Kroy Aveun

Despierto, otro sábado en la Metrópolis. Good morning America, digo en voz baja, mientras me pongo la ropa deportiva. Voy a la cocina y tomo un vaso de agua, estoy listo. Salgo procurando hacer poco ruido.

Es cierto que esta ciudad nunca duerme. Son las 5:00 y en la calle hay corredores, ciclistas y peatones en general. Mi destino es el parque central. Al llegar caliento cantando rock en español en voz baja y luego corro alrededor del lago viendo los rascacielos de la ciudad. Esta vista es de las pocas cosas que extrañaré cuando esto acabe.

Estoy de vuelta en el apartamento. La bienvenida es un saludo del gringo —27 años, de Virginia, PhD— que tengo por compañero de piso. Nos llevamos bastante bien; ambos somos introvertidos y tenemos rutinas que son compatibles. Desayunamos juntos, hablamos un poco y luego cada uno a lo suyo.

10:30. Debería estudiar pero salgo rumbo al centro, mi plan es ojear un par de librerías. El metro es mirar por la ventana y ver nada, si a eso se le añade que el internet es muy intermitente en el tren entonces es fácil ponerse a reflexionar sobre uno mismo, sobre lo que estás haciendo.

Cuando salgo de la estación pienso en el mantra que estos días he escuchado hasta el cansancio: hay que aprovechar el buen clima. Es cierto, el día está lindo, hay sol pero no hay calor y corre un viento ligero que es una maravilla. Sé que no va a ser así siempre, el invierno ya está cerca (winter is coming me repito de manera cojuda). Sé también que no voy a estar aquí para siempre.

Voy caminando y apreciando la ciudad, para esta hora ya todo está en funcionamiento. Hay mucha gente y movimiento pero, como siempre, siento que cada persona, cada lugar, cada cosa, está en su burbuja. Qué difícil es conectar con lo que te rodea. Uno podría estar muriéndose en el piso y el resto caminaría procurando evitarte, un loco podría gritar y la gente simplemente subiría el volumen a sus audífonos. Esta ciudad no te acoge con los brazos abiertos. Tampoco te rechaza. Hace algo peor: nada. Para esta ciudad uno no existe, no está aquí, es como hablarle a una pared.

La jornada en las librerías estuvo buena, compré nada pero encontré buenas obras de ciencia ficción y en la próxima visita no saldré con las manos vacías. Miro mi reloj, 12:15, tengo un almuerzo a la 1:00 por la cercanía. Hago hora caminando y faltando 5 minutos la espero en la entrada. Cuando llega nos saludamos como estilan en algunas partes de Europa, tres besos, izquierda derecha izquierda.

El restaurant es vegetariano y se llama Planta. Claramente no estamos aquí a propuesta mía. Pido un chili sin carne, ella algo que no entendí bien y conversamos sobre la ciudad, la universidad y nuestros países. El almuerzo va muy bien, yo no soy gracioso pero ella sí. Salimos y vamos un rato al Madison Square Park y a preguntarnos qué tiene de especial el Flatiron Building. Al despedirnos le digo que deberíamos repetir esto, me dice que definitivamente. Mientras la veo irse me pregunto si su respuesta fue sincera o por cortesía. Bueno, para qué darle más vueltas, ya lo sabremos en su momento.

3:30 p.m. Enrumbo hacia mi apartamento, como es temprano y no tengo nada que hacer compro mi canasta básica en un minisúper a tres casas de mi lugar. Qué caro está todo aquí. Nunca he sido bueno en mis finanzas personales pero esta ciudad te obliga a ser económicamente responsable. Veo los precios y los calculo a mi moneda y básicamente es una locura lo que cuestan algunos vegetales. Pienso también en lo que un chileno me dijo, “el que convierte no se divierte”, y entonces me gana el ánimo de despilfarro y compro kétchup con sabor jalapeño y jamón de pavo saborizado con miel. Total, solo se vive una vez.

Mi compañero de piso no está en el apartamento. Pongo música, abro mi laptop, hora de perder el tiempo. Igual, trato de escribir un poco, trato de limpiar un poco, trato de avanzar mis pendientes un poco. Trato.

Hoy es el cumpleaños de un tipo, indio. El plan de algunos mexicanos —a los que yo siempre me acoplo— es calentar en la casa de uno de ellos y luego ir al Irish bar donde es la celebración. Voy a la casa del mexicano, el tipo me cae muy bien y me siento bastante cómodo con ellos en general; y no solo porque hablamos todos en español. Si algún grupo de amigos voy a tener será, eventualmente, este.

El bar me parece bueno, es espacioso y la música no está tan alta. Saludo al cumpleañero y conversamos un instante, luego de eso termino dentro de un grupo bien variopinto. Estoy un poco cansado de hablar, así que me va bien que haya varias voces y no tener que intervenir mucho. Nunca voy a ser el alma de la fiesta o un máster de la conversa, tampoco me interesa, me basta con atender y aprender de otros, y lo bueno es que hay escasez de personas más dispuestas a escuchar que a hablar.

2:30 a.m. Llego a mi apartamento. Mientras me alisto para ir a la cama pienso en mi hermana, en las gatas de mi hermana, en mi familia, en los parques de San Borja, en Aviación con Javier Prado y en Larcomar mirando el acantilado. Pienso que duermo, que descanso y que mañana despierto y estaré en Lima y escucharé RPP y miraré hacia el cielo y vere su color grisáceo abúlico, ese que adoro y que no cambio por nada del mundo.

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