Educación y nuevo estilo de vida

¿Cómo las familias van poblando un territorio? He observado a familias que van poblando un arenal diseñando las calles, construyendo viviendas, instalando agua desagüe y electricidad, etc. Hace cinco años, me trasladé a vivir a una zona arenosa y pedregosa despoblada. Eran trazos de calles y no había casas, sino, hasta 500 metros del límite de la zona del asentamiento humano. El arenal eran tierras de la comunidad campesina. El coordinador de la comunidad encargado de la zona, tenía trazadas las avenidas y los lotes. Haciendo los pagos al comunero posesionario, y luego, pagando el derecho en la oficina de la comunidad campesina, recibí el certificado de posesión. Entonces, con ese respaldo, diseñé y construí un ambiente de 5 por 6 metros, utilizando ladrillo crudo, arena, tierra, agua, caña Guayaquil, carrizo y viruta. Terminada la construcción de la habitación, la decisión más difícil, fue dejar la casa en la zona urbana dotada de teléfono, agua, electricidad, cable, internet, servicio de limpieza, facilidades de transporte y demás comodidades y, trasladar mi residencia a la nueva vivienda, llevando lo necesario como la cama, mesa, silla, libros y utensilios de cocina.

En esta zona, la autoridad solamente es el coordinador de la comunidad, que administra las posesiones. La nueva dirección, Av. Casuarinas Mz Ñ3, no se encuentra registrada en ninguna institución del Estado, solamente figura en el croquis del coordinador comunal. El alcalde del distrito del lugar, el alcalde provincial y el presidente del gobierno regional, a través de las instituciones que componen el Estado, no saben de la “nueva ciudad” que empieza a surgir en este lugar, tampoco de mi residencia y pienso, que mis familiares y amigos les será muy difícil ubicarme.

El taxi llegó con las cosas, evadiendo las piedras y evitando atascarse en el arenal. Eran las 6 p.m. Acomodé las cosas en la habitación, color a tierra las paredes y color a estera con caña el techo. Pronto, se oscureció completamente, y a lo lejos a dos kilómetros más o menos, se encendieron las luces de la urbanización, el asentamiento humano próximo se extinguió, todo era negro. A la luz de la vela, comí el fiambre que llevé y escuché el silencio de verdad. No había más que hacer, hojeé el libro de física que llevé, porque al siguiente día, tenía que dictar clase en la universidad. Rápidamente se cansaron las vistas. Ya no se podía hacer otra cosa más, que ponerse a disfrutar del silencio. Se consumió la vela, al silenció acompaño la negra oscuridad, y me asaltó el temor, que alguien podía llegar a la “casita”, sola en el arenal, para hacerme daño. Pensando en la nueva vida que se iniciaba, no pude dormir bien, creo que ya de madrugada, me tomó el sueño profundo. Al abrir los ojos, el sol estaba apareciendo sobre el cerro. Solucioné el problema digestivo, a un costado de la pared, y tapé con arena, para “evitar la contaminación ambiental”, con el poco de agua mineral de un botella, me lavé la cara, peiné, comí un par de plátanos, caminé como 600 metros y llegué al paradero de la línea de combis, que me llevó a la universidad. Regresé al mediodía, con el fin de preparar lo necesario y vivir de a verdad en el lugar (preparar alimentos, estudiar, lavarse). De regreso me asaltó el temor que al llegar a la habitación, ya no encuentre las cosas, por eso regresé temprano de la universidad. Esto terminó al segundo día, en que descubrí cerca a la “casa” al Sr. Justo, que como topo trabajaba cerniendo el suelo pedregoso para separar la arena de las piedras, y que aceptó apoyarme como guardián a cambio que ocupe la habitación, mientras yo no estaba. Resolví, cómo cocinar, conseguir agua de camiones cisterna, y empecé a diseñar los ambientes para el proyecto educativo dirigido a los pobladores de la zona.

Al cumplir un mes, sentí un profundo alivio, por no tener que pagar el recibo del teléfono, de la luz, del agua, del cable, del internet. Tenía pequeños recursos para construir. Ya no miraba televisión, ni escuchaba radio, me informaba fugazmente leyendo los titulares de los periódicos, cuando pasaba en la combi. El temor al dormir en la noche, duró poco, quizá tres días, pues al constatar que no ocurría nada al despertarme, pegaba el ojo al terminarse la vela y abría el ojo con el sol saludándome por el cerro. Planté unas ramas de geranios, conseguí un poco de estiércol y los regaba. Sentí como surge la vida en el arenal. Si tenía clases en la universidad hasta las 9 p.m., era un problema, porque la combi recortaba su recorrido hasta la urbanización y no ingresaba al asentamiento humano. Tenía que caminar, tropezón y tropezón, en total oscuridad atravesar el asentamiento humano de 2 kilómetros de ancho y la zona de 500 metros sin casas, hasta llegar a la mía, solitaria en el arenal. Un buen ejercicio de caminata, y pronto me acostumbré. Al principio, vivía sólo, y de vez en cuando me acompañaba mi hermano menor. Ya al iniciar el experimento del proyecto educativo, con la dirección de mi hermano mayor, la gente empezó a llegar. Solo entonces, ya podía tener más indicadores de como iba ocurriendo el proceso de poblamiento del lugar.

