Carlos y el anillo mágico

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Fue su mejor regalo de cumpleaños de Carlos, pues su madre le dio la gran noticia que había sido considerado dentro de los becados del colegio San Ignacio. Ya faltaban pocas semanas para terminar el segundo de primaria y, con ello, podría ir a un mejor colegio, “de esos de curas que dicen que son buenos”.

Carlos vivía con su madre y Patricia, su hermana. Ellos habían conseguido una pequeña casita en la zona de la “manganchería”, cerca al Cementerio San Teodoro. Su madre trabajaba de cocinera en un restaurante y, además, preparaba chicha para venta diaria en su propia casa, donde colocaban la banderita blanca hasta que se acababa.

Empezaron las clases de tercero de primaria en el colegio y Carlos tuvo la alegría de ampliar sus amigos, niños de muy diversas condiciones, algunos de los cuales también se burlaban juguetonamente de él, quien tenía aspecto más humilde y reflejaba, por cierto su propia condición. Felizmente, Carlos tenia “calle” como se dice, pues desde el año anterior venía trabajando en el Diario “Correo” de Piura, apoyando diversas tareas, especialmente la repartición y, en algunos casos venta directa, del periódico, todos los días entre las 5 y las 7 de la mañana. Después de ello iba religiosamente a sus clases.

Era una actividad intensa y entre todos se lograba que alcanzara para lo necesario. Carlos tenía vergüenza de que fueran a su casa para estudiar, por lo pequeña y polvorienta que era, aunque él no desperdiciaba cada invitación para hacerlo en casa de cualquiera de sus compañeros, o cuando se quedaban estudiando en el mismo colegio, ya fuera porque les tocaba estar castigados o lo hacían por propia voluntad. Cha mare, que ese Chiricuto tiraba unos latigazos…

Hubo una buena integración con un buen grupo del colegio por lo que Carlos se hizo de una nueva collera más itinerante, como resultaba la venta de los periódicos. De hecho, más de una vez se encontró en ésta actividad con alguno de los papás o mamás de sus amigos y no faltó una de ellas que le increpó de su labor.

Rafael era un compañero muy cercano a Carlos. Incluso, tenía casa de playa, tanto en Yacila como en Colán, además de casa de campo por Catacaos y en Tambogrande. Sus padres eran accionistas del principal banco local y empezaban a instalarse en la actividad industrial de textiles y procesamiento de productos alimenticios. Como llegaban las próximas vacaciones de verano, lo invitó a Carlos a pasar unos días en Yacila. Le encantó la idea, pues a la playa sólo había ido una vez, por la zona de Sechura.

Ese día, Carlos se fue a dormir con la ilusión de conocer mejor el mar. En el colegio habían llevado un curso de geografía espectacular con el tío “Porfi” y le había prendido la mecha de conocer mejor la geografía de Piura y sus riquezas. Tempranito, al levantarse al día siguiente, habló con su madre sobre su deseo de ir a la playa y no se imaginó su negativa tan decidida y rotunda “¿Cómo nos vamos a quedar solas tu hermana y yo? ¿Quién se hace cargo de tus periódicos?”.

Furioso, se fue a su rutina diaria. Pasaron unos días, el mes de enero avanzaba y hacía un espléndido sol. Ofendido como se sentía, tomó una decisión. Le dejó una carta a su madre mencionando que se iba de la casa por una semana, a vivir la experiencia del mar y a pasarla con sus amigos, buena parte de los cuales veraneaba en alguna playa o se iba para Lima, la capital. Se sentía alguna ebullición de cambios, de empezar cosas nuevas, todo lo cual terminó de encaminar la decisión de Carlos.

Como pudo, en el mercado se logró embarcar en un camioncito pesquero hacia Paita. De allí le fue más fácil caminar hasta Yacila. Felizmente llevó su gorra porque el sol achicharraba demasiado y no tuvo que caminar demasiado porque unos veraneantes que pasaban en su camioneta lo jalaron hasta la misma playa. Allí fue más fácil encontrar a Rafael y otros patas que vivían allá. Todos se alegraron de verlo, pensando que le habían dado permiso y todo iría muy bien.

Rafael, un inquieto por explorar las cosas, propuso y todos los 6 muchachos que eran en ese momento fueron a caminar hacia un túnel que había por unas rocas. Era el momento, pues sólo se podía pasar cuando estaba la marea baja. Así que lo hicieron con mucho gusto y alegría. En el recorrido encontraron hermosos caracoles y piedras de colores muy llamativos. Había erizos, percebes, cangrejos, estrellas de mar, conchitas y variedad inmensa de moluscos que se quedaron muy asombrados. También gozaron de encontrarse con una piscina natural que formaba el mar entre las rocas, donde se bañaron y nadaron por buen rato.

Allí fue donde –de pronto- Carlos observó algo que brillaba cerca de la orilla de la laguna y se acercó nadando. Se trataba de un anillo y pronto pensó en que sería un bonito regalo para su hermana Patricia. Al frotarlo para limpiarle la arena que tenía, se asombró de ver aparecer a un enorme conejo blanco de ojos rojos, quien se disculpó de asustarlo y le pidió que no temiera. Soy Pedro, le dijo. De modo directo le dijo también que ese anillo le pertenecía a Juan, el rey de los mares.

Sólo había una forma de devolverlo. Ir a su castillo, en el fondo del mar. Todos los amigos de Carlos habían rodeado al conejo y escuchado sus palabras y se miraban perplejos unos a otros. Rafael los animó a todos, vamos, no perdemos nada con conocer todos a Juan, recuerden que el tío Porfi nos contaba de distintas historias del mar en su curso de geografía… Pues, se decidieron todos y no hubo tiempo para otra cosa, cuando escucharon que Pedro dijo algo que sonó como “let’s go!” y se sumergieron en el mar con una rapidez y aparecieron al pie de un castillo inmenso, al cual Pedro les invitó a pasar. Adentro encontrarían al Rey.

Sin darse cuenta, Pedro desapareció. Detrás de ellos, escucharon unas voces. Bienvenidos!! Era el Rey Juan y su corte, todos muy contentos y alegres de recibirlos y de tener de vuelta el anillo mágico del Rey. Juan en agradecimiento los llevó por todos los océanos del mundo, les develó diversos misterios del mar, de sus corrientes, de sus orígenes. Una variedad ingente de peces, especies marinas, la tortuga más grande de 27 toneladas y 11 metros de diámetro, no más grande que una gran ballena. Fue un paseo extraordinario y podían respirar sin problema, más fabuloso.

Nuevamente en el castillo del Rey Juan, el les habló con algunas palabras como recordarles que siempre debíamos ser buenas personas y trabajar duro en la vida, no acostumbrarnos a lo fácil. Recordarnos de amar y servir en todo lo que nos toca a diario, lo cual era la forma más sencilla de vivir y realizarnos como personas, no necesitábamos tanto más. Por último, el Rey le regaló a cada uno un hermoso caracol de colores variados, para que se acordaran siempre de su visita. Estuvieron comiendo, bailando, cantando y Carlos no recuerda en qué momento se quedó dormido, de cansancio, de alegría.

Sólo recordaría cuando su madre consiguió despertarlo. Carlos, tienes que ir a trabajar, son la 4.30 am, se te va hacer tarde. Él se terminó de despertar sentado sobre su cama. De pronto se dio cuenta que en su mano tenía aprisionado un hermoso caracol, muy parecido al que les regalara el Rey Juan.

Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 18 de octubre de 2015

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