dio frutos en el Chile de ese tiempo, con mucho mayor razón pudo ser necesario en ámbitos territoriales tan gigantescos y variados como el argentino (o el mexicano, si los modernos historiadores mexicanos dieran su venia) ¿Pudo ser controlada la anarquía que siguió a la Independencia por otros métodos distintos a los que aplicó Rosas en el área rioplatense de los años treinta y cuarenta del siglo XIX? El texto de Chiaramonte no es contundente al momento de explicar las causas reales de este tránsito entre el peculiar régimen confederal del tiempo de Rosas y el orden nacional federal que comienza a impulsar Urquiza. El autor arguye la inexistencia de trabajos detallados que expliquen esta transición en la que “provincias” antes independientes aceptan limitar su soberanía. Sin embargo, nos atreveríamos a señalar que, dentro de las entrañas del mismo (oscurantista) Río de la Plata de tiempos de Rosas, se pudo ir gestando un gradual proceso de modernización económica y de maduración cívica colectiva que, ya en la década del cincuenta del siglo XIX, coincidió felizmente con las concepciones personales (y con el poder) del general Urquiza. De hecho, este fenómeno de “incubación” de fuerzas progresistas dentro de una dictadura ha sido frecuente en distintos lugares y fases de la historia. Nadie niega que Rosas gobernó a favor de los grupos señoriales (que eran los suyos) y que negó libertades básicas. Pero también es cierto que su largo régimen parece haber “dado tiempo” para la maduración de formas superiores de gobierno, antes de que la anarquía y el desorden que siguieron a la Independencia asolaran o debilitaran irremediablemente al naciente país.

4) ¿Qué sostiene Tulio Halperin sobre los liberalismos argentino y mexicano?

Halperin sostiene que hubo una radical diferencia entre los liberalismos argentino y mexicano, tanto en lo que se refiere al recuerdo popular que hoy se tiene de ellos, como a su gestación y existencia mismas en sus respectivos contextos históricos.

El liberalismo de Juárez rompe con el pasado (colonial e incluso prehispánico) y se proyecta hacia un futuro distinto y más moderno, superándolo. También es un liberalismo nacionalista que nace al calor de las luchas mexicanas contra intervenciones extranjeras, en particular, la de Maximiliano apoyado por tropas francesas. Este liberalismo se enfrentó y acabó con grupos conservadores mexicanos que incluso pactaron con los franceses. También atacó directamente a la Iglesia.

El liberalismo argentino del siglo XIX habla, por el contrario, de una nacionalidad que ha “unido su destino al de la expansión europea a la que debía su existencia” (p.155). El entorno internacional, y particularmente el europeo, es más visto como oportunidad para las ventajas comparativas de la Argentina que como peligro militar. Frente a la agresión de España contra el Perú y Chile, “mientras Sarmiento se identifica fervorosamente con los agredidos, el presidente Mitre se rehúsa en cambio a hacerlo, proclamando que la Argentina se siente tan cercana a Europa como a las repúblicas hermanas” (p. 145). Según este pensamiento liberal hay una “peculiaridad” argentina en Hispanoamérica: “en Buenos Aires el liberalismo quiere ser la expresión política de esa sociedad misma, y edificarse sobre los cimientos de su pasado” (p.150). Halperin sugiere que el liberalismo argentino forjó un orden minuciosamente institucionalizado para evitar desbordes de fuerzas populares. Se le llegó a denunciar un carácter oligárquico (p.162). El liberalismo argentino duró mientras las clases populares argentinas sintieron, en forma tangible, los beneficios inmediatos de una inserción internacional con el mundo.

Con relación al recuerdo de estas ideologías, el liberalismo mexicano se adaptó muy bien a las diferentes circunstancias históricas y fue invocado lo mismo por Porfirio Díaz que por Plutarco Elías Calles. Todavía hoy es un pensamiento recordado con respeto por la mayor parte de la clase política y del pueblo mexicanos. En una celebración popular nacionalista, el pueblo mexicano sacaría hoy a las calles, en son de celebración y con tintes de orgullo, las imágenes de Hidalgo y del liberal Juárez.

El liberalismo argentino, asociado a la oligarquía, se hundió para no levantar cabeza desde comienzos del siglo XX. Según Halperin, en 1973, al concluir la dictadura militar en la Argentina, las calles fueron adornadas con la figura de Juan Manuel de Rosas, el “tirano”. Se deduce que a nadie se le habría ocurrido sacar las imágenes de Alberdi y de otros liberales de su tiempo, tachados hoy de carecer una dimensión nacionalista en su ideario. En realidad, como hemos visto, no fue así: manejaron una imagen histórica de la Argentina muy peculiar, pero también, al fin y al cabo, nacionalista a su manera. Lo que sí es seguro es que, para un argentino de hoy, Rosas (con todo su carga oscurantista) defendió en su época un nacionalismo más convencional.

5) ¿Qué quiere expresar David Brading en el texto Civilización y Barbarie de Orbe Indiano?

En su peculiar estilo, Brading ofrece un fresco histórico del período situado entre la Independencia y “las décadas intermedias del siglo XIX [cuando] surgieron [en Hispanoamérica] estadistas que lograron dominar las diversas fuerzas que habían sumido al hemisferio [ en el ] desorden, hombres que predicaban la reforma liberal, pero cuya realización sería la recreación del Estado” (p.698). Brading retrata así esta época turbulenta: “Era bastante fácil incitar a las masas rurales a la rebelión contra la Corona española y sus autoridades constituidas: considerablemente más difícil era contener a las bandas frecuentemente salvajes que surgieron durante las guerras civiles consiguientes […] la destrucción de la autoridad tradicional de la Corona entrañó la erosión de casi todas las formas de deferencia política, de modo que, a veces, la violencia fue la única base de gobierno” (pp. 697 ys).

El título del capítulo reseñado alude al común denominador de la época: “la barbarie”. Civilización y barbarie fue el libro más famoso de Sarmiento, estadista, periodista y educador argentino que llegó a ser presidente de su país. Sarmiento fue el gran difusor de las famosas dicotomías antitéticas civilización/barbarie, libertad/despotismo, progreso/estancamiento, ciudades/desierto, Europa/América. Lo americano —que había que extirpar—era, así, bárbaro, despótico, atrasado y rural. Dentro de esta peculiar y estrecha visión del mundo, elementos como la herencia española, la religión popular de raíz católica y los pueblos indígenas de la Argentina eran por igual rechazados con igual virulencia que lo “americano”. Europa, por el contrario, era el venero del cual brotaban todas las bondades de la civilización. Incomprensible (y hasta risible) para nosotros, esta visión no lo es tanto cuando se hace un esfuerzo para colocarla en su contexto: Sarmiento procedía de una típica familia criolla de abolengo empobrecida que vio sus expectativas de desarrollo personal frustradas en su primera juventud por la violenta irrupción de los caudillos locales, y de sus bárbaros soldados y jinetes (que ciertamente justifican en este caso el adjetivo). Precisamente Civilización y barbarie trata de la vida de Juan Facundo Quiroga, quien fue sin duda el más siniestro de estos caciques rurales. En esta línea de pensamiento, Sarmiento afirmó que el tirano Rosas había llevado a la ciudad todos los valores del “desierto” y que, consecuentemente, había gobernado el país como si fuera una estancia.

La siguiente “ventana” para la apreciación de esta época es de naturaleza anglosajona. Brading estudia al viajero John Lloyd Stephens, y a los historiadores Washington Irving y William Hickling Prescott, cuyos textos rezuman prejuicios románticos, liberales y protestantes. Stephens viajero en Guatemala y conocedor del caudillo mestizo Rafael Carrera, presentó en su célebre libro de 1841 “un contraste entre una civilización antigua, ya olvidada, y la barbarie política contemporánea” (p. 678). Por su parte, Prescott, a quien “repugnaban” la falta, en el “pecho del peruano”, de ambición, avaricia, amor al cambio y espíritu de descontento; destacaba, por contraste (en sus propias palabras), la imagen opuesta de “nuestra propia república libre en que cualquiera puede aspirar a los altos honores y labrarse una fortuna” (p. 682).

Brading concluye este texto con el análisis de la obra del criollo mexicano Carlos María de Bustamante, autor del Cuadro histórico de la Revolución de América mexicana. Bustamante aparece retratado como el criollo nacionalista que pinta —arbitrariamente— las insurrecciones de Hidalgo y de Morelos como la lucha de una nación mexicana existente desde la época de la conquista española, que comenzaba a recobrar su libertad “después de 300 años de régimen colonial” (p. 685). Brading muestra a Bustamente como el típico criollo cuyos sentimientos nacionalistas son atemperados por el temor social: criticó a Vicente Guerrero por incitar a los indios a exigir tierras pertenecientes a las grandes fincas (p.691).

Como se ve, en el capítulo Civilización y barbarie, Brading busca reconstruir esta época en base a textos de sus propios contemporáneos, tanto foráneos como hispanoamericanos. Hablamos de pensadores, periodistas, viajeros y estadistas concretos que, a juzgar por los testimonios que dejaron, vieron por momentos la realidad en forma lúcida, pero también —quizás las más de las veces— a través del lente de sus prejuicios.
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JORGE PLASENCIA MALPICA

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Jorge Plasencia Malpica (1936-1989)

El embajador Jorge Plasencia Malpica nació en Cajamarca el 2 de enero de 1936. Fue hijo de doña Isabel Malpica Rivarola y del magistrado Andrés Plasencia Saldaña, personalidades ambas de hondas raíces en ese departamento.

Hizo sus primeros estudios escolares en Cajamarca y en Trujillo. Concluyó la formación Secundaria en el Colegio Militar Leoncio Prado del Callao, institución educativa a la que estuvo permanentemente vinculado.

Jorge Plasencia destacó desde su adolescencia por un notable sentido y tacto políticos, a los que añadía una gran simpatía. Como ocurrió en el caso de tantas personalidades fuera de lo común, la dureza de la vida de esos años, signada por el autoritarismo político y por persecuciones de las que su familia llegó, desafortunadamente, a ser víctima, no afectaron su bonhomía ni su disposición a encarar los problemas con extraordinario optimismo. Esta vocación y esta calidad personales se hicieron aún más patentes desde sus años universitarios, en las aulas de San Marcos, donde fue estudiante de Historia y Derecho entre fines de los años 1950 y comienzos de los años 1960, y donde llegó a ser importante dirigente estudiantil. A esta etapa de su vida corresponde también su estrecha amistad con eminentes catedráticos y maestros sanmarquinos, entre los que destacaban Ella Dumbar Temple, Luis Alberto Sánchez y Raúl Porras Barrenechea. De su calidad como fino actor político dieron siempre reiteradas muestras de admiración grandes personalidades de la escena nacional, algunas de ellas ya desaparecidas, como Víctor Raúl Haya de la Torre, Fernando Belaunde Terry y su entrañable primo hermano Carlos Malpica Silva-Santisteban.

