Reliance

“¿Vamos a cenar?” Yo estaba bastante de bajada y pensé en no contestarte hasta el día siguiente, pero no me pareció correcto así que te respondí algo como que hoy creo que a comer una manzana y a la camita. Entonces dijiste chino, la vida es corta y el plan es simple: Brooklyn y parrilla, sin excusas. Yo estaba pensando qué decir pero pusiste algo estilo el lugar se llama El Libertador, ¿vas a fallarle a tu general don José de San Martín? Entonces me reí y sentí que eso era lo que necesitaba, y que eso era lo que tú me ofrecías. Acepté.

Tú ya estabas en Brooklyn, así que haría la ruta por mi cuenta. El reporte del clima gritaba lluvia en una hora y reconfirmé que sería un error quedarme encerrado en mi apartamento. La ruta en el metro no la recuerdo, solo sé que estaba viendo mensajes que ya eran parte del pasado, de un tema mal que bien —mal que bien— ya cerrado. Al llegar a Brooklyn ya estaba lloviendo, yo quería caminar sin usar el paraguas pero tampoco podía llegar como un impresentable a la cena, así que me dije ni modo, qué queda.

Llegué y tú ya estabas dentro. Me recibiste con un Malbec y entonces me animé un poco. No es mucho lo que yo pido: conversar, un lugar tranquilo, una copa de vino. Tomé asiento y me contaste que habías estado hablando con el mozo, un tipo de Guatemala que ya iba algunos años en esta ciudad, y que seguramente nos podía ayudar a encontrar trabajo si todo fallaba. Qué dices, chino, el wey dijo que con las propinas uno puede llevar una vida tranquila. Me reí y te dije que ahora interrogamos al tipo.

A mí siempre me ha parecido difícil hacer que alguien cuente lo que lleva adentro. Uno no se suele acercar a alguien —amigo o conocido o desconocido— y preguntar, así de frente, qué te aflige, qué te hiere. Sea como fuere, eso es lo que yo necesito, no puedo traer a conversación las cosas que me afectan, no puedo hablar de lo que me duele a menos que tenga la justificación de que lo hago porque eso es precisamente lo que se me pide. Y entonces, después de los aperitivos pero antes de que llegara la parrilla, me dijiste chino dejémonos de chingaderas, por qué estás que quieres desaparecer.

Yo te conté todo lo que me sucedió pero no pude ser plenamente sincero, al menos no inicialmente. No te mentí, lo que pasó es cierto, pero intente minimizar su impacto. Porque esa es la forma en que lidio con las pérdidas y con las derrotas, desvalorar lo que siento, decirme a mí mismo no es para tanto, qué exagerado. Pero en fin, tú me escuchaste. De inicio a fin. Nunca sentí que estuvieras aburrido o impaciente o desinteresado. Y luego hablaste. No voy a negar que temí que intentases decirme qué hacer para salvar la situación. Porque si yo cuento algo no es para buscar soluciones, ¿sabes? No necesito soluciones, estoy cansado del discurso de seamos proactivos, busquemos una salida, como si a la vida en general se le pudiesen aplicar las técnicas de productividad empresarial o de gestión humana. Tu mensaje era el que yo necesitaba, el que creo que cualquier persona en general necesita. Un mensaje en el que las palabras no son lo más importante, es básicamente comunicar que las cosas van a estar bien a la larga, que la vida sigue y el dolor y la tristeza son parte de nuestro periplo. Pero más importante incluso que eso es encontrar algo que desplace el sufrimiento, al menos por un momento. Yo empecé a lagrimear; ya era inevitable, y es ahí que te cambiaste de sitio y te sentaste a mi costado y me dijiste suelta todo cabrón, no te guardes nada, y a ver si haces que el vino salga por tus ojos. Y entonces ya no me dolió tanto, y entonces me dio risa y cuando acabó el episodio me sentí mucho mejor.

Salimos y dijiste que te vale madre la lluvia y que íbamos a ir en bicicleta rumbo a Manhattan, que algo hay que hacer para bajar la media vaca que comimos entre los dos. Yo adoro que llueva, así que fue fácil para mí aceptar la propuesta. Ir en bicicleta, por contraste, no me llamaba la atención. No me desagradaba la idea, no me malinterpretes, simplemente no la contemplaba. Pero me hizo bien, me hizo demasiado bien. Sentir el golpe del aire, la velocidad, la sensación de libertad. Nunca te pregunté si la propuesta vino porque te gusta usar bicicleta o porque en tu experiencia es una buena forma de afrontar una bajada. En cualquier caso, para mí fue una maravilla. No creo que olvide nunca cruzar el Brooklyn Bridge en bicicleta, en la noche, bajo la lluvia, y pensando que hay demasiadas cosas buenas en la vida.

Despedida. Te agradecí por todo, por escucharme, por la comida, por la ruta en bicicleta y por el soporte. Qué termino tan peculiar ese último, pero es difícil, ¿sabes?, es difícil encontrar las palabras para ciertas cosas. Entonces me diste un abrazo y me dijiste que te escribiese cuando quiera, y para lo que quiera. Y eso era justo lo que necesitaba ese día. Porque ese día yo necesitaba sentir que alguien estaba conmigo, que alguien era mi amigo.

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