La vida es un desierto de lanzas”, afirmó Adalena una noche de lluvia, mientras Ricardo la extrañaba a tres kilómetros lejos de ella, fumando un cigarrillo, mojado sobre la azotea de su casa, preguntándose qué estaría haciendo o pensando Adalena en ese momento. “Es posible”, le respondió Oswaldo, “en todo caso, no deja de ser una simple mierda bañada en miel”. Ella sonrió con sarcasmo y acotó: “Como un buñuelo” y los dos se doblaron de risa en mitad de la calle. Entraron a un café. Bastante lejos, Ricardo apagó el cigarrillo con el pié: era un gesto de rabia, una declaración de amor.

Es que todo el día pienso en ti desde que Oswaldo Gutiérrez nos presentó. Se apareció una mañana en la sala de redacción del diario y me dijo, oye Ricardo, ella es Adalena, la chica que escribió ese breve poemario que te gustó la noche del recital en… Y entonces lo odié al maldito. No sé cómo adivinó que me interesaste desde aquella vez, y más cuando me presentó contigo, pero esa forma de hacerlo, esa manera con que dijo que me gustaba tu poemario era como decirte aquí está el idiota que se enamoró de ti, anda, hazlo pedazos, porque me estoy haciendo pedazos Adalena y lo peor es que tú lo sabes, pero no lo quieres evitar.

“¿Se conocieron en el periódico?”, deslizó Adalena. “¿Con Ricardo? Sí, hicimos buena amistad desde que lo pasaron a trabajar conmigo en la página cultural, además estudia periodismo y vive en una permanente crisis existencial, ya sabes, pero no es eso lo que quieres averiguar… Ya, anda al grano, suelta la gran pregunta de la noche”. Adalena calculó una pausa, terminó de hacerle remolinos al capuccino con la cucharilla y pensó en aquella muchacha japonesa, arrodillada y prisionera dentro de un cuadro, llorando sin consuelo frente a aquel intenso color negro, mientras sus lágrimas caían como largas serpientes de alabastro entrelazando sus cabezas en el piso, luchando junto a la noche y al silencio.

Y ese cuadro que pintaste, Adalena… el de la muchacha japonesa, me gustaba mucho y tú lo regalaste sólo para hacerme pedazos, no quisiste dármelo cuando te lo pedí.

“¿Crees que soy mala con él?”, me preguntaste al fin. Yo te respondí claramente, ya sabes que contigo no voy con rodeos. Hay cierto furor en tus acciones, como en tus lienzos cargados de colores oscuros, o en los adjetivos rigurosos que marcan el ritmo de tus poemas. Mientras te respondo, recuerdo con mucha exactitud la vez que le diste todo tu dinero a aquel pobre anciano sentado en una banca de la Plaza de Armas. No pedía caridad, sólo estaba allí, sentado sin esperar nada, como si supiera que al levantarse se estrellaría de cara con la muerte. Sin embargo, después de lo que hiciste, tras el tiempo que hubo de transcurrir para que comprendiera que no te burlabas de él, se alegró como un niño que vuelve a ver a su madre tras muchos años de ausencia y se persignó con los billetes entre sus dedos. “Oh, no, por favor, eso no”, dijiste con una cortante sonrisa y te alejaste. No molesta, tampoco satisfecha. Sólo en paz. Ante mi mirada extrañada comentaste: “Es que tenía que ser a él, no sé cómo lo supe ni cómo lo reconocí. Sólo… supe que era él”, mientras te encogías de hombros. De inmediato, se une a ese recuerdo aquel otro del niño vendedor de caramelos. Nos persiguió por toda la cuadra, bueno, te perseguía a ti porque tus negativas a comprarle algo no se limitaban al simple “no, niño”, sino que utilizabas frases ambiguas y divertidas. El niño se reía, incluso también bromeó contigo, pero antes de cruzar la calle volteaste hacia él y le dijiste con severidad “bueno, hasta aquí llegas tú conmigo” y él se descubrió burlado, hipnotizado, vuelto a la realidad, una mínima partícula que seguía empequeñeciéndose mientras te alejabas. “…eso es lo que pienso”, digo como el final de la respuesta a tu pregunta.

