Prólogo a un libro sobre Alfredo González Prada

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PRÓLOGO

La Historia del Perú está llena de egregios personajes olvidados. Citemos unos cuantos ejemplos. Pensemos en el teniente cajamarquino Manuel Aristizábal, símbolo del patriotismo peruano contra el autoritarismo de Simón Bolívar en tiempos de la Constitución Vitalicia, ejecutado en Lima el 7 de agosto de 1826. O en Pedro Gálvez, hermano de José  (el mártir del combate del Callao contra la escuadra española del 2 de mayo de 1866), insigne liberal antiesclavista y diplomático peruano forjado en la generación del tiempo de Ramón Castilla y de Manuel Nicolás Corpancho. O en Emiliano Vila y Enrique Oppenheimer, miembros del célebre ejército breñero de Andrés A. Cáceres, ambos caídos heroicamente en la batalla de Huamachuco del 10 de julio de 1883. O, en fin, en Mariano Torres, espléndido periodista y editor del semanario radical La Luz Eléctrica, donde apareció publicado en julio de 1888, en plena censura, el Discurso en el Politeama de don Manuel González Prada.

Aquí cabe preguntarse por qué fueron olvidados personajes de todas las épocas como los anteriormente mencionados, pese a su extraordinaria valía. Una primera explicación es lo arraigada que está en el ser nacional esa tradición tan peruana de la memoria frágil que permitió en el pasado, a más de un gobernante, retornar al poder pese a haber sido protagonistas de escándalos o, en el mejor de los casos, de asuntos oscuros y no aclarados. Huelga aquí mencionar el nombre de ese personaje que negoció como Ministro de Hacienda el más corrupto de los contratos internacionales republicanos (el Contrato Dreyfus) y que, sin embargo, llegó después a ser cabeza del ejecutivo, en circunstancias diversas, al menos en dos ocasiones. En un sentido radicalmente opuesto –y, por cierto, pavorosamente injusto- la memoria frágil de los peruanos ha servido también para hundir en el olvido ilustres trayectorias que bien merecerían ser evocadas con cariño y orgullo, para ejemplo de las generaciones más jóvenes. Hablamos aquí de una amnesia que podríamos llamar perezosa, pasiva, entroncada sin duda con la escasez que ha habido –y hay- en nuestra sociedad de lo que Raúl Porras Barrenechea llamaba “caridad cívica” o, simplemente, civismo: si uno olvida algo, ello ocurre porque no se sabe valorarlo o no se tienen patrones de comparación que permitan hacer esa valoración.

Pero hay otra amnesia, activa, consciente y, por lo tanto, más perversa y dañina, que puede resumirse en el deseo individual o colectivo de “sepultar” el recuerdo de una persona por razones políticas, con un sentido casi inquisitorial, de indudable sabor arcaico. Aquí hablamos del objetivo de echar por tierra trayectorias cuyo brillo y pureza generan recuerdos que resultan incómodos, porque su contraste con comportamientos habituales, a veces consagrados por una tradición mal entendida, los vuelven antipáticos, no por impracticables o utópicos, o por ser bajos o malsanos (siendo más bien todo lo contrario), sino porque representaron en su momento avances y acciones rebeldes  (y difíciles) que rompieron moldes e hicieron avanzar a la sociedad. Ello, aunque la gente de su tiempo haya metido su cabeza en la tierra como un avestruz y no haya podido o querido entenderlo así. Al grupo de olvidados por esta razón pertenece sin duda el diplomático, escritor y publicista Alfredo González Prada y Verneuil, que ha sido objeto de un interesante trabajo evocador llevado a cabo por el también diplomático Alberto Fernández Prada, que me honra prologar.