El 30 de mayo de 1962, luego de egresar de la Academia Diplomática del Perú, Jorge Plasencia fue inscrito en el escalafón del Servicio Diplomático de la República en calidad de Tercer Secretario. Dio así inicio a una nueva etapa en su vida en la que comenzó a canalizar sus energías, su creatividad y su carisma al servicio del Estado, en el delicado ámbito de la Diplomacia y de la Política Exterior.

Entre los hitos iniciales de su carrera diplomática y consular cabe mencionar sus nombramientos como Vicecónsul en el puerto italiano de Génova y como Tercer Secretario en la Embajada en Holanda en 1964, como Cónsul Adscrito al Consulado General en París en 1969, como Primer Secretario de la Embajada en la República Popular de Polonia en 1973, como Consejero de la Embajada en la República Árabe de Egipto en 1976 (donde fue nombrado otra vez en 1979), como Subdirector de Organismos Internacionales en la Cancillería en Lima en 1979, y como Ministro Consejero en la Representación Permanente ante la OEA en 1981.

En 1980 fue distinguido por el gobierno de Egipto con la Orden al Mérito en Primer Grado, que le fue impuesta en la embajada de dicho país en Lima como un reconocimiento a su destacada labor en el estrechamiento de las relaciones bilaterales peruano-egipcias.

Entre los países donde sirvió en la primera etapa de su carrera diplomática, Jorge Plasencia tuvo una estrecha vinculación con Italia, Francia y, especialmente, con Egipto. Refiriéndose alguna vez al impactante puerto mediterráneo de Alejandría, tan cargado de Historia, dijo sentirse él mismo, alguna vez, casi como un “alejandrino de corazón”. A ello ayudaba, por cierto, su agradable aspecto físico de hombre alto y moreno, que lo hacía muy parecido, por no decir idéntico, a los hombres de esas tierras tan lejanas y exóticas. En general, cabe comentar que Jorge Plasencia fue un peruano universal, siempre orgulloso de sus orígenes y de su Patria (a la que llamaba la tierra de nuestros manes), pero también sintonizado creativamente con otras culturas, a las que amó como si hubieran sido las suyas propias. Hombre culto, dominaba el inglés, el italiano y el francés, y estaba siempre al día con las grandes corrientes de pensamiento mundial. Era también de temperamento musical, con una predilección especial por la ópera italiana.

Como representante oficial del Perú, y teniendo todavía rango de Ministro, fue nombrado Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en la República Árabe de Egipto en 1984. Continuó en este puesto en 1986, ya con el rango diplomático de Embajador. Al año siguiente, presentó cartas credenciales ante el presidente Mario Soares como Embajador en Portugal, donde trabajó hasta entrado el año 1989. Su nombramiento como Embajador en Egipto motivó un cable que le dirigió a Lima, desde El Cairo, su amigo Boutros Boutros Galli, futuro Secretario General de las Naciones Unidas. El cable decía escuetamente mabrouk, que en lengua árabe quiere decir, breve aunque elocuentemente, felicitaciones.

Jorge Plasencia Malpica falleció en Lima el 13 de diciembre de 1989. De él dijo alguna vez el embajador Javier Pérez de Cuellar, su colega en Torre Tagle, que había sido uno de los diplomáticos más finos y con mayor sentido político que habían pasado por la Cancillería. Al margen de sus méritos profesionales, que jamás separó de sus sentimientos y valores más profundos, será recordado por su extraordinaria calidad humana, por su sentido del humor y por su generosidad sin par.

Lima, 7 de febrero de 2005

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VIEJOS RECUERDOS

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LA CUNA

Estoy en una cuna con barandas. No puedo salir. Me da la impresión de que trato de decir algo, pero no puedo. Busco trasponer las barandas, liberarme forcejeando, pero es inútil. Desde mi prisión en la cuna, veo a mi padre, a través de la puerta del cuarto, en otro ámbito de la casa, que se dirige a las escaleras, casi arrojándose a ellas, gritando, como si hubiera tenido lugar algún accidente gravísimo. Corre como si de su llegada rápido a la planta baja dependiera la vida de alguien. Creo ver a mi madre siguiéndolo, también angustiada. Gritos en la planta baja. Yo me pongo a llorar. No puedo sobrepasar la reja de mi cuna.

(Mi primer recuerdo.¿1959? ¿1960?, ¿1961?)

ELCOMBATE DE IQUIQUE

Luego de una muestra de pinturas infantiles sobre el combate naval de Iquique, cuyo tema central era el heroísmo de Arturo Prat, mi madre conversa con mi profesora del British High School quien le dice, riéndose: “Muy bonito el trabajo de Huguito, sólo que es el único que ha mostrado a la Esmeralda yéndose a pique, con sus tripulantes ahogándose en el mar”.

Todos mis otros compañeros chilenos habían pintado a Prat abordando el Huáscar, con gesto fiero y con su espada desenvainada.

(En el British High School de Santiago de Chile, hacia 1965. También creo recordar que en mi pintura infantil aparecía, junto al hundimiento de la Esmeralda, un Huáscar orgulloso con su bandera peruana al tope)

“EL BRUJO SE ME ESCAPÓ, MI MAYOR”

Mi madre hojea el suplemento de un periódico. Estamos en la cama del departamento en Santiago. Veo claramente un título que dice “El ´Brujo´ se me escapó, mi mayor”. Mi madre me dice que el artículo se refiere a Cáceres, el “Brujo de los Andes”, héroe peruano de la Guerra del Pacífico.

(Santiago de Chile, 1965)

LAS ESMERALDAS DE ALFONSO UGARTE

Estoy en Arica, en la playa La Lisera, junto a mi madre. Todo sabe a sal y a felicidad. Yo había encontrado unas conchitas estupendas de color verde. Mi madre me dijo que eran esmeraldas. Ella me señala con el dedo la cumbre del Morro y me dice: “Mira hijito, por allí se arrojó Alfonso Ugarte, con su caballo blanco, cuando los chilenos lo rodearon. Tenía en una mano la bandera peruana y, en la otra, un puñado de esmeraldas”.

Por eso había esmeraldas en la playa La Lisera.

(Arica, 1965)

EL TEMPORAL

Salgo de mi colegio, el “British High School”, hacia la calle. A lo lejos, en las casas del frente, calaminas se desprenden del techo y vuelan como si fueran plumas. Siento en la cara un viento desconocido para mi, que llega al extremo de impedirme respirar bien. Hace mucho frío. No sé por qué he salido a la calle. Hay un sabor a aventura y novedad en todo esto, pero no llego a comprender bien lo que está pasando. Sólo sé que estoy allí, con mi abrigo, contemplando algo rarísimo y violento.

(Santiago de Chile, 1965)

EL FUNICULAR

Me subo, saltando, a un vehículo raro. Su interior es anaranjado brillante (de pintura esmalte) y tiene dos bancas mirándose frente a frente. Por la ventana, las cosas y el paisaje comienzan a moverse. Cuesta abajo, como una caja de fósforos gigante, el funicular baja lento por su carril desde la parte superior del Cerro “San Cristóbal”. Poco antes he estado al pie de una estatua, que me parece inmensa.

(Santiago de Chile, entre 1964 y 1965)

EL PARQUE COUSIÑO

El olor de esas bolitas rojas que se descascaran al contacto con las uñas es peculiar. Cuelgan como racimos de un árbol con hojas pequeñas que, al ser rasgadas, también emiten un aroma idéntico e intenso. “Son árboles chinos”, me dicen mis padres, jóvenes y apuestos. Estoy en el parque “Cousiño” de Santiago de Chile y, en efecto, nada se me puede mostrar más parecido, en mis ojos de niño, a un parque oriental. Fresco, verde y muy cuidado. Y aromático, sobre todo aromático, envuelto en el aire puro de la sierra nevada que se ve a lo lejos. Acabamos de estar en un restaurante de comida china con mis padres y mi hermano pequeño. Veo cascaditas, puentecitos, quizá peces de colores. Y luego caminamos todos juntos por ese parque “Cousiño”, que aparece en mi memoria como una especie de paraíso.

(Santiago de Chile, 1964 o 1965. Años después supe que las bolitas rojas eran del árbol andino llamado molle).

EL CINERAMA

Estoy con mi madre en un cine inmenso con una pantalla inmensa. Es el Cinerama de Santiago de Chile. En la pantalla: Jasón y los argonautas en pos del Vellocino de Oro. Un gigante aterrador arroja al mar una roca inmensa y con las justas no acierta en el barco de Jasón. En la pantalla: Elvis Presley bailando rítmicamente en Hawaii y arrojándose de un acantilado como proeza final. En la pantalla: un western desmesurado, de corte épico. El retumbar de caballos y ¿búfalos? se siente por toda la sala, en la oscuridad. En la pantalla: El Flying Clipper, un gran velero, surca veloz las aguas de mares desconocidos

Hoy, en el congestionado y contaminado Periférico de la Ciudad de México, he visto con claridad desde el fondo de mi memoria la parte externa del Cinerama, y su vistoso cartel, recortado contra un cielo intensamente azul. También se me aparecieron carros y ruidos de una ciudad bulliciosa. Y la repetición incesante de la canción “It´s been a hard day´s night” de los Beatles. Una Citroneta se para al lado de la vereda donde me encuentro y de ella sale una señora que me llama.

(Santiago de Chile, 1964).

LA HERRADURA

Siento el olor y el sabor a sal de la playa “La Herradura” cuando iba a ella con mi tío Jorge y con mi hermano. En la imagen aparece un habitué de “La Herradura”: el amigo Muy Muy, cuyo cuerpo hace, en efecto, recordar el de esos animalitos. Me veo corriendo olas con mi hermano, en una colchoneta de rayas de colores horizontales, en una perfecta tarde en febrero. Son olas medianas y el agua aparece cristalina. Me siento saludable, capaz de jugar con las olas toda la tarde. Hay mucho calor, incluso cuando el sol ya comienza a caer.

(Esta imagen en la playa limeña de La Herradura debe situarse a comienzos de los setentas ¿Quizá, precisamente, durante el Niño de 1970?).

EL BAÚL DE LA ABUELA

Siento el sabor de la Inca Kola que nos daba mi abuela Rosaura cuando la visitábamos en la casa de Breña. (A ver, quieren una soda?). e me aparece también la imagen de su loro sin plumas, luego de casi ahogarse en la tina, que mi abuela tenía siempre hasta el tope de agua. Estoy en una casa llena de cosas antiguas, muchas de ellas muy finas, aunque con polvo. Veo a mi abuela abriendo su baúl y sacando cosas raras, interesantes.

(Lima, ¿de 1966 a mediados de los setentas?)