Adalena quedó pensativa, con sus ojos centellando una visión del futuro. Luego regresó a este mundo, a las toscas texturas de la objetividad, al sabor dulcemente arrebatado del café. Entre bromas, le dejó entrever a Oswaldo una breve renuncia a sus certezas milenarias. “Saludas a Rosario”, le dijo al despedirse.

“¿Gripe?”, preguntó Oswaldo, al día siguiente, cuando vio entrar a Ricardo a la sala de redacción. Un estornudo respondió su pregunta. Ricardo no le contó que la noche anterior se la pasó fumando bajo la lluvia, ni Oswaldo le mencionó que había hablado con Adalena. Durante la mañana lo sintió irritado, no con él, sino contra sí mismo: observó que le daba a las teclas de la computadora como si Tomás de Torquemada estuviese castigando personalmente a un hereje. El reportaje que Oswaldo le había encargado era sobre la pintura de Luis Palao y el tema lo llevaba en forma irremediable a la omnipresente Adalena; se decía que a ella le encantaría ver las fotos de aquellos cuadros que mostraban el catálogo y estaba pensando en invitarla a dar una vuelta por la galería donde los exhibían, pero recordó que ella era muy hábil para rehuir invitaciones con cualquier intención de cita, así que se desanimó, más por evitarse un nuevo rechazo que por falta de valentía. Sin embargo, hizo memoria de las veces en que Oswaldo le criticaba su falta de decisión para las cosas, sus constantes dudas sobre si debía hacer o no una determinada acción. Él siempre le había dicho que su gran problema era que parecía estar jugando al niño inocente, al que hay que explicarle pausadamente cómo es el mundo, cuando en realidad, debajo de su disfraz respetuoso, apacible y desprotegido (que tanto solía enternecer y conquistar a sus compañeras de universidad), había un viento huracanado indeciso de seguir un rumbo normal, por lo que se contentaba con violentar su propio espacio sin atreverse a salir. Entonces, al filo de la tarde que recién comenzaba a desenrollarse, tras golpear con la palma de sus manos el escritorio que sostenía a la computadora, tomó la decisión: la raptaría y se la llevaría lejos. Bueno, no tan lejos, sólo a la desocupada casa de sus abuelos. Ricardo se levantó y le dijo a Oswaldo que tenía una urgencia por resolver. Oswaldo lo dejó salir, pero notó su voz quebrada y el temblor en sus piernas. Dibujó una sonrisa de cierta lástima.

Muy bien, lo he decidido, pero ¿será lo que debo hacer? ¿es la única alternativa que me queda? He navegado todos estos meses, en medio de la tormenta que me significa Adalena, a ciegas, sin brújula, como alguien que, en medio de una oscuridad intensa, sólo le queda tirarse a gatas contra el suelo e intentar avanzar confiando en sus manos que tientan las durezas, los infinitos vacíos que le rodean. Porque ése es el riesgo, caer sin remedio, naufragar hacia un fondo sin final. Descubrir que la amaba no significó una revelación –un rostro que descubres espiándote–, o una consecuencia obligada por navegar hacia ella; descubrir que la amaba fue tomar consciencia de mi vulnerabilidad, de los espacios que necesitaban ser llenados por alguien como ella, entonces todo se transformó en materia razonable, en equilibrio sosegado, en certeza intuitiva. Si mi mundo estuvo lleno de dudas y riesgos –a menudo me imaginaba a mí mismo caminando sobre una cuerda floja–, si mis guerras solitarias pretendían una explicación y una justificación aunque sea piadosa de la esencia del universo, si destejía telarañas como un viejo anticuario que busca en una caverna la piedra filosofal, el objeto primordial que convirtiera en respuestas todos los cómo y los por qué de esta vida, era porque no conocía a Adalena. Y esta conclusión final, este viaje alrededor de su órbita, me llena de una profunda rabia, de una única certeza que es comienzo y fin de toda mi búsqueda. Rabia y melancolía. Rabia por la manera tan desastrosamente humana que eligieron para acercarme a la verdad. Melancolía porque esa verdad se mira pero no se toca. La distancia con ella es difícil, calurosa, sedienta, agobiante, arenosa, como un desierto. Y el espacio que nos separa es afilado, delgado, fino y penetrante, como una lanza. Caminaré ese desierto de lanzas, llegaré hasta ti, te raptaré Adalena, no importa lo que suceda después…

