¿Cuidamos del otro?

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Cuidar del otro puede parecer algo banal o sin importancia por lo obvio o porque no entra en el chip con el que actuamos cotidianamente. Es obvio si lo referimos a los integrantes de una familia que vive una vida regularmente unida e integrada. Especialmente los padres son los llamados a “cuidar” y velar por el crecimiento de los hijos, al menos hasta cierta edad.

Ello no quiere decir que lo mismo va a ocurrir con los hijos respecto a sus padres cuando éstos crecen y los padres se vuelven ancianos o poco aptos de valerse “por sí mismos”. Pero, lo normal en una familia es que unos velen por los otros y viceversa. Podríamos decir que el cuidado de la naturaleza empieza por el cuidado de nosotros mismos como especie; movido no sólo por un “instinto de sobrevivencia” sino por una opción libre de crecimiento y sentido humano.

En el mundo actual, muy marcado por la competencia entendida como el “todo vale”, muchas veces no hay pero que valga en “preocuparse por el otro” porque sencillamente los demás no cuentan o cuentan en tanto estén por debajo de uno y no sean obstáculo para el desarrollo o “éxito” propio. Sin embargo, también hay sentidos de competencia que empiezan a valorar el trabajo en equipo y la cooperación; eso es importante, porque toma en cuenta y reconoce que “puede haber espacio para todos” y que el florecimiento del éxito de unos y otros nos pueden enriquecer de mejor manera, aunque hasta ahí nos movamos por intereses creados (y egoístas) y no necesariamente por un sentido de solidaridad.

La sociedad actual, qué duda cabe, está atravesada por un marcado individualismo. En algunos casos necesario para marcar la autonomía necesaria en cada persona para valerse por sí sólo en la vida; para afirmar un concepto de ciudadanía acorde al ejercicio de derechos y participación en los destinos colectivos y públicos. Necesario como parte de la misma división social del trabajo dentro de un mundo capitalista como el que nos ha tocado vivir. Sin embargo, ¿ello tendría que suponer el que se diluyan todo tipo de relaciones de cooperación, de colaboración, de servicio y un largo etcétera con equivalentes?

Justamente, porque nuestra humanidad se hace y se define en la relación con las demás personas con las que nos relacionamos y necesitamos para vivir. Ello es más evidente cuando nacemos; usualmente vamos a requerir de unos buenos 5 años (al menos) de cuidados absolutos de alguien (normalmente mamá y papá) para que nos alimente, vista, oriente, nos de afecto, y otros aspectos más (por cierto hay muchos niños que carecen de ello). Pero también requerimos de los otros cuando crecemos y pasamos a una etapa más adulta. Aunque no lo parezca, requerimos cuidarnos unos de otros, ayudarnos a seguir creciendo, siempre en el sentido humano, como personas, y de saber realizarnos como personas.

En ese sentido, contar con grupos de referencia siempre será importante y significativo. Uno de ellos puede ser la experiencia de una comunidad cristiana, la misma que puede aportar mucho en ese propósito y ser muy significativo. Tanto para mantenernos constantemente alertas a las diversas expresiones de individualismo con que se tiñe nuestra vida cotidiana y no dejarnos absorber por ellas, pasando por el convencimiento que las cosas que hacemos, si las hacemos con sentido de cooperación y servicio, solidaridad y justicia, y otra serie de motivaciones “comunitarias”, nos pueden ayudar a situar en otro modo de vivir, otro estilo de vida, necesario para una mejor convivencia, en la que todos valemos por lo que somos y no sólo lo que tenemos.

Ahora bien, tan importante como lo anterior (o más), puede ser el buscar crecer en nuestra fe desde la experiencia comunitaria. Lo que llamamos aprender a vivir la “fe en comunidad”, buscando tejer de modo común sentidos de vida desde nuestra vivencia de fe y lo que ello puede posibilitar como caminos apostólicos a los que cada quien se pueda sentir llamado, tanto de modo individual como comunitario. En ésta dimensión, buscando que sea la experiencia de Jesús en nuestra vida lo que nos de centralidad a todo nuestro ser y experiencia de crecimiento y alegría.

Por tanto, una clave del crecimiento comunitario es sabernos también acompañar unos a otros; cuidar de cada integrante y su crecimiento. Aprendiendo, entre otras cosas, a discernir individual y comunitariamente. Aprendiendo a acompañar en todos los niveles que pueda corresponder. Ya sea acompañamientos individuales; acompañamientos a nivel de comunidades pequeñas (o más ampliamente en estructuras más amplias); acompañamientos de la vida espiritual en procesos de retiros o ejercicios espirituales y acciones afines.

En realidad, el acompañamiento es basto y es bueno que lo hagamos consciente porque se puede aplicar a realidades diversas, tales como la familia, el ámbito laboral y otros. Lo cual es interesante hacer de modo creativo, informado y gratuito. Se trata de hacernos responsables solidariamente de la vida de los demás.

Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 8 de setiembre de 2014

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