LA TÍAS ALVA

La imagen es de la llegada de mis tías Alva a la casa de San Isidro en su carro con chofer. Veo, hacia las siete, siendo ya de noche, a los comensales de un opíparo lonche en el comedor con vista al jardín: humitas, panetón (evidentemente es diciembre, cerca de la Navidad, o en la Navidad), café pasado, tal vez chocolate… Los comensales son mi abuela Isabel, mi tío Carlos Malpica Rivarola, mi tía Tenche, mi tía Laura, mi tía Alfonsina, mi hermano pequeño, mi madre y mi padre. También veo en la cocina de al lado a la empleada de la familia, Angelita. Y, tal vez, a alguna de las tías Alva Saldaña cuyo nombre no recuerdo. No sé si está mi tío Jorge, pero parece estar asociado a este recuerdo, o quizá a otro parecido. Carcajadas en la mesa. Mi abuela sale a cada rato de la cocina trayendo más comida riquísima. De otro lado, yo aparezco en un ambiente cercano con Alejandro Abril de Vivero, mi amigo del colegio Peruano-Británico jugando con explosivos caseros y cohetones en el jardín, algunos de ellos al parecer muy peligrosos. La luz del jardín es de color verde, y da siempre un efecto extraño al terminar el día. Estamos, en efecto, ya de noche. Me siento libre: las clases del colegio han terminado. Más que los olores, los sabores, los ruidos y las imágenes, me viene directamente del pasado una euforia sin límites, una alegría perfecta.

(Lima, ¿de 1970 a 1974?).

(Textos escritos a fines del año 2,000)

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HERENCIA ANDINA Y HERENCIA ESPAÑOLA

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HERENCIA ANDINA Y HERENCIA ESPAÑOLA: REFLEXIONES SOBRE LA IDENTIDAD DEL PERÚ DESDE UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA

Hugo Pereyra Plasencia

Los estudios sobre la identidad del Perú han sido abordados desde las perspectivas más dispares y con un tono casi siempre polémico. En el tiempo virreinal, específicamente en el siglo XVIII, el Mercurio Peruano abordó este asunto desde un punto de vista económico y cientificista, con referencias locales muy concretas, teñidas en muchos casos de exotismo, de acuerdo con un estilo inspirado en la Ilustración europea . No obstante, desde sus mismos orígenes, el tratamiento del tema nunca dejó de ser ideológico y político y, por lo tanto, más bien acrítico frente a los problemas de fondo y de largo plazo. Entre ellos, sobresalen el abismo social y la desarticulación del país. Esta tendencia acrítica se acentuó con el nacimiento del Perú como estado soberano, en la segunda década del siglo XIX. ¿Es posible, pese a este lastre, acercarnos a la singularidad de lo peruano a partir de consideraciones objetivas?

Antes de entrar en materia, resulta pertinente destacar que el tema de las identidades nacionales es —pese a todo lo que se pueda argumentar en contra— de carácter universal. Como lo ha hecho evidente el actual contexto de la Globalización, esta materia toca fibras muy sensibles de gran cantidad de países en todo el mundo y, muy en particular, de aquéllos que tuvieron pasados coloniales lejanos o recientes.

En cuanto al carácter conflictivo de la discusión relativa a las identidades nacionales (en este caso referida a los países de América Latina), debe recordarse la reveladora polémica que se llevó a cabo a comienzos de la década de 1990 sobre si convenía evocar la llegada de Colón al Nuevo Mundo ya sea como Quinto Centenario del Descubrimiento de América, o como Quinto Centenario del Encuentro de Dos Mundos.

Cabría mencionar, a continuación, las preguntas que consideramos centrales para el tema planteado: ¿existe una nación peruana según el modelo de nación tradicional e ideal de inspiración europea? Si aceptamos que, en efecto, existe una nación peruana, o que ésta se encuentra en proceso de construcción avanzado, ¿pesa más dentro de ella la herencia cultural indígena o la herencia virreinal de cuño español? En caso de ser destacados ciertos aspectos de la nación peruana que revelan un incipiente estado de cohesión, ¿qué dificultades tendría la sociedad peruana para hacer más homogéneas y modernas sus relaciones internas y para formular un proyecto nacional común? Por otro lado, ¿constituye el Perú una sociedad auténticamente mestiza, en términos culturales, donde los elementos indígenas, europeos, africanos y asiáticos han terminado de fusionarse armónicamente? ¿O persisten hoy día conflictos de integración cultural heredados del pasado? Estas preguntas se encontrarán detrás de los argumentos y ejemplos que desarrolle el presente trabajo.

Parte de la respuesta a la extrema heterogeneidad social y cultural del Perú se encuentra en su compleja constitución geográfica. El Perú es un país de grandes dimensiones (el tercero más grande de América del Sur). Por otro lado, la presencia de la corriente fría de Humboldt en su mar adyacente, su relieve accidentado marcado por la cordillera de los Andes, su cercanía a la línea ecuatorial, y la existencia del gigantesco sistema fluvial amazónico situado hacia el Oriente, dotan al país de rasgos muy peculiares. La combinación de estos rasgos determina la existencia de ocho regiones climáticas y ecológicas bien diferenciadas, así como de una de las más exuberantes floras y faunas que se conozcan. Esta variada y peculiar situación ha representado una enorme riqueza en recursos naturales (como aquellos de origen pesquero o minero), pero también, simultáneamente, ha contribuido muchas veces a dificultar la integración y la intercomunicación de las diferentes zonas del país. De hecho, por ejemplo, la población del Perú tiene una clara concentración en las ciudades de la Costa y una exigua presencia en el área selvática. Antes de la difusión de la aviación comercial y de los modernos medios de comunicación electrónica, el contacto entre Lima, la capital del Perú (localizada en la Costa), y la ciudad de Iquitos (situada en plena Selva), no se realizaba directamente superando ese colosal obstáculo que es la cordillera de los Andes sino, en la mayor parte de los casos, por medio de embarcaciones que ingresaban a la selva peruana a través de territorio del Brasil, a partir de la desembocadura del río Amazonas. Por otro lado, no hay que dejar de mencionar que, con toda su importancia para la generación de recursos, la ecología peruana es también frágil, como lo ponen en evidencia los Niños que inundan de manera periódica el Norte del país, destruyéndolo todo a su paso, así como el actual deshielo de los glaciares de los Andes (fuente esencial del agua que nutre el sistema amazónico y las ciudades costeras), que ocurre en el contexto del calientamiento global que actualmente afecta a la Tierra.

Sin embargo, como es fácil intuir, el elemento explicativo fundamental para comprender la naturaleza de la sociedad peruana no se encuentra en las características orográficas o ecológicas del territorio nacional, sino en su peculiar proceso histórico.

Toda reflexión sobre la identidad del Perú tiene que remontarse, necesariamente, a esa dramática tarde de noviembre de 1532 cuando el conquistador extremeño Francisco Pizarro consiguió capturar en Cajamarca al Inca Atahualpa. Puesto que el Tawantinsuyu representaba en ese momento el desarrollo más reciente y sofisticado de la tradición cultural prehispánica de Sudamérica, el episodio de Cajamarca es considerado universalmente como un punto de inflexión decisivo dentro de la secuencia cronológica de la antigua tradición andina e, inclusive, es evocado todavía hoy, con un explicable sesgo trágico, en los testimonios orales recogidos en muchos pueblos de la Sierra peruana. Como se recordará, aproximadamente en los cien años que precedieron a la llegada de los españoles, las panacas, o linajes nobles del área del Cusco, habían conseguido extender su compleja organización política y social a un espacio que llegó a abarcar, haciendo exclusión de las zonas selváticas situadas hacia el Oriente, los actuales territorios del Perú, Bolivia, Ecuador, así como el Sur de Colombia, y el Norte de Chile y de la Argentina. En los cimientos de este colosal estado andino (conocido popularmente como el Imperio de los Incas o Tawantinsuyu) se encontraba, como es obvio, la rica herencia cultural proveniente de los miles de años de desarrollo autónomo e independiente de esta parte de Sudamérica .

Como había ocurrido en México, la conquista española del Tawantinsuyu representó un verdadero cataclismo social, económico y emocional para los integrantes de la civilización vencida. Luego de los iniciales encuentros militares, de la búsqueda incesante de metales preciosos, y de los posteriores esfuerzos para organizar en beneficio propio la mano de obra indígena y la fundación de las ciudades españolas en el territorio conquistado, la compleja trama socioeconómica del Tawantinsuyu fue casi completamente desmontada en unos cuantos lustros. Diluido el poder de los linajes cuzqueños, gran cantidad de obras de ingeniería hidráulica, colonias agrícolas, centros de producción artesanal, depósitos, rebaños, cultivos, caminos y santuarios fueron, en pocos años, saqueados, destruidos o simplemente abandonados. Todo ello ocurrió, además, en el contexto de un colapso demográfico de consecuencias devastadoras. En efecto, principalmente a raíz de los gérmenes patógenos traídos por los europeos (para los cuales los aborígenes no tenían defensas por haber vivido aislados del Viejo Mundo), sucumbieron no sólo poblaciones enteras de trabajadores y colonos agrícolas, sino también miles de constructores, músicos, chamanes, administradores, médicos y artesanos. Con la muerte de este último grupo de trabajadores especializados (que eran auténticos transmisores de los conocimientos ancestrales), pereció también gran parte del saber tecnológico y artístico acumulado en los Andes durante milenios .

A la postre, superada la época de la creación de las encomiendas de indios y las turbulentas guerras civiles entre los conquistadores por la administración de la mano de obra, la primera serie de representantes de la corona española en el Perú, entre los que destaca el virrey Francisco de Toledo (1569-1581), erigió sobre los despojos del Tawantinsuyu una sociedad colonial jerarquizada, dividida esencialmente en términos raciales. En ella, los indios y los esclavos negros pasaron a constituir sus estamentos más bajos, aunque demográficamente más numerosos, frente a la minoría gobernante de origen europeo. Esta situación se consolidó en forma definitiva durante el siglo XVII .

El orden colonial dispuso, asimismo, de un fundamento ideológico que justificaba el nuevo ordenamiento político, y que se apoyaba, en pocas palabras, en el recuerdo de la relativa facilidad y rapidez que tuvo la conquista del Tawantinsuyu por los españoles. Esta creencia, considerada como verdad indiscutible, apuntaló no solamente el poder de los nuevos señores hispánicos sino también la resignación de gran parte de la población derrotada.