Alfredo fue hijo de Manuel González Prada, el ilustre radical y anarquista autor de algunas de las grandes obras peruanas de crítica política y social, entre las que cabe mencionar las recopilaciones Pájinas Libres, Horas de Lucha y Bajo el Oprobio, además de haber sido una de las grandes plumas de la poesía y de la prosa literaria en el Perú en tránsito entre los siglos XIX y XX. La madre de Alfredo González Prada fue Adriana de Verneuil, francesa avecindada en el Perú con su familia desde antes de la Guerra con Chile. Nuestro personaje nació en París, en octubre de 1891, cuando su padre y su madre decidieron hacer una larga estancia en Europa (él, por motivos intelectuales), que se prolongó hasta fines del siglo XIX. Alfredo heredó de su padre no solo el porte y la distinción, sino la misma personalidad que aunaba, en extraña y original combinación, una gran energía y rebeldía junto con un exquisito sentido y sensibilidad artística.

Su adolescencia y juventud transcurrieron en pleno tiempo de la Belle Epoque, en la Lima del Palais Concert y de Abraham Valdelomar. Graduado en San Marcos, Alfredo González Prada mostró, desde esos años, una decidida vocación por los asuntos internacionales y diplomáticos, que lo llevó a ingresar, desde amanuense, en julio de 1911, al Ministerio de Relaciones Exteriores, institución de notable prosapia republicana establecida desde tiempos de José Gregorio Paz Soldán y que afrontaba por esos años, a comienzos del siglo XX, el tratamiento de las secuelas de la Guerra del Pacífico y de otras complejas cuestiones de fronteras. Paralelamente, el joven Alfredo no dejaba de ser –a juzgar por los recortes y testimonios de época- una de las referencias indispensables de esos años dorados de la Lima literaria y artística. El libro de Fernández Prada abunda en detalles sobre este tiempo, cuyo fulgor ha sido bastante olvidado por las generaciones de hoy, reconstruido por el autor a partir de diversas fuentes, entre las que destacan algunas de las célebres evocaciones de Luis Alberto Sánchez, quien fue amigo personal de Alfredo González Prada. Queda muy claro, al menos para los limeños de entonces, que ese Alfredo González Prada de comienzos de siglo tenía una vigorosa personalidad propia, que no se confundía en lo absoluto con la de su célebre padre, entonces pensador anarquista que llegó ser Director de la Biblioteca Nacional.

Alfredo González Prada tuvo una corta pero intensa carrera diplomática, que lo condujo a las misiones en ciudades como Buenos Aires y Washington, y a ser incluso representante del Perú ante la Liga de las Naciones, antecedente de la actual Organización de las Naciones Unidas. La parte que Fernández Prada dedica a este tema (capítulo II) es, a mi juicio, la más interesante de todo el libro por la cantidad de noticias interesantes que anota sobre la actividad diplomática de nuestro personaje. Cabe destacar la identificación de una vieja fotografía, tomada de un diario de la época, que lo muestra elegante y con un inconfundible aire a su célebre padre, cuando era Consejero en la Legación del Perú en Washington, en 1929. De este último año data la primera de sus tres “dimisiones principistas” al cargo –como las llama Fernández Prada- a propósito de la valiente defensa que hizo de dos humildes empleados peruanos, residentes en la capital de los EEUU, que se encontraban al servicio de Miles Poindexter, ex jefe de la misión diplomática norteamericana en el Perú, en tiempos del Presidente Leguía. Poindexter abusaba de los trabajadores peruanos. Fernández Prada reconstruye minuciosamente el episodio a partir de fuentes de prensa de los EEUU e incluso transcribe el texto de los telegramas que fueron cursados entre el Canciller Rada y Gamio y nuestro personaje. En pocas palabras, Alfredo González Prada, en gesto altivo y digno, se negó a “devolver” a la Sra. de Poindexter a los dos compatriotas, y renunció al cargo en la legación. Además del obvio eco e influencia de la trayectoria y ejemplo de su padre Don Manuel frente a las causas sociales, brilla aquí un rasgo del diplomático peruano que forma parte de la esencia de su carrera, en un sentido clásico: la defensa de los peruanos migrantes. En este caso, González Prada se rebeló ante consideraciones que ponían en un segundo plano la defensa de los sagrados derechos de peruanos que sufrían abusos en el exterior, ante circunstancias supuestamente políticas. No olvidemos la estrecha relación que el gobierno de Leguía tuvo con los EEUU, que no en pocos casos rozó con actitudes sumisas y poco enérgicas, verdaderamente inadmisibles para gobiernos soberanos. Por su actitud, el diplomático Alfredo González Prada bien podría ser considerado como el precursor del extraordinario desarrollo que tiene hoy en día la política consular en la Cancillería, particularmente en lo que se refiere a la protección de los connacionales.

