PAPÁ RICO, EL LEGADO DE UN PADRE
Nunca podré poner en letras todo lo que significó y significa para mí la perdurable presencia de mi abuelo. A decir verdad, y quizás muchos compartan mi sentimiento; nunca fue mi abuelo, él fue mi padre.
Soy malo con las fechas. Les he preguntado a mis tíos y me dijeron que, aunque no hay documento que lo confirme porque se quemaron las actas, Rodrigo Huatuco Ortega vio la luz un 19 de septiembre a inicios de la primera guerra mundial (1913). Poco o nada sé de sus padres, pero lo que vacila en mi mente es una añeja historia que relata la lucha de algunos de sus parientes junto a Andrés Avelino Cáceres contra el enemigo en tierras acollinas.
Sí, nació en Acolla, en aquel distrito cercano a la provincia de Jauja. Acolla de mi infancia: cada vez que íbamos para allá con los primos, recuerdo el vaivén de la camioneta y los trompicones que asaltaban las piedras del camino. Viajábamos bajo tolderas, parados o sentados; cómodos o no todo era divertido cuando por fin dejabas la ciudad y veías que la sierra te abría sus brazos.
“Rodri” estudió la primaria en la escuelita número 511 de Acolla y su secundaria en el Colegio Nacional San José de Jauja. Sabe Dios si fue aplicado o no y la verdad ni me interesa. Lo que sé es que me enseñó todo cuanto pudo y lo hizo bien. Mi abuelo hurgaba las matemáticas todos los días bajo el sol, en el patio del hogar que él me dio. Extraño esa quietud, esa obsesión silente por los números y sus prolijas notas en trozos de papel amarillo de aquellos cuadernos que posiblemente ya no existen. Me educó, estuve con él en mis años de jardín. Me llevaba y me recogía del salón rosado en el jardín de Pio Pata. Yo si fui su geniecillo, adopté sus hábitos matemáticos, imité su caligrafía, aprendí sus groserías y su manera cogitabunda de caminar.
Por si ya lo sospechan, fue docente. Se graduó junto a una de las primeras promociones de la Facultad de Educación de La Pontificia Universidad Católica del Perú. Se dedicó a ello. Fue director destacado a distintas ciudades como fue en la provincia de Junín, Tunanmarca y Muqui en Jauja; donde se jubiló. Este fue uno de los ejemplos más trascendentes de mi abuelo. Su legado tuvo continuidad en sus hijos, porque casi todos fueron educadores.
Perdió a su primera esposa a los 43 años de casados. Nunca conocí a Raida, mi abuela; ni tampoco pregunté mucho por ella. No sé cuál fue el trance de su soledad, pero sé que tuvieron tiempo para ser felices. Muchos en Acolla dicen que fueron personas respetables, hasta envidiadas tal vez. Tenían una casa bella (que ya no lo es), un auto de lujo (que ya no está) e hijos ñoños que lucían siempre acharolados. Sin embargo, conocí a Dolores, su segunda esposa que; junto a él, protagonizaron mi niñez. Ella me enseñó, entre muchas cosas; a lavar ropa con mazo, a pisar frazadas y a ganarme propinas vendiendo fósforos en el mercado y, por todo ello, le estoy muy agradecido.
Si bien lo recuerdo, fueron mis primos quienes lo apodaron como “Papá Rico”. No creo que haya sido en atribución a sus millones que, por supuesto, no los tuvo; sino a toda la riqueza paternal que prodigó a todos sus nietos y, en especial, a mí. Los mejores años de mi existencia los pasé en su regazo, jugando al box o haciendo la tarea junto a él. Me rescató de los vecinos granujas que se divertían haciéndome comer heces secas o tunas espinadas. Ellos lo llamaban “Tyson”, por su cabeza pelona, su tez morena, su espalda amplia y sus puños prestos para quienes me tomaran como bufón. Yo le decía “Papá Rico” sólo y tan sólo porque olía rico: olía a papá.
Esta no es una biografía concienzuda de un personaje, es únicamente la representación de lo que atesora mi corazón. Sería inocente creer que todo fue felicidad para él. La realidad es que Rodrigo Huatuco fue una persona normal; con sus problemas personales, económicos y familiares. Es más, he de guardar situaciones lúgubres, miserias que toda familia suele esconder; porque hoy esa no es mi motivación, esas son líneas que no escribiré.
Rodrigo Huatuco Ortega “Papá Rico” murió un 10 octubre del año 2007, siete días después del fallecimiento de mi prima Rosario y ocho días antes de mi cumpleaños; en manos de un irónico resfrío que devino en pulmonía en el hospital (o al menos eso es lo que me dijeron). Está enterrado en el cementerio general de Acolla junto a mamá Raida. No lo visito hace mucho. Me excuso en el trabajo, me excuso en el dinero, en el tiempo; pero quizás sea esta vergüenza escondida de no ser aún el hombre que le he prometido ser.
Abuelo querido, querido papá. Éstos párrafos son las flores que os adeudo, discúlpame. Ya pronto ire verte. Jugaremos, cenaremos pan serrano y veremos televisión.
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