En realidad, como puede adivinarse, esta creencia reposaba sobre un conjunto de falacias. No cabe duda de que los conquistadores demostraron una clara superioridad en el terreno de la tecnología, de la estrategia y de la táctica militares. Las crónicas de la caída del Tawantinsuyu relatan con detalle, por ejemplo, el estupor inicial de los guerreros incas ante la acción de cañones y arcabuces, cuyo estruendo jamás habían tenido la oportunidad de escuchar, y ante la presencia de esos jinetes españoles cubiertos de armaduras que los protegían de las pedradas y de los golpes de las mazas, y que ordenaban sus escuadrones y ataques según tradiciones militares antiquísimas, muchas de ellas anteriores a la hegemonía europea. En los primeros momentos, al contar con la enorme ventaja que da la sorpresa (particularmente durante la captura de Atahualpa en Cajamarca), esos soldados barbados debieron aparecer ante los ojos de los naturales como invencibles .

Por otra parte, las tradiciones bélicas de los Incas contribuyeron muchas veces a acentuar su debilidad militar frente a los españoles. Ello fue evidente durante el primer levantamiento indígena masivo contra los españoles, que se llevó a cabo entre 1536 y 1537. Si bien una parte de los líderes cuzqueños (entre los que se contaba al propio Inca rebelde Manco) llegaron a tener familiaridad con el manejo de las armas y de los caballos europeos, y con las nuevas tácticas de combate, ya para entonces las principales ciudades y guarniciones españolas habían sido fundadas, y los conquistadores mantenían, en líneas generales, el control de la situación .

La superioridad de los españoles en el terreno de la actividad bélica tiende a hacer perder de vista la incuestionable realidad de los importantes logros alcanzados por la civilización andina en otras muchas facetas del desarrollo tecnológico. Ese tubérculo conocido comúnmente con el nombre de papa (que tuvo tanta importancia en la época inmediatamente previa al despegue de la industrialización en el Viejo Continente) es, por ejemplo, un producto típico de las tradiciones agrícolas de domesticación de plantas desarrolladas durante milenios en los Andes, y un valiosísimo aporte de esta destacada civilización al mundo. Tampoco deben escapar a nuestra atención realizaciones notables en áreas tan variadas como la cerámica, la textilería, la metalurgia y la ingeniería hidráulica, así como en las diversas técnicas mnemotécnicas y de contabilidad realizadas a través de los quipus, o manojos de acuerdas anudadas, cuyo significado con relación a áreas del conocimiento tales como la matemática y la astronomía apenas ha comenzado a ser vislumbrado en nuestros días .

Todos estos importantes logros culturales fueron alcanzados —conviene recalcarlo— en una situación de aislamiento frente a los otros grandes focos de desarrollo primigenio localizados en diversas partes del mundo. A diferencia de los pueblos europeos, los hombres andinos no contaron con la ventaja de disponer, a través de los complejos mecanismos de difusión secular, de la herencia constituida por los inventos y tradiciones creadas por otras civilizaciones . Este aislamiento de los Incas y de sus predecesores no fue obstáculo para el hallazgo paralelo de gran parte de las técnicas artesanales y agrícolas conocidas en el Viejo Mundo, así como para la acumulación de conocimientos y de tradiciones propias. Es precisamente este carácter autónomo de la civilización andina el que le otorga esa personalidad tan particular.

Además de la ayuda que representó la tecnología, la estrategia y la táctica bélica (que ciertamente no bastaron para explicar la rapidez de la Conquista), los españoles contaron con una ventaja que probó ser decisiva: su alianza con los grupos étnicos andinos enemigos de los Incas. Sin desmedro del valor ante lo desconocido que indudablemente mostraron los conquistadores, la circunstancia clave de su alianza con distintos grupos étnicos fue deliberadamente oscurecida y disimulada en muchos testimonios de la época con el propósito (políticamente rentable) de presentar a Pizarro y a sus soldados como auténticos superhombres capaces de doblegar fuerzas muy superiores en número. Esta imagen, que fue aceptada sin discusión durante toda la época colonial y la mayor parte del período republicano, comenzó a ser cuestionada hace sólo algunas décadas merced a una lectura más cuidadosa de las crónicas tradicionales y de nuevas fuentes inéditas conservadas en los archivos peruanos y europeos. Para comenzar, habría que precisar que, al revés de la versión tradicional de la historia del Perú, el Tawantinsuyu no era todavía, al momento de la llegada de los españoles, una unidad totalmente cohesionada desde un punto de vista político-militar. En realidad, considerando una perspectiva milenaria, el proyecto incaico de englobar a la totalidad de la población andina dentro de una sola organización política de carácter centralizado, constituyó, de alguna manera, una cierta ruptura del antiguo patrón de desarrollo del área. Como ha podido ser determinado con precisión por los arqueólogos, este patrón de desarrollo se caracterizó, en verdad, por la riqueza y el marcado individualismo de muchísimas culturas regionales, predecesoras o contemporáneas de los Incas, que incluso tuvieron deidades y lenguas propias. En el lapso de aproximadamente cien años, desde el siglo XV hasta la llegada de los españoles, y ciertamente no sin poco esfuerzo, los Incas llegaron a dominar o asimilar precariamente estas culturas y etnias regionales que se encontraban dispersas por todo el inmenso territorio andino. En muchos casos, es cierto, las conquistas incaicas se hicieron mediante el procedimiento de la anexión pacífica a través de la negociación y de la reciprocidad. Se habla incluso de la costumbre incaica de llevar al Cusco las huacas o ídolos de las regiones asimiladas con el propósito de incluirlas, como un gesto de respeto, dentro de una especie de panteón religioso andino presidido por las deidades cuzqueñas. Sin embargo, en no pocas ocasiones, especialmente en el caso de grupos étnicos grandes que se resistían a entrar en la órbita cuzqueña, los Incas no vacilaron en emplear la fuerza para controlar, e incluso destruir, a sus enemigos. Esto último ocurrió, por ejemplo, en el caso del reino norteño de Chimú, famoso por haber construido la ciudad de barro de Chan Chan, cerca de la actual Trujillo, cuya organización estatal fue totalmente desarticulada por los Incas, y cuyos cuadros artesanales —particularmente los célebres orfebres chimúes— terminaron siendo trasladados compulsivamente a la ciudad del Cusco y a otros centros productivos administrados por los vencedores. En este contexto, no es de extrañar que la llegada de los conquistadores españoles a muchas regiones dominadas por los Incas haya sido vista como una liberación del yugo cuzqueño. Grandes grupos étnicos, como los huancas de la Sierra Central del Perú, y varios de la región de Huamanga (entre otros muchos), proveyeron a los conquistadores de ropa y alimentos, así como de invalorables auxiliares de transporte, guías y soldados, especialmente durante los primeros años difíciles de la Conquista, cuando no escasearon los contraataques y las celadas incaicas y los feroces cercos a la ciudades recién fundadas. La constatación de esta sorprendente alianza hispano-india contra los Incas, que despoja a los conquistadores de sus dimensiones sobrehumanas, permite, qué duda cabe, apreciar el proceso de la Conquista desde una perspectiva más razonable y realista .

¿Cuánto quedó de la civilización andina primigenia luego de la conquista y de la colonización española de los Andes? No se exagera en lo absoluto al afirmar que esta pregunta ha sido fuente de incontables polémicas, y que no ha recibido, hasta la fecha, una respuesta definitiva. Desde el inicio de las famosas disputas entre hispanistas e indigenistas, que alcanzaron particular virulencia en la década de 1930, la herencia indígena ha sido ya sea menospreciada o magnificada, no sólo de acuerdo a percepciones intelectuales, sino también siguiendo consideraciones políticas e incluso emocionales.

Procurando fundamentar nuestra aseveración en investigaciones ponderadas y reconocidas, puede sostenerse que no todos los elementos culturales andinos en estado puro tuvieron la misma capacidad para resistir el impacto de la Conquista. Es mucho más fácil desarticular una organización burocrática o un ejército que conseguir el abandono inmediato de una lengua o de una religión por parte de un pueblo vencido. En general, cuanto más estatal fue el carácter de los elementos de la cultura andina, tanto más fácil fue su desmontaje. Debido a su condición reciente —ya comentada— dentro del cuadro cronológico andino y, consecuentemente, merced a su relativa fragilidad y poco arraigo, las estructuras políticas y administrativas del Tawantinsuyu desaparecieron en pocos años. Más lenta fue la desestructuración de las antiquísimas tradiciones regionales sobre las cuales se había superpuesto el dominio cuzqueño, que mostraron un carácter bastante más permanente que el Incario. Este fue el caso de grupos étnicos como el Lupaca, del lago Titicaca, y Chupaychu, de la región de Huánuco, cuya organización era todavía observable décadas después de la llegada de los españoles . Finalmente, ya en un plano microrregional, los ayllus, o linajes ancestrales de parentesco (especie de células del organismo andino), fueron las unidades sociales que pudieron preservar mejor gran parte del acervo lingüístico, tecnológico, artístico y religioso del mundo precolombino peruano.

La notable permanencia de las tradiciones de los ayllus en los Andes se grafica elocuentemente en el caso de las llamadas extirpaciones de idolatrías, nombre bajo el cual fueron conocidas en la época colonial las campañas institucionalizadas realizadas por la Iglesia Católica para desarraigar los cultos nativos. Durante la realización de sus visitas, iniciadas durante los primeros años del siglo XVII en el ámbito del arzobispado de Lima, esta especie de inquisidores de indios que fueron los extirpadores comprobaron en el terreno lo que había sido hasta entonces un secreto a voces dentro del estamento europeo: casi un siglo después de la Conquista, bajo la puesta en práctica superficial de los ritos católicos, los naturales habían podido mantener el culto de sus antiguas divinidades. Las actas levantadas por los extirpadores consignan con detalle la sistemática destrucción de innumerables lugares sagrados, momias e ídolos que habían permanecido hasta ese momento fuera de la vista de los españoles, así como las duras penas impuestas a los sacerdotes de estos cultos considerados “gentílicos”, según la expresión de la época. Dichas actas, conservadas hasta la fecha en varios archivos, son un testimonio elocuente de la extraordinaria pervivencia de estas tradiciones religiosas seculares. El más famoso de estos temibles extirpadores, de nombre Francisco de Ávila, en su afán de identificar minuciosamente las tradiciones que buscaba erradicar, recogió de boca de sus mismos feligreses el ciclo mítico completo de la región de Huarochirí, localizada cerca de Lima. Al poner por escrito estos notables testimonios orales, Avila conservó para la posteridad uno de los más importantes textos quechuas de que se tenga noticia .

