Una lectura que alimenta

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Hacer del encuentro con Jesús una experiencia de alegría no sólo es una bonita clave desde la cual se escribe la última exhortación del Papa Francisco (“Evangelii Gaudium”). Ocurre que si es tal, en la vida suele ser una experiencia conmovedora, de profunda alegría, de sentirnos amados gratuitamente, por el sólo hecho de ser quienes somos. De hecho, en el CELAM de Aparecida (Brasil, 2008), ya fue momento en la Iglesia de recordarnos sobre la alegría que debe significar siempre nuestro ser cristiano.

Es desde una experiencia de mucha fe y sencillez como el Papa Francisco nos presenta y sitúa el evangelio, la vida de Jesús, como motivo de alegría, de “buena nueva”, de reinado de Dios, invitando a dejarnos afectar por esa alegría y su hondo significado en todo nuestro ser. Porque dejarnos llevar por Jesucristo, nos libera. Desde allí, se nos invita a ser parte de una nueva etapa evangelizadora, todos como Iglesia, compartiendo esa experiencia de alegría.

Para vivir la alegría del evangelio se nos estimula a estar atentos a diversos riesgos a que nos induce la sociedad y el contexto actual, marcados muchas veces por una “tristeza individualista”, la “búsqueda enfermiza de placeres superficiales “ o el desarrollo de una “conciencia aislada”. Estar atentos a no enclaustrarnos en nuestros propios intereses, sean grandes o mezquinos, medianos o pequeños, porque terminan quitando espacio a “los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no se palpita el entusiasmo de hacer el bien” (p.3). Por tanto, se nos llama a vivir la vida “en el Espíritu”.

¿Qué debiera significar el que nadie quede excluido de gozar de su alegría, de la alegría del encuentro con Cristo? Pensemos. Con la extensión de la internet y los medios de comunicación masiva, no habrá mucha gente que no haya escuchado nombrar alguna vez a Alá, Buda, Jesús, Abraham, John Lennon, el “Che”… O quizás sí. La cuestión es que no siempre nos maravillamos de lo que tenemos, de lo que nos ha sido dado. El amor más sublime lo asociamos muchas veces sólo a un recién nacido o a la relación de pareja que nace entre dos jóvenes o adolescentes… y poco más. Cuando se expresa en tantas cosas que significan hacer el bien (normalmente con mucho esfuerzo y sacrificio); el saber perdonar (y no cansarnos nunca de hacerlo); el obrar la justicia y la verdad, el propiciar la paz… Todo aquello que nos dignifica, nos da ternura, nos lanza hacia adelante. Porque el amor nos renueva.

El Papa Francisco nos habla de una alegría que debemos saberla vivir en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana. ¿Hemos experimentado realmente el amor en nuestras vidas? ¿Sabemos realmente dar respuesta a una invitación así, como la que se nos hace? ¿Nos hemos cansado de buscar a Dios, ya no nos importa y tampoco nos dejamos buscar por él? ¿Sabemos saltar de alegría como la criatura de Isabel ante la visita de María? ¿Nos alegramos como en las bodas de Canaá, arde nuestro corazón con su presencia (caminantes de Emaús), o sabemos entrar en ese “río de alegría”? Debemos saber vivir la alegría del amor según los contextos y circunstancias de la vida, sabiendo que el amor del Señor se renueva constantemente y nos motiva a dar testimonio fiel de ella y a comunicarlo.

Con la vida es bueno adquirir profundidad. Que las sensibilidades que vayan surgiendo y acrecentándose sean por el deseo de hacer mejor el bien. Nos dice Francisco: “El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás.” (p.9) En los diversos lugares y experiencias en que nos movemos no será siempre fácil expresar alegría. Pero si vivimos en Jesús, en el Señor, ella debe ser nuestra disposición y actitud básica, la que nos predispone mejor al amor a los otros/as. Incluso haciéndonos olvidar las ofensas recibidas, así no sea fácil. Transmitir siempre ese sentido de paz profunda, de aceptación, de comprensión maternal, de novedad. Todo lo cual nos facilitará siempre el renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad; la apertura hacia nuevos caminos, formas creativas, signos más elocuentes.

Se nos pide una vida centrada en la misión. Lo cual no es otra cosa que centrada en lograr una vida mejor para todos, saliendo de uno mismo y de los propios intereses. Como Iglesia estamos llamados a una actividad misionera vital y a todo nivel, con sencillez y yendo hacia la gente. Sabiéndonos reconocer como pecadores para saber llegar a toda la gente.

Y cuantas cosas más. Porque hasta aquí hemos recorrido solo la introducción de la Exhortación del Papa Francisco, la misma que concluye otra vez pidiéndonos, centrado siempre, en alegrarnos en el Señor (Flp. 4,4). Por cierto, no estamos en una feria de sentires alegres. Se trata de la experiencia de Dios, la del Dios del amor que nos abre a la alegría y, si no, puede ser falsa. Estamos ante una experiencia vivencial, que nos contrasta con nuestra vida agradecidamente a cada paso. Que centra de mejor modo ese sentido del amor, el cual se revela como alegría y plenitud, como experiencia posible para todos. ¿Por qué nos cuesta vivir en alegría nuestro cristianismo? ¿Por qué nos dejamos ganar por tantas cosas distintas al amor en nuestra vida?

La invitación a amar es para todos y, por cierto, a crecer en el amor.

Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 19 de mayo de 2014

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