La soledad de Felipe

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Rosa daba un paseo en bote con Felipe. Le había conocido comprando gaseosa de un ambulante, camino a su trabajo. Derrepente, ella vomitó y se sintió desvanecer al ritmo de las breves olas que sacudían sus cuerpos.

No le caía mal el mar, lo disfrutaba, pero en esa ocasión los mareos se los produjo un recuerdo de amor. Se vio llena de cosas desagradables, en su imaginación errantes y perdidas, que prefirió arrojarlas a ver si se iban de una vez.

Felipe trató de calmarla pero sólo consiguió que Rosa derramara lágrimas que lo contagiaron. La abrazó, ¡te quiero! le dijo, la vida es compleja y hay que afrontarla, pero ¡te quiero! Para sí pensaba “por eso no quiero ofrecerte nada hasta estar seguros de nuestro amor”.

Varias gaviotas se acercaron y comían lo que podía resultar desagradable; otras efectivamente pescaban, dejándose caer en pleno vuelo al mar, para volver emerger entre su pico con un pez. Las gaviotas distrajeron a Rosa, quien tranquila ya acariciaba las caricias de Felipe, buscando entender lo que él le decía.

Ya en tierra, Felipe comentó sobre una mujer, Azucena, a quien conoció finalizando casi la Universidad, en la militancia política. Pelo negro ensortijado, sintió casarse tantas veces con ella como veces pudo atravesar sus dedos en sus cabellos; profesional, chambera, sencilla, alegre, cuantas cosas podían decirse.

Felipe recordaba cuanta ternura y generosidad puso en ella; pero el machismo de uno o el orgullo del otro; la falta de madurez de la relación; … qué sería? Lo cierto es que Azucena se casó con un joven que se parecía muy poco a él y éste prefirió quedar sólo un buen tiempo, dedicándose a su desarrollo profesional y a cultivar un grupo reducido de amistades.

Entre eso, sentía que no podía amar verdaderamente, lo cual no impedía que sintiera enamorarse de relaciones pasajeras. Se dio el caso que se enamoró de dos amigas al mismo tiempo; pasó el tiempo promedio de sus relaciones y se sentía más atraído a ambas. Una de ellas era Rosa, quien sabía de la existencia de Liz, aunque ésta no de la primera.

Rosa era recurrente en sus recuerdos de amor, particularmente de esa vez, cuando en la cama improvisada de un Hotel tuvo que avisarle a su querido acompañante “nunca lo hice”, cuestión que aceleró más el corazón de Felipe y que a ella la retorció de nervios y agitaciones en cada movimiento de penetración.

Fue un amor que se prolongó aún contra su voluntad, presionado por su conciencia, pero también ganado por su fuerte pasión. Felipe sentía que la quería, deseaba ya no separarse de ella y, sin embargo, era judío; su religión le ponía obstáculos (al menos eso decía), pero sobretodo le habían otorgado una Beca a Israel y viajó.

No supo más de él (hasta ese día), salvo la línea aérea y la hora en que se fue; dos amigos y una amiga le acompañaban.

Todo parecía que no hubiera tenido paréntesis alguno o éste se hubiera diluido al verse. Llegaron a la esquina de Saenz Peña, en el Callao, y tomaron apresurados una combi. Felipe había olvidado que quedaron en ir al cine con Liz y ya ella debía estarle esperando a la salida del trabajo. Avanzaron en el carro juntos hasta que en la esquina de Sucre y la Marina él se despidió.

Entró ligero hacia Pueblo Libre y estaba allí, leyendo los titulares de los periódicos, en la esquina indicada. Con cierto apuro tomaron un taxi para ir, en realidad, a un Hotel. De que tenían relaciones íntimas era lo único que nunca le contó a Rosa, porque ella le hubiera rechazado, no lo hubiera podido aceptar.

Liz estudiaba secretariado, provinciana, había trabajado haciendo limpieza, cuidando niños, vendiendo baratijas y así logró acumular para avanzar en sus cosas; le restaba el último ciclo y después trabajaría más de lleno para ayudar a sus hermanos menores y seguir ella también luchando por superarse.

Compartía un departamento con sus 3 hermanos en Comas, de condición bastante humilde para vivir en la capital, si bien en su tierra, en Carhuaz, sus padres tenían algunas hectáreas y ganado bien habido, con una cierta bonanza de recursos.

Los gemidos, los besos, las caricias y el sopor de la agitación parecía ser sólo una pequeña parte de la película de sus pretextos, película que cuando menos Felipe de todas maneras tendría que ver para contarle a Rosa y evitar sospechas.

Más tarde, en su cuarto, mientras transcurría una hora y media sentado, en la oscuridad, Felipe razonaba que seguía sintiéndose solo y que quizá debía cambiar de vida e irse a trabajar a Arequipa.

Gabriel

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