No obstante la presencia de estas originales formas de resistencia, infinidad de elementos de la cultura europea fueron incorporados, con el correr de los siglos, dentro de los más diversos planos del cuerpo social peruano. Los españoles se propusieron implantar en el nuevo territorio, casi desde los primeros días de su arribo al Perú, lo esencial de sus costumbres y tradiciones. Por su manera (incluso violenta) de hacerlo, es evidente que buscaron afirmar en todo momento la preeminencia de su visión del mundo y de sus valores frente al pueblo vencido. La imagen de las iglesias coloniales cuzqueñas, edificadas sobre los cimientos de los antiguos santuarios prehispánicos, grafica con bastante claridad una vocación de dominio expresada en términos plásticos y simbólicos. Este parece ser, dicho sea de paso, el mismo espíritu que animó a la construcción de los edificios españoles sobre la vieja Tenochtitlán, en México, así como la edificación de una iglesia cristiana sobre la mezquita andaluza de Córdoba, luego de la reconquista de esta famosa ciudad de la España musulmana.

Sin embargo, el resultado final de este proyecto de trasplantar las costumbres e instituciones europeas no fue el que esperaron los colonizadores. En términos globales, el largo proceso de la tensión secular entre la cultura europea y la autóctona terminó dando nacimiento a muchos elementos con una personalidad propia.

En una circunstancia que sólo es comparable con el caso de México, los españoles escogieron el área del Bajo y Alto Perú (los actuales territorios respectivos peruano y boliviano) como asiento de su principal centro político, económico y cultural en Sudamérica. La importancia de esta área colonial, que alcanzó su clímax en la época de la dinastía austríaca en España, tuvo relación directa con su condición de proveedora de plata para la Metrópoli, y con un dinamismo socioeconómico interno cuya importancia sólo ha comenzado a ser recientemente establecida por los investigadores . Tanto en términos demográficos, como en lo referido a su desarrollo arquitectónico, ciudades como Lima o Potosí eran, durante el siglo XVII, perfectamente comparables, o incluso superiores, a muchas urbes seiscientistas europeas.

Lo peculiar del caso peruano residió en que el espacio que ocupó este emporio colonial coincidió precisamente con el área sudamericana donde había tenido lugar, desde mucho antes de la Conquista, el desarrollo de altas culturas autóctonas. Este apogeo del orden colonial en el antiguo territorio de los Incas dejó, no cabe duda, una marca indeleble en la cultura peruana y proporcionó, por otro lado, una intensidad especial a este complejo contrapunto cultural entre los elementos indios e hispánicos.

Habría que mencionar, en primer lugar, aquellos casos de superposición cultural, vale decir, la utilización de elementos de la cultura dominante como una cobertura que oculta tradiciones más antiguas. Como ha podido ser observado líneas arriba en el caso de las extirpaciones de idolatrías, este fenómeno apareció de manera frecuente en el área andina como una consecuencia de la voluntad (por lo menos inicial) de las poblaciones autóctonas de engañar a los sacerdotes españoles haciéndoles creer que cumplían con los rituales católicos, preservando así, de manera encubierta, lo esencial de sus antiguos cultos. Es evidente que, con el paso del tiempo, esta situación terminó haciéndose estructural. De hecho, aún hoy, en la Sierra peruana, es posible advertir manifestaciones religiosas consideradas convencionalmente como católicas, pero cuya abundancia de elementos andinos hace sospechar su entroncamiento con tradiciones prehispánicas. Este es el caso, por ejemplo, de la peregrinación cuzqueña del Qoyllur Rit’i, realizada por el mes de junio en las faldas heladas del nevado Ausangate. Aunque aparentemente materializada sólo en torno a la imagen de un Cristo, el auténtico contenido de esta peregrinación se aclara notablemente con una consideración histórica: en la época prehispánica, las grandes montañas y los nevados eran considerados apus, vale decir, deidades tutelares y espacios sagrados donde tenían lugar cierto tipo de ritos, y es perfectamente posible que la peregrinación del Qoyllur Rit’i en las faldas del imponente Ausangate exprese este mismo espíritu .

La situación anterior de superposición de elementos, supone, como es lógico, la supervivencia y la relativa solidez de por lo menos una parte de la tradición cultural que busca ser defendida. ¿Qué ocurrió, sin embargo, especialmente durante el trauma de la conquista y de la colonización inicial, cuando ciertas referencias culturales del mundo prehispánico comenzaron a debilitarse o a desaparecer del bagaje mental de los pobladores andinos? Este vacío terminó siendo llenado con una asimilación total o parcial (y muchas veces imperfecta) de los patrones de la cultura dominante, proceso que los antropólogos conocen como aculturación. Probablemente el primer aculturado famoso de la Historia del Perú haya sido el indio Martín Lengua (cuyo nombre provenía de su muy estratégico oficio de traductor), quien llegó a alcanzar el alto rango de encomendero, e inclusive un escudo de armas, gracias a los servicios que prestó a los primeros conquistadores del Perú contra sus propios hermanos de raza. Fue su protector, Francisco Pizarro, quien le otorgó los indios de su encomienda y quien también arregló su matrimonio con una española de buen origen. Hasta el momento de su caída en desgracia, por haberse mantenido fiel a la familia Pizarro en la cruenta guerra civil que asoló el Perú entre 1544 y 1548, Martín Lengua vivió como un español más, tanto en el campo de batalla como en los negocios, totalmente integrado en la sociedad de los vencedores. Evidentemente, la imagen histórica de Martín Lengua, asociada a la aculturación, contrasta notablemente con la de aquellas otras figuras indígenas o mestizas recordadas por su rebeldía, como las de Manco Inca y de Juan Santos Atahualpa.

Además de la superposición cultural y del fenómeno de la aculturación, otra consecuencia fundamental de la penetración europea en los Andes fue la aparición de distintos niveles de fusión de las tradiciones india, española y africana, que podemos englobar bajo el término genérico de mestizaje. No nos referiremos aquí al mestizaje biológico, vale decir, a las mezclas raciales producidas en el Perú a partir de la Conquista. Nuestro punto de interés será el mestizaje cultural, o sea el ámbito de integración de dos o más culturas, en cuyo producto final, debido a la aparición de una personalidad propia, resulta a veces difícil identificar con nitidez los componentes iniciales que le dieron origen. Mestiza es, por ejemplo, la comida peruana, en la cual se mezclan productos traídos de fuera (como es el caso del olivo mediterráneo y del arroz asiático) con ingredientes típicamente andinos como el ají, el picante vegetal utilizado por los pueblos prehispánicos. Mestizo es también gran parte del folklore peruano, particularmente de la Costa, como es el caso de la marinera, esa hermosa especie de zamacueca de origen colonial. Mestizas son, en fin, aunque parezca extraño recalcarlo, gran parte de las manifestaciones religiosas peruanas asociadas a determinadas devociones populares. Es el caso, por ejemplo, del culto limeño al Señor de los Milagros, cuya procesión anual es considerada como la más grande del mundo católico. Esta veneración se inició en el siglo XVII, en pleno apogeo virreinal, cuando, luego de uno de los terremotos que sacudieron entonces a Lima, la pintura de un Cristo realizada por cierto esclavo negro sobrevivió milagrosamente a la devastación general de la ciudad, y comenzó a ser sacada en procesión. Con el correr de los años, el Señor de los Milagros pasó de ser una devoción que congregaba al comienzo únicamente al elemento africano, a incorporar, paulatinamente, a todos los sectores sociales de la capital del Perú. Hoy día, esta devoción ya no es sólo limeña, y ni siquiera sólo peruana, pues incluye, asimismo, a muchísimos peregrinos originarios de otros países andinos. Por otra parte (para añadir aún más interés a este caso particular de fusión cultural), una investigación llegó a sugerir hace algunos años que el verdadero trasfondo histórico de este culto se encuentra en la tradicional veneración costeña indígena a Pachacámac, deidad prehispánica asociada a los terremotos, y cuyo santuario se conserva aún hoy en los alrededores de Lima . En términos de fervor popular, de prestigio y de atracción masiva de multitudes, el Señor de los Milagros es el equivalente más aproximado al culto de la Virgen de Guadalupe en México.

Interesa tratar aquí, finalmente, un tipo muy particular de integración cultural consistente en la apropiación, por parte de los miembros de una cultura vencida, de las formas que introducen los vencedores en una situación de dominio. Al producirse la apropiación, los vencidos suelen dotar a estas formas de un contenido propio, total o parcialmente distinto del original, con lo cual termina elaborándose un producto nuevo. La cultura vencida se niega así a repetir el “discurso” impuesto pero, al utilizar nuevas formas, se distancia también parcialmente de sus propias concepciones . A ello podríamos añadir que, cuanto más rica es la tradición cultural de los vencidos, tanto más sustancial es la transformación que experimenta el elemento asimilado proveniente de la cultura vencedora. Este fue precisamente el caso peruano.

Probablemente el ejemplo de asimilación formal más interesante sea el de la pintura colonial, en cuyo desarrollo vemos que los primeros artistas que trabajaron en el Perú, en el siglo XVI, reprodujeron, casi intactos, los estilos y composiciones de corte europeo. Tiempo después, a partir de fines del siglo XVII, particularmente en la ciudad del Cusco, las Vírgenes y los Cristos se amestizaron, a imagen y semejanza de los artistas que los plasmaron en los lienzos. Las composiciones artísticas rebasaron también, en el caso de gran cantidad de pinturas, los moldes y alegorías contenidos en los viejos grabados flamencos .

No obstante, el más notable caso de asimilación se refiere a la polémica sobre el origen de la llamada comunidad andina y su sorprendente desenlace. Durante mucho tiempo, la comunidad andina fue considerada como uno de los pocos elementos del tejido social prehispánico que habían llegado hasta nuestros días en estado puro. Este concepto de comunidad, asociado repetidamente por los intelectuales indigenistas a una especie de socialismo andino, terminó siendo totalmente revisado, a partir de la década de 1960, a raíz de las investigaciones realizadas sobre esta materia por el célebre novelista y antropólogo José María Arguedas. Mediante rigurosos estudios comparativos efectuados tanto en el medio rural español como en el peruano, Arguedas llegó a identificar asombrosas coincidencias existentes entre las respectivas estructuras básicas de dos comunidades campesinas de Sayago (en Zamora) y las comunidades indígenas andinas. El origen peninsular de estas últimas queda claramente establecido al dar una ojeada histórica a la formación del sistema colonial en el Perú: a partir de los gobiernos de Lope García de Castro y del virrey Toledo, en el último tercio del siglo XVI, las antiguas y dispersas colonias productivas prehispánicas fueron agrupadas compulsivamente en las llamadas reducciones, o pueblos de indios, y organizadas a semejanza de las comunidades campesinas españolas, con el propósito de hacer más asequible la mano de obra a los administradores coloniales. Este proceso de concentraciones forzadas de los ayllus, o grupos de parentesco, que dieron precisamente origen a las comunidades de nuestros días, terminó desarticulando el patrón de ocupación espacial primigenio de los asentamientos andinos, cuya extraordinaria dispersión había obedecido, en tiempos prehispánicos, al objetivo de utilizar de manera racional el mayor número posible de pisos ecológicos de la accidentada geografía peruana. Conviene destacar que el inicio del descubrimiento sobre el origen hispánico de las comunidades peruanas se remonta curiosamente a las citadas investigaciones de Arguedas, uno de los hombres que más hizo por defender la dignidad y la personalidad del mundo andino, y quien difícilmente puede ser identificado con el pensamiento conservador de corte hispanista .