Todos son migrantes que provienen de las zonas rurales en su mayoría, otros son personas que vivieron en ciudades mas pequeñas desempeñando funciones de servidores públicos como profesores, policías y unos poquísimos que proviniendo de zonas rurales o de ciudades pequeñas, cansados de vivir en el centro urbano, para evitar la contaminación, prefieren estos lugares tranquilos como es mi caso. Todos llegan con la ilusión de una vida mejor, pero el equipaje que llevan es muy pesado: aspiran a un modo de vida parecido al urbano desechando cualquier vestigio de vida rural, quieren una educación idéntica a la que recibieron en las escuelas o instituciones superiores y prefieren una forma de trabajo independiente artesanal en familia o a un salario en un puesto público o privado. Llevan los equipos que solamente les permitirá reproducir una forma de vida, de la cual tratan de escapar. Pronto se dan cuenta, que están en un círculo vicioso, y la nueva vida nunca aparecerá.

Al asentamiento humano, el Estado ha llegado tarde, cuando la “ciudad” estaba ya hecha, con sus casas apiñadas, por lo que han tenido que adaptar las instalaciones eléctricas, telefónicas y de alcantarillado a las calles que han encontrado. Apareció la escuela idéntica a la que tenían en su lugar de origen, de igual manera la posta médica, las tiendas, las bodegas y el mercadillo y las calles polvorientas se van cubriendo de asfalto negro y cada vecino diseña sus casas, cultiva plantas en la calle o dentro de su lote, según sus gustos o sus imitaciones por que lo vieron en una revistas o en la TV. El modo de vida urbano desordenado, de ciudades que fueron fundadas y diseñas por los conquistadores españoles para esa época, se reencarnan en el tiempo y se van apoderando del arenal, eliminando cualquier vestigio de la forma de vida andina que traen los migrantes. Una primera conclusión que extraigo, es que el Estado, no tiene una política de acompañamiento a las poblaciones para el diseño de su estilo de vida. En forma indirecta se impone una forma de vida, reproducida por imitación, que obviamente no es la mejor para la que aspiran los migrantes.

Para entender un poco más de lo que ocurre, decidí ir a recorrer algunos lugares de donde provienen los migrantes. Para ello, hice una visita al lugar donde creció mi padre. Sorprende ver, que la campiña de casas separadas por tierras cultivables, equipadas con hornos a leña, manantiales de agua cristalina que regaron las huertas de papas, arvejas, quinua, rocotos, repollos, cebollas, llacones, chauchas, recachas, maíz, toronjil, hierba buena y otros, solo quedan paredes derrumbadas, con bocas donde antes hubo una puerta, y cercos de piedras derruidos donde antes se criaban los animales, las represas y las acequias de agua cerradas y las huertas llenas de malezas y animales silvestres. Me explicaba señalando las casas, ellos se fueron a Chiclayo, estos otros se fueron a Lima, y los de acá están en Chimbote y nosotros estamos en Trujillo. Antes se reunían a comer juntos en las fiestas casi todos los meses, en las mingas de las siembras y las cosechas, los cumpleaños, matrimonios, bautizos y los sepelios. Se preparaba la chicha, el pan, se mataba el chancho engordado con cebada, el huacho y el cabrito y se tomaba la leche fresca de las vacas y las cabras, se comían los quesillos con rocoto, culantro y papas amarillas. El chuño de maíz, de papa y el chocho reseco con cancha nunca faltaban. Hoy día no queda nada de eso. Me explicaba, todo ocurrió desde que llegó la escuela al lugar. Los profesores y las profesoras, les decían que la educación es los mas preciado y les explicaban de una vida nueva en la ciudad y lo leían en los libros. De los cinco hermanos que fueron solamente dos hermanas viven en el lugar. Y sus hijos e hijas de ellas, solamente una de cada una, vive en el lugar. Todos los varones migraron. Esta historia, que es la mía, se repite en todas las familias que me han visitado, interesados por el proyecto educativo. Pero, lo paradójico es que los padres, quieren que a sus hijos se los eduque tal como a ellos los educaron. Una segunda conclusión que extraigo, es que el tipo de escuela, de las zonas de donde provienen los migrantes, los preparó para que decidieran por sus hijos llevarlos a vivir cerca a la ciudad, con la ilusión de una forma de vida mejor.

Mi idea es romper este círculo vicioso, a partir de un nuevo tipo de escuela, enraizada en el lugar, desechando las ataduras urbanas, diseñar y construir un nuevo estilo de vida, que sea superior al estilo de vida urbano y rural, incorporando los conocimientos científicos y tecnológicos y una formación moral resultado de una educación de los niños inmersos en los procesos productivos y laborales. De esta manera, se puede lograr un desarrollo sostenido en las regiones y zonas, respetando el medio natural y creando una vida próspera y de paz. De esto se trata, más o menos el Proyecto Los Huertos del Saber.

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