Otras partes del libro de Fernández Prada abundan en una faceta totalmente diferente y que retrata, con aún más intensidad, la nobleza del alma de Alfredo González Prada: su actividad como publicista de la obra de su padre. Me refiero al capítulo III del libro, titulado “El albacea cultural de la obra de su padre Don Manuel”. Bien ha dicho Luis Alberto Sánchez que es difícil encontrar un caso similar de devoción filial por la obra de su progenitor. No hay que olvidar que, en vida, Manuel González Prada alcanzó a editar solo una parte de su producción libresca. El caso más importante fue el de Pájinas Libres, libro editado en París en 1894, producto de la recopilación, refundición y retoque de muchos de los artículos (inéditos o no) que el gran pensador escribió desde el tiempo de su célebre evocación del marino Miguel Grau, en El Comercio de julio de 1885.  Pero esta recopilación hecha en vida fue una excepción. No es exagerado sostener que la mayor parte de los libros de Manuel González Prada, editados en el siglo XX, fueron minuciosa y  literalmente “armados” por su hijo, en distintas etapas de su vida. Don Manuel dejó, en efecto, muchos textos inéditos, anotaciones y recortes. Fue Alfredo quien, con una paciencia de monje benedictino, transcribió y ordenó, temática y cronológicamente, los materiales dispersos de su padre. Sin el aporte de su hijo, las actuales generaciones de peruanos habrían tenido a un Manuel González Prada fragmentario.

Otras partes del libro de Fernández Prada contienen información muy interesante sobre aspectos tales como la genealogía de la familia González Prada y la influencia del pensamiento de don Manuel en su hijo. No deja de llamar la atención, asimismo, la recopilación de documentos históricos relativos a la familia González Prada, entre los que destaca el testamento de doña Adriana de Verneuil, hecho en Lima el 29 de marzo de 1946.

Alfredo González Prada vivió una época que fue a la vez interesante y convulsa tanto en la escena nacional como en la internacional. Le tocó, por ejemplo, la transición entre el gobierno de Leguía y el inicio de lo que Jorge Basadre ha llamado el Tercer Militarismo, iniciado por el golpe de estado de Luis M. Sánchez Cerro, que preludió un tiempo de barbarie (el término es de Guillermo Thorndike) y de luchas sociales y de masas en la historia peruana. En el plano internacional, fue el tiempo del ascenso del fascismo y de la gestación y eclosión de la Segunda Guerra Mundial, con el triunfo de las democracias y de la URSS sobre el totalitarismo japonés, nazi y fascista. Entre las anécdotas vinculadas a la escena internacional, no está de más mencionar los problemas que tuvo Alfredo González Prada cuando, luego de una estancia europea en compañía de su joven y culta esposa norteamericana Elisabeth Howe, retornó a los EEUU donde fue considerado por las autoridades migratorias como “alien enemy”, por la circunstancia de haber nacido en París y, curiosamente, pese a haber trabajado anteriormente en territorio norteamericano como diplomático peruano. No olvidemos que, a comienzos de la segunda Guerra Mundial, la Francia de Vichy llegó a ser satélite de la Alemania de Hitler.

El libro de Fernández Prada incluye también información sobre la trágica muerte de nuestro personaje en Nueva York.

Ha llegado el tiempo de rendir homenaje a ese ilustre peruano que fue Alfredo González Prada. Con todas sus imperfecciones humanas, parafraseando una expresión de Jorge Basadre, no emanan de él, o de su recuerdo, influencias impuras, sino más bien ejemplos dignos de ser imitados. El libro de Fernández Prada es clara muestra de esta actitud justiciera.

 

Hugo Pereyra Plasencia

Lima, 15 de febrero de 2013

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