Independientemente de su origen, lo peruano aflora con perfiles definidos en los contextos más inesperados. Dado que el peruano promedio tiene una tendencia a mantener sus costumbres, esta tradición nacional se siente hoy, vigorosamente, en el seno de la inmensa comunidad nacional que reside en el exterior, en particular en los EE.UU. Su presencia es evidente también en la literatura, muy particularmente en casos como el de la poesía de César Vallejo que es, a la vez, universal, española y peruana . También ha sido perceptible en muchos momentos de crisis y de grandes definiciones, como ocurrió durante la ocupación chilena de Tacna (1880-1929), manifestada de manera tan heroica y sacrificada por la población del lugar en esa terca voluntad de mantener las tradiciones nacionales contra todos los deseos y proyectos del entonces invasor.

La conclusión de este artículo no debería dejar de responder (al menos parcial y tentativamente) a las principales preguntas planteadas al comienzo.

En primer lugar, puede sostenerse que el conjunto del acervo cultural y de las tradiciones acuñadas por las sucesivas generaciones de peruanos (considerando este término en un sentido amplio), desde mucho antes de la conquista española, podría dividirse en una herencia favorable para la construcción de una nación moderna, y en otra herencia que es claramente un obstáculo para el logro de este objetivo. Estos últimos rasgos negativos tienen muchas veces una relación directa con la supervivencia del abismo social heredado del pasado, que opone todavía hoy a un sector pobre y marginado con otro moderno e integrado al ámbito internacional. Estos rasgos perniciosos también tienen que ver con la ausencia de una tradición científica y con la supervivencia de conductas políticas arcaicas, de claras tendencias clientelistas y autoritarias, que anidan, todavía hoy, en la entraña misma de muchas instituciones consideradas formalmente como modernas.

En segundo lugar, debido a la heterogeneidad de su cuerpo social, puede concluirse que no existe todavía en el Perú una nación integrada a plenitud, en el sentido europeo y estándar que se da a esta expresión.

Sin embargo, como ha podido apreciarse en los ejemplos de este trabajo, y al margen de los rasgos negativos que hemos mencionado líneas arriba, no cabe duda de que la rica configuración histórica del Perú provee de elementos culturales autóctonos y venidos de fuera, a los que se añaden muchos que son producto de sus diversas combinaciones, con una personalidad propia, dentro de un conjunto nacional muy variado. No obstante, este conjunto de elementos culturales debería estar acompañado de un nivel razonable de homogeneidad social, institucional y política, indispensable para la consolidación de un estado-nación. Estos elementos culturales peruanos podrían verse, así, como una materia prima para culminar la construcción de una colectividad moderna y bien articulada con el entorno mundial, sin que este proceso implique, por fuerza, la pérdida de lo mejor de su identidad.

REFERENCIA: El artículo completo, con notas y bibliografía , ha sido publicado por el autor como parte del libro Trabajos sobre la Guerra del Pacífico y otros estudios de Historia e Historiografía peruanas. Lima: Instituto Riva-Agüero / Fundación M.J. Bustamante de la Fuente / Asociación de Funcionarios del Servicio Diplomático del Perú, 2010. pp. 383-403.

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CARTA A JORGE IDIÁQUEZ, COMPAÑERO DEL COLEGIO PERUANO-BRITÁNICO

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Nueva York, 18 de septiembre de 2006

Mi querido Jorge:

Te escribo estas líneas desde Nueva York. El plan marchó como lo había anunciado la última vez que nos vimos: traslado por seis años a esta megalópolis para trabajar en la Representación Permanente del Perú ante las Naciones Unidas. Será que ya estoy viejo pero, la verdad, ni la Quinta Avenida, ni el Central Park, ni los restaurantes de Chinatown, ni siquiera el Museo Metropolitano de Arte o los espectáculos de esta urbe cosmopolita, compensan tantas y tantas cosas buenas que hay en nuestra ciudad natal, a la vera de los acantilados: la Lima de los veranos tibios, de las chicas con voz dulce, de los cebiches sabrosos, la del lonche con los padres ancianos. Entre esas cosas buenas incluyo, de modo preferente, además de la Universidad Católica y de los archivos históricos (que son dos pasiones muy personales), la amistad de todos ustedes, queridos compañeros de clase y, específicamente, la reunión anual en el Peruano-Británico que este año, lamentablemente, me perderé.

Te ruego que des un abrazo de mi parte a todos, especialmente a los que no estuvieron el año pasado. Pienso, por ejemplo, en Olga Fernandini, en Duilio Sanguinetti y en Marco Figueroa. Antes de venir a esta ciudad, tuve un encuentro con nuestro profesor César Bazán en el colegio Weberbauer, donde dicté una charlita a los alumnos de la Secundaria de ese centro de estudios. Bazán está muy bien: caballero, sólido, lúcido y culto como siempre. Prueba adicional de la fortaleza de su carácter es la forma en que ha procesado la reciente muerte de su hija. Algo verdaderamente admirable. Te ruego que lo saludes mucho si lo ves en la reunión. También estuve con Alejandro Abril de Vivero, quien vino a ver a su familia desde París. Supe que viajó a Bolivia a ver a José Luis Jacobs, quien trabaja (o trabajaba) allí como empresario.

Esta carta revelará, como verás, una gran nostalgia. En efecto, viendo la foto de la Miss Boza, nuestra bella profesora de inglés, se me agolpan, como nunca, los recuerdos de infancia y de adolescencia asociados entrañablemente a ustedes y al viejo local de nuestro colegio en San Isidro. Si hoy día la vida es para mí un cúmulo de complicaciones laborales, en una ciudad también llena de vericuetos (y de ratas de todo pelaje), por lo menos tengo en este conjunto de recuerdos de los años 1960 y 1970 una de las rocas sólidas en las que puedo sostenerme. Veo, por ejemplo, los recreos jugando una especie de fútbol con chapita de botella cuando teníamos once o doce años. Veo al regente “Avispón” Dávila, ex soldado de la guerra contra el Ecuador de 1941, persiguiéndonos en forma implacable (pese a que era, en el fondo, bueno como el pan). Veo la clase de Arte del profesor Pinto, los consejos de Bazán, la caballerosidad de Tamayo (el profesor de Geometría, que siempre portaba su cuadrícula de madera), así como el parque de la Javier Prado donde hacíamos gimnasia y jugábamos. En mi memoria está todavía el negro brillo de los discos de música clásica de la Miss Carrión, y la melodía del Vals de las Flores de Tchaikowski. Y, con relación a las fiestas y reuniones, el sonido incomparable de la música de los Beatles. En el fondo profundo de los recuerdos, probablemente de 1966 o 1967, veo a la Miss Emma y a la Miss Chávez en los primeros años de la primaria. Veo el preciso lugar, a la entrada del cambiador del gimnasio, donde alguien (sabe Dios quién) dijo que habían matado a un tal Martin Luther King. Veo también al profesor “Pocho” en su clase de Química y a al profesor Córdova hablándonos de política a su estilo. Me conmueve, a la distancia, la infinita bondad y nobleza de la Miss Pescetto en la clase de religión, y el cariño de abuelo del profesor Pita de la clase carpintería. Y también, por cierto, al cabo de treinta años, me hace sonreír un poco (aunque sin malicia) la arrogancia británica de Mrs. Robinson y de Mrs. Hallows. Veo a nuestros compañeros extranjeros: el finlandés Osmo Sarikumpu, el chileno Marcelo Chuka, la colombiana María Méndez y la suiza Francesca Piazza. Saboreo las empanadas del sótano que costaban cinco soles (¿hacia 1973?). Disfruto el aire puro de nuestros campamentos en el club El Bosque, en Chosica. Veo los disturbios políticos de Miraflores en 1974 donde (los que fuimos) terminamos correteados por la policía y casi ahogados por los gases lacrimógenos. Siento las carpetas limpias y las paredes inmaculadas del primer día de clases y, en el otro extremo del año, la felicidad (olorosa a cohetes y a pólvora) de los meses de diciembre, ya cerca de la clausura, de la Navidad y de la playa. Veo la casa de Alejandro Abril con su jardín inmenso, los Büssing que nos llevaban a Miraflores, los parques de diversiones con juegos mecánicos de la Edad de Piedra pero que nos divertían a muerte, y los grandes cines -como el República, el Colina o el Roma– donde el humo de los cigarros se perfilaba contra el haz de luz de la proyección de películas como El Planeta de los Simios o Karakatoa, al este de Java. Veo el mundo televisivo en blanco y negro y del comienzo del color: el tiempo de los gabinetes militares, del animador Augusto Ferrando, del gran entrevistador Alfonso Tealdo, y del locutor Martínez Morosini. Veo los goles peruanos en La Bombonera del Club Boca, donde eliminamos a la Argentina en un partido agónico que a todos nos tuvo en vilo. Veo a Gladys Arista haciendo propaganda a la gaseosa Bimbo en temporada de verano. Veo el día de un mes de febrero de los años 1970, cuando una lluvia tropical casi inunda Lima. Veo la playa La Herradura en su esplendor y unos atardeceres naranjas y violáceos frente al mar que, francamente, salvo en Chipiona, en Andalucía, no he vuelto a contemplar. Veo, en fin, todo un tiempo dorado, de despreocupada felicidad, que sin duda supimos aprovechar. De hecho, su herencia se siente, todavía hoy, como un cimiento de nuestras personalidades adultas.

Disfruten mucho el día del reencuentro. Los recuerda mucho,

Hugo
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CRÓNICA TV, BUENOS AIRES

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CRÓNICA TV, BUENOS AIRES: ENTREVISTA AL CONSUL GENERAL ENCARGADO DEL PERU ANTES DE LA SEGUNDA VUELTA ELECTORAL (COMIENZOS DE JUNIO DE 2011)

Agradeceré consultar los siguientes enlaces en You Tube:

http://www.youtube.com/watch?v=c28Y0j46YCc&feature=relmfu

http://www.youtube.com/watch?v=yhNYyRIVlqg&feature=relmfu

http://www.youtube.com/watch?v=Fymve74OGnU&feature=relmfu
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Las enseñanzas de mi padre

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LAS ENSEÑANZAS DE MI PADRE

Tener el colegio en casa

Mi padre y mi madre son maestros de profesión y, sobre todo, de vocación. Y lo han sido siempre en un sentido clásico y, también, bastante moderno. Yo mismo creo haber heredado de ellos la disposición a explicar las cosas, con paciencia, y procurando no perder el rigor del tema o del razonamiento. Debo decirlo con sinceridad: no es precisamente una cualidad que abunde, ni en el seno de las familias, ni tampoco en los colegios o en las universidades, por más encumbrados que sean. El que enseña entrega parte de sí. Y muchas veces sin retribución material. Pero, si lo hace bien, ennoblece y abre horizontes. Y jamás es olvidado.

