Discutir sobre temas religiosos siempre ha sido una de mis pasiones. Con mi padre, ateo de polendas, siempre racional y contrario al miedo numinoso de las religiones, tuvimos intensos diálogos después de nuestros almuerzo sabatinos. Mi padre, criado en el más nefasto y tradicional catolicismo provinciano, se separó de toda creencia en la medida que centraba sus propuestas en la Razón, sí, así con mayúsculas, a quien le daba la centralidad ética del origen de las prácticas morales. Para él, sin duda alguna, lo racional era la armonía entre la mente del ser humano y la naturaleza. Por eso mismo, y siempre me lo repetía, lo irracional es la ruptura de esa armonía y pasto que alimenta la estupidez humana. Para mi padre ciertas prácticas religiosas eran pura magia, solo que controlada por el poder de una iglesia, y basadas muchas de ellas en la necesidad de percibir un castigo, de asirse a una esperanza o de encontrar que hay algo que nos trasciende.
A los 17 años me volví una atea irredenta: solo la Razón y nada más que la Razón deberían guiar mis prácticas y mis pensamientos. Y lo viví con intensidad. Sin embargo, algunos años más tarde, esta postura me llevo a un nihilismo que de inmediato me colocó, en medio de un país que se desangraba por cierto, inactiva frente a la insignificancia de la vida humana que me golpeaba la cara día a día. La depresión, esa náusea existencial que puede llevarnos a la catatonia, se instaló cómodamente en mis fueros más internos. Es así que, por un lado y otro lado y otro, busqué de nuevo en la necesidad de mis diálogos apasionados sobre religión una nueva interpretación de la trascendencia. Y felizmente me encontré con un hombre que, precisamente por el camino de la Razón pero también de la Esperanza, me llevó a pensar más allá de la quietud. Me refiero a un sacerdote jesuita, a quien admiro y tengo mucha confianza y que es sin duda, una de las personas que más sinceramente medita sobre la trascendencia del ser humano en medio de las ínfimas luchas electorales de nuestro país. Me refiero a Alberto Simons S.J., quien desde hace años escribía un solo libro y no lo publicaba. Arequipeño por vocación y nacimiento, Simons es un sociólogo que devino en filósofo, y ahora se ha asentado con fuerza en la teología latinoamericana al publicar finalmente ese gran compendio de su pensamiento: Ser humano, un libro sobre cristología antropológica.
¿Cristoloquécosa? Cristología, es un área de la teología, y se refiere al análisis de la vida y pasión de Cristo. En este caso, y a pesar de mis distancias sobre varias de sus posiciones, debido precisamente a mis antecedentes, creo que Simons ha logrado con este contundente libro, una propuesta teológica para estos tiempos de individualismo, neocapitalismo y rapacidad moral. Para Simons el enigma de nuestra humanidad puede hallar respuestas en la vida y pasión de Cristo, no solo para los cristiano y católicos, sino también para los no creyentes. Porque para Simons el pecado es, precisamente, deshumanización tanto para el autor como para la víctima y lo que plantea Cristo es una ligazón más allá del pecado. En este sentido, la restitución de la humanidad, está vinculada con el perdón, la reconciliación y el entendimiento que el otro es la medida del nosotros. Para Simons la resurrección implica que, todo lo que vale en nuestro mundo, la paz, la justicia, la fraternidad y el amor, tienen un componente de eternidad. Por eso, “todo el que ama ya ha vencido a la muerte”. Estas palabras que nos sirvan para amar, no desde una perspectiva individualista, sino con un amor social y transversal.
Publicado en la versión impresa de Domingo del diario La República el 24 de abril de 2011 (no sé por qué no han subido la versión electrónica, apenas lo hagan, actualizo la entrada).