Si, por una parte, recibí una honda herencia política, social y tradicional de los ancestros cajamarquinos, también es cierto que el entronque con el mundo se produjo a través de mis padres y de las oportunidades educativas que me brindaron. La influencia de los viajes a Europa vino mucho después, cuando ya era un hombre hecho y formado.

El colegio y lo británico

Para comenzar, quisiera hablar del colegio. Estuve siempre en colegios ingleses, tanto en Chile (cuando mi padre estudiaba su maestría en estadística matemática) como en el Perú. Primer dato curioso: había preferencia por Inglaterra y no por los Estados Unidos. Ello me lleva a pensar que esta predilección no era sino un rezago (¿tal vez decimonónico?) de admiración por el Imperio Británico. Seguramente, desde este punto de vista, a mis padres los movió el mismo reflejo que impulsó al presidente Castilla de mandar a su primogénito a estudiar a la Rubia Albión.

Pude, de hecho, estar en el colegio alemán de Lima (lo que, por cierto, habría sido asimismo una magnífica elección). Pero, a la postre, quizá también por la influencia del destino, terminé con una importante huella de Britannia. Percibí esta marca en su real dimensión, primero, cuando conocí en la universidad a alumnos de colegios católicos tradicionales de Lima y, después, cuando pisé suelo inglés y pude hablar con los isleños. Lamento decirlo, pero varias generaciones de peruanos de la elite, por desafortunada coincidencia histórica, cayeron en manos de sacerdotes y de monjas franquistas. Yo, gracias a Dios (no es un contrasentido usar esta expresión), me libré de esta pesadilla.

Los ingleses –hay que decirlo con todas sus letras– son arrogantes, intensamente reservados, y anacrónicamente clasistas entre ellos. Bien sabemos, también, como lo experimentó en carne propia Gandhi, que fueron colonizadores terribles. Pero, paradójicamente, en contrapartida, tienen y cultivan el más divino de los dones, que es joya de todo sistema social y económico exitoso: el fair play, el juego limpio ¡Hail Britannia! Pese a su dureza, mis maestros británicos rebosaron una limpieza profunda de conducta, una decencia genuina (distinta de la decencia criolla), y un sano orgullo nacional, que, sin lugar a dudas, estuvieron en el origen del Imperio Británico y que sostienen, todavía hoy, a la maciza sociedad británica. La maravillosa película de John Boorman Hope and Glory lo muestra con claridad: los británicos (y aquí incluyo, con criterio de justicia y de igualdad, a ingleses, escoceses y galeses) resistieron eficientemente en la Segunda Guerra Mundial no sólo porque tenían tradiciones guerreras, buena marina, y excelentes armamentos (como los célebres Spitfire). Lo hicieron, fundamentalmente, porque tenían una sociedad más sana.

La primera vez que llegué a Inglaterra, además de la facilidad de comunicarme en el idioma local (salvo ocasionales tropiezos con el cockney), dos experiencias me trajeron de golpe, a la mente (como un auténtico túnel del tiempo), mis años colegiales. La primera: recién llegado a la estación Victoria, vi claramente, a unos veinte metros de mí, que una billetera se caía del bolsillo de un señor. Antes de que yo pudiera reaccionar, un hombre de ostensible clase media, o quizá proletaria, se acercó desde atrás, recogió la billetera, avisó a su dueño y se la entregó. Luego bajó la cabeza como avergonzado y salió de allí a paso rápido, como diciendo elocuentemente con su gesto: ni piense en darme alguna gratificación, sólo me gustaría que otros también hicieran esto por mí. La segunda: en varias esquinas londinenses hay (o por lo menos había) unos postes coronados por una pantallas grandes de color amarillo. Siempre están junto al inicio de las líneas pintadas en la calle que señalan un paso peatonal: basta que alguien pise estas líneas para que, como por arte de magia, los autos que por allí pasan bajen su velocidad o se detengan de plano. A mi juicio, la auténtica maravilla de esta regla que ordena los pasos peatonales (¿estará escrita?) es que reposa, esencialmente, en el civismo, en el sentido común y en la buena fe tanto del transeúnte como del automovilista. (Por ser buen peruano, no dejé de reflexionar sobre lo mucho que abusarían mis compatriotas si tuvieran a mano este recurso como peatones, así como en las formas que seguramente idearían los choferes de mi país para pasarse por alto esta norma, siempre, por supuesto, en forma sutil y solapada.) En términos políticos e históricos, entendí, en ese momento, que ni el comunismo ni el fascismo tuvieron jamás la más remota posibilidad de penetrar y de asentarse, como ideología y como práctica, en el Reino Unido.

Pues este ambiente social, que me recordaba al Peruano Británico, contrastaba notablemente, como es fácil imaginar, con la cultura de la envidia, de la leguleyada y de la zancadilla que encontré en la sociedad peruana fuera de mi querido colegio.

La lengua inglesa

El inglés es una lengua hermosa y muy expresiva (casi tan hermosa y expresiva como el castellano). Pero, en términos intelectuales y humanos hay, en la tradición británica, algo todavía más importante que el idioma de Milton en sí: es el ideal de la sobriedad y de la elegancia en la expresión; el espíritu de síntesis; la pasión por encontrar la causa esencial de los fenómenos; el culto a la objetividad sin estridencias; la ironía precisa y adecuada; y, en fin, la convicción de que la actividad intelectual no es sólo una herramienta práctica, sino también un puente hacia la belleza, la verdad, y hacia aquello que llamamos genéricamente placeres del espíritu (que es lo que tenían en común personalidades tan disímiles como Winston Churchill o Bertrand Russell). Todo esto es difícil de expresar, y (para ser claro y didáctico) sólo se entiende leyendo de niño el David Copperfield en inglés, o viendo y escuchando algo tan cotidiano como los despachos de la BBC, o tan especial como la puesta en escena, por una compañía británica, de un Macbeth o de un Julius Caesar.

La objetividad británica

¿De dónde les viene a los ingleses su pasión por la objetividad, aún a precio de hacerse daño a sí mismos? ¿Será tal vez un subproducto social y cultural de esa eufórica ampliación de la visión global que obtienen las sociedades que descubren la posibilidades de unir la Ciencia con la Técnica, como ocurrió en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX? ¿Será influencia de la religiosidad anglicana o de la iglesia escocesa? ¿Será, a la vez, causa y efecto, de su magnífico sistema judicial (que se remonta a la Carta Magna)? ¿O es esa conciencia de los propios límites que parece apoderarse de muchas sociedades que tienen (o tuvieron) la convicción de estar a la vanguardia en el mundo? Pues, sabe Dios. Pero yo he escuchado, en más de una ocasión (creo que hasta hay un cuento de Borges sobre este tema), de académicos ingleses que se hacen a un lado en los puestos universitarios diciendo “No, no, fulano o zutano merecen ese cargo; han escrito más y mejor que yo, o son más queridos por sus alumnos”, y cosas por el estilo (que suenan a palabras y actitudes celestiales si las vemos en contraste con los usos de hienas y de chacales que dominan otros ambientes universitarios en el mundo).

La música

Mi padre fue siempre un amante de la música. No un compositor ni un instrumentista, sino simplemente un amante de la música. Y de música clásica, para ser más exactos ¿Cuántos niños han tenido el privilegio de tener un padre así? ¡Qué magnífico es, en efecto, tener la formación (y quizá también la disposición recóndita) para distinguir la paja del grano musicales (lo que, adaptado al Perú de hoy, equivaldría a distinguir la tecnocumbia de Bach)! Nunca serán suficientes las gracias que debo dar a mi padre: me llevaba a conciertos, me compraba discos y, sobre todo, me orientaba ¡Cuánto gana el ser humano comprendiendo la dimensión musical de la existencia!

Aprendiendo técnicas de redacción

Cuando leí por primera vez Yo, Claudio, de Robert Graves, me impresionó mucho el pasaje donde el futuro emperador (el historiador con injusta fama de tarado) recibe, siendo niño, lecciones de redacción de su preceptor griego. “Primero se dice esto, Claudio, luego aquéllo: hay que seguir un orden lógico” “¿Dónde están el inicio y el final?” Mi padre habría añadido: “En el párrafo anterior has dicho lo mismo con otras palabras”, “este adjetivo está de más”, “aquí hay que cortar la frase y poner un punto seguido”. En el caso mío, eran lecciones dadas a su hijo por un matemático que también amaba la literatura (como debió ser un preceptor de la época clásica). Lecciones que ya no se dan en el colegio, y ni siquiera en la Universidad, y que tuvieron siempre, en mi vida y en mis circunstancias, una repercusión y una importancia enormes.

La Historia

Mis padres comprendieron, desde un comienzo, que mi auténtica vocación era la Historia. Pese a estar literalmente rodeado de libros de matemáticas, debieron ver que siempre terminaba, siendo niño, en el estante donde estaban los textos de Porras, de Garcilaso, de Valcárcel y de Basadre (que eran rezago de los años universitarios de mi madre y de mi tío Jorge Plasencia en San Marcos). Percepción doblemente meritoria si consideramos que, por el sesgo de su formación de ingeniero y científico, mi padre sólo entendió muy tardíamente mi obsesión por las fechas, por la nota a pie de página, por los contextos, por los antecedentes, y por las interpretaciones sociales o económicas de las cosas.

A la postre, se produjo en mi padre una simbiosis muy peculiar: seguramente bajo el influjo de los libros de Historia que fui apilando poco a poco en mis años universitarios, y apoyándose evidentemente en su bagaje original de matemático, terminó convirtiéndose en el primer especialista de quipus en el Perú.

En lo que a mí respecta, luego de mi ingreso a la Academia Diplomática en 1985, comprendí, desde un principio (para mi alegría y tranquilidad) que la Historia, la Politología y las Relaciones Internacionales andaban casi de la mano.

Las enseñanzas de mi padre

Además de todas las oportunidades que me brindó, guardo de mi padre tres enseñanzas que siempre he procurado seguir:

Primero es el hombre, después la máquina.
No se aprenden las cosas para obtener una utilidad inmediata o práctica. Se estudia por la nobleza de estudiar. Además, lo bien aprendido, con pasión y con rigor, tarde o temprano termina sirviendo en circunstancias a veces insospechadas.
La auténtica aristocracia es la aristocracia del espíritu, de la Ciencia y del saber.

(Texto escrito a fines del siglo XX)

Referencia: http://www.britishschool.edu.pe/Internos/Perspectives/2007/Perspectives075p.htm Sigue leyendo

MENSAJE DE DESPEDIDA COMO ENCARGADO DEL CONSULADO GENERAL DEL PERÚ EN BUENOS AIRES (1 DE MAYO DE 2012)

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MENSAJE DE DESPEDIDA A LA COMUNIDAD PERUANA

Queridos compatriotas:

El 6 de mayo concluiré mis funciones como Cónsul General encargado en Buenos Aires. A partir de entonces, esta Misión quedará a cargo del Ministro Carlos Amézaga, hasta la llegada, en fecha próxima, del Embajador Marco Núñez Melgar como nuevo Cónsul General.

En esta ocasión, deseo agradecer a todos los integrantes de la comunidad peruana en Buenos Aires por la constante y valiosa colaboración que me fue brindada en el desempeño de mis tareas y responsabilidades. Me ha honrado mucho trabajar con ustedes y para ustedes. Pido para el Ministro Amézaga y para el Embajador Núñez Melgar el mismo apoyo que me dieron a mí.

El Consulado General en Buenos Aires es el brazo del Estado Peruano que protege y atiende a la comunidad peruana en esta circunscripción, y sirve también de nexo a ella con nuestra querida Patria. El manejo de esta Oficina reviste una complejidad especial, sobre todo teniendo en cuenta los muchos compatriotas que viven aquí. Es también un trabajo que se encuentra en constante perfeccionamiento y profundización, en la medida en que existe plena voluntad y convicción, por parte de las autoridades de nuestro país, de atender cada vez mejor a los ciudadanos que viven fuera del Perú.

En el ámbito de la asistencia humanitaria, el fortalecimiento de los vínculos del Consulado General a mi cargo con la comunidad peruana y con las autoridades y entidades argentinas vinculadas a la gestión migratoria y a la asistencia social, permitió la atención de casos muy complejos, como el de la tragedia ferroviaria de Once. En general, tengo la convicción de que la atención de los casos del área legal y humanitaria ha mejorado de manera sustancial.

Conforme al Convenio de Cooperación Interinstitucional suscrito el pasado 24 de enero entre el Ministerio de Relaciones Exteriores y el RENIEC, se espera para mediados de este año una importante agilización de la expedición de los DNI. Dicho proceso ha sido precedido por la entrada en operación de un sistema creado al interior de este Consulado General, que ha permitido reducir considerablemente el tiempo de espera para el trámite de los DNI. De hecho, hoy puede apreciarse un avance más fluido de la atención al público.

Asimismo, se está avanzando con el proceso de digitalización de actas de Registro de Estado Civil de este Consulado General, lo que posibilitará en un futuro cercano emitir las certificaciones de las mismas apenas recibidas las solicitudes de nuestros compatriotas tanto en Lima como en la sede consular.

También me complace manifestar que, desde el 1 de marzo de 2012, se inició el servicio de impresión remota de pasaportes, que permite imprimirlos directamente en esta sede consular. Ello ha reducido el tiempo de entrega de dichos documentos a cinco días, en lugar de los cuarenta y cinco días que solía tomar. Hoy los casos de emergencia pueden ser atendidos en veinticuatro horas.

En cuanto a los certificados consulares de antecedentes penales, que son requisito para la radicación en la Argentina, se están atendiendo hasta cien de ellos cada día. En términos de cifras globales, se ha elevado la cantidad de connacionales que han realizado satisfactoriamente el trámite de 10,000 en 2010 a más de 16,000 en 2011. En este año se prevé entregar más de 20,000 certificados.

Pese a estos avances, quedan muchas cosas por hacer así como dificultades que superar.

Sin lugar a dudas, la visión que tengo sobre la proyección futura de nuestra querida comunidad en Buenos Aires puede resumirse en dos conceptos: el logro del bienestar integral de sus miembros y su unión más estrecha en torno a nuestra notable tradición peruana. Estoy seguro de que estas metas serán alcanzadas si todos seguimos trabajando en la misma dirección.

Es el sincero deseo de su amigo y servidor,

Hugo Pereyra Plasencia
Cónsul General encargado del Consulado General del Perú en Buenos Aires

Buenos Aires, 1 de mayo de 2012

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EL PENSAMIENTO DE ORDEN SUPERIOR

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EL PENSAMIENTO DE ORDEN SUPERIOR

Hugo Pereyra Sánchez (*)

Hace diez años, Lauren B. Resnick publicó un importante informe intitulado Education and learning to think, cuyo tema central es el pensamiento de orden superior. Según dice la autora, no se ha logrado precisar este concepto mediante una definición; pero, en cambio, es posible reconocerlo por algunas de sus características.

El pensamiento de orden superior no es algorítmico, tiende a ser complejo, produce varias alternativas de solución en vez de una sola, realiza sutiles matices de juicio e interpretación, incluye la aplicación de múltiples criterios, demanda muchas veces un apreciable esfuerzo mental, etc. Basta que volvamos a leer algún libro que nos cautivó por su originalidad, profundidad y variedad de ideas para notar con claridad que, efectivamente, el pensamiento del autor tiene todas o casi todas las características señaladas. Sobre el esfuerzo mental que requiere el pensamiento de orden superior, recuerdo que hace tiempo leí un libro donde se relataba que Pierre Curie odiaba que se lo interrumpiera cuando estaba trabajando en su laboratorio, pues solía alcanzar intensos grados de concentración en los cuales la mente se le ponía al rojo vivo, al punto de que “podían brotar chispas” (la cita, por supuesto, no es textual).

Se han realizado diversas investigaciones sobre la naturaleza del pensamiento, uno de cuyos principales objetivos es el de averiguar la forma en que las instituciones de enseñanza pueden ayudar a que los alumnos adquieran destreza en su trabajo intelectual. Un importante resultado de tales trabajos es que las actividades tradicionalmente asociadas con el pensamiento no se limitan sólo a los niveles avanzados, sino que ellas incluyen también los niveles elementales de lectura, matemática y otras ramas, cuando su aprendizaje se realiza bien.

Si una persona sabe leer bien, ello indica generalmente que posee la habilidad del pensamiento superior. Más aún, se considera que el correcto aprendizaje de la lectura desarrolla la habilidad del pensamiento superior. Pero, al hablar de lectura, nos referirnos no solamente al hecho de captar las ideas contenidas en un texto, sino de tener también la capacidad de ordenarlas en otra forma, analizarlas, resumirlas, tomarlas como base para el desarrollo de ideas nuevas, etc. En suma se trata de una capacidad de lectura que es a la vez comprensiva, analítica, crítica e inferencial.

Las características de una buena lectura concuerdan notablemente con los pasos de la meditación, según los enunciara Rodolfo Senet en un texto de Pedagogía escrito en 1922. Dichos pasos son los siguientes: comparar, coordinar, abstraer, generalizar, combinar e imaginar. De esta concordancia resulta que leer bien es una forma de meditar. La lectura de estudio debe ser practicada y fomentada intensamente en la universidad, así como también la expresión oral y escrita. En cuanto a lo último, sería conveniente que desde los primeros cielos los estudiantes universitarios elaboren informes de laboratorio y pequeñas monografías (en España las llaman tesinas) y aprendan desde el inicio de sus estudios todo lo relativo al trabajo de investigación, desde la elección del tema hasta la redacción del informe, pasando por la pesquisa bibliográfica, la confección de fichas, la obtención y análisis de datos, etc. Por cierto, es bueno concluir esta parte diciendo que la lectura de estudio no tiene por qué excluir a la lectura de solaz que tanta importancia tiene para el ser humano.

La búsqueda de métodos educacionales que ayuden a la obtención de habilidades intelectuales de orden superior ha producido interesantes resultados y también ha hecho recordar que, en lo fundamental, dichos métodos existían desde hace muchos siglos. Para los educadores es antiguo el objetivo de incrementar la habilidad de pensar. Dicho propósito existió por lo menos desde la época de Platón. Pero este objetivo fue parte de una tradición de alto nivel educacional que no era aplicable en un sistema educacional de masas. Aunque no es nuevo que se incluya en el currículo escolar de alguien lo relativo al pensamiento, a la solución de problemas y al razonamiento, sí lo es incluirlo en el currículo de todos. Desarrollar programas educacionales donde se asuma que todas las personas, y no solamente una elite, puedan llegar a convertirse en pensadores competentes, es un nuevo desafío.

Sobre el particular, recordemos que Sócrates fue considerado el educador de la juventud aristocrática y que su método educativo era conversacional, basado en un juego de preguntas y respuestas. Bien podría, pues, decirse que Sócrates usaba un método al que hoy se le llamaría de educación interactiva. Platón, su discípulo, decía que la música era una preparación para la filosofía y que la matemática enseñaba a prescindir de lo sensible y a contemplar las formas puras. En la academia que fundó se daba especial atención a los ejercicios dialécticos, destinados a desarrollar una sólida capacidad para el correcto raciocinio.

Aunque no siempre es fácil, sería muy conveniente que en la enseñanza de las asignaturas curriculares de la escuela, el colegio y la universidad se procurara incluir procedimientos para desarrollar las habilidades de orden superior. En la enseñanza de la matemática, la física y la ciencia en general, se debería poner mucho énfasis en la solución de problemas y en el planeamiento y realización de experimentos.

La educación memorística ha merecido un justo rechazo, pero ello no debe conducir al extremo de eliminar en la enseñanza los adecuados procedimientos para robustecer la memoria, ya que ella es un factor muy importante para el desarrollo y la aplicación de las habilidades intelectuales de orden superior. No es malo que los alumnos ejerciten la memoria. Lo malo es que, en la enseñanza, se reemplace el razonamiento por la memoria y se evalúe a los estudiantes sobre la base de sus conocimientos memorísticos. En su libro Cómo se hace una tesis, Umberto Eco dice lo siguiente: “De viejo se tiene buena memoria si se la ha ejercitado desde muy joven. Y da lo mismo que se haya ejercitado aprendiendo de memoria la alineación de todos los equipos de primera, los poemas de Carduccio, o la lista de los emperadores romanos desde Augusto hasta Rómulo Augústulo. Desde luego, puestos a ejercitar la memoria, mejor es aprender cosas que interesen o sirvan; pero, de todos modos, también aprender cosas inútiles supone una buena gimnasia”.

Como se aprecia en el texto y en la extensa bibliografía del informe de Lauren B. Resnick, es grande la cantidad de trabajos de investigación realizados sobre el pensamiento de orden superior y otros temas relacionados. Pero el tema sigue abierto, y conviene prestarle la mayor atención por la importancia que tienen sus proyecciones.

(*) Ingeniero y estadístico-matemático peruano (1929-2008). Padre del titular de este blog. Es un bello texto, escrito en 1997, que puede ser de mucha ayuda para universitarios en sus primeros años de estudio. Sigue leyendo