En dos horas Ricardo armó el plan. No exageró con los detalles ni se obsesionó en su perfección. Sólo debía ser factible. Armarlo sin errores le haría pensar demasiado, lo llenaría de dudas, le dolería el más mínimo fracaso. La estructura era simple: sacarla de su casa con algún pretexto inobjetable por ella, inmovilizarla en alguna zona poco transitada donde dejaría con anticipación el automóvil, explicarle en el camino su alma y corazón huracanados, confiar en la benevolencia del irremediable tiempo, en su discurso iluminado por la verdad absoluta. Lo haría. Esa misma noche. A las ocho. En punto.

Llegas a casa, Adalena, cansada de ese viernes reticular que siempre te atrapa en la mañana y que te deja libre en la noche, al entrar a tu dormitorio. Como de costumbre, has tenido un día agitado. Dos exámenes durante la mañana, una exposición sobre filosofía oriental en la tarde, las reuniones del círculo de estudios, la visita a Thérèse, tu clase de pintura y, para colmo, al salir de la universidad te cruzaste con Diego, alguien que fue importante para ti, pero que ahora es sólo una reliquia en el álbum de fotos. Y en cada caso, siempre la frase precisa, la bizarra actitud, la conclusión proverbial. Pones un poco de música y enciendes un par de velas, dejas que la media luz resuelva con tibieza los sonidos, te echas de espaldas al piso y cierras los ojos convencida de que sólo a ti te pasan esas cosas. Una fragancia de orquídeas te acelera el pensamiento y te lleva a definir el pasado como una sucesión de hechos sólidos, pesando demasiado en tus años azules, en tus arterias circulares. Y debido a ello, la libertad, la desaprensión, esa seguridad de estar caminando al filo del abismo en perfecto equilibrio y sin temor, sólo que hacia un lugar oscuro, tenebroso, como la muchacha japonesa de tu cuadro. Recuerdas a Oswaldo diciéndote que no todo era tan complicado ni tan sombrío, que te parecía oscuro porque el túnel era extenso y el otro lado, invisible. Rosario también te hablaba de la necesidad de seguir caminando, siempre con la misma entereza, aun a pesar de las lágrimas. Los recuerdas y te alegras por ambos, qué bien que ahora estén juntos, te dices y abres de pronto los ojos, como para cerciorarte de que todo es real, de que, si lo deseas, puedes conceptuar el fuego con sólo colocar un dedo sobre la vela encendida. Te sientas luego en el escritorio y, mientras revisas aquella monografía sobre el existencialismo moderno, vas revelando tus dudas como una oración nocturna y secreta. Tus pensamientos caen en terreno blando, comienzan a disolverse entre zozobras, por un instante sientes temor y, precisamente, por ahí, ingresa la imagen de Ricardo con comodidad para decirte lo que ya sabías: que te atrae mucho, que detrás de todas sus dudas y sus crisis sobre la verdad, hay una única certeza, la más importante, la impronunciable, la mágica; mientras que detrás de tus seguridades hay una sola duda, substancial, robusta, algebraica. Él es como un desierto, lleno de espejismos. Tú como una lanza, tangible y mortal. Si no fuera tan inmaduro, tan niño como le dice Oswaldo, quizás…

Adalena escuchó el timbre de la casa y tuvo un presentimiento agitado. Sintió subir a su madre por la escalera, caminar el trecho hacia su cuarto, los golpes en la puerta. “Te buscan”, le anunció despacio.

Veo tu rostro a poca distancia del mío, tu extrañeza inicial, tu sonrisa conciliadora. “¿Qué ha pasado?”, me pregunta Adalena.

“Le ha ocurrido algo muy grave a Oswaldo, está por aquí cerca, tienes que acompañarme”, me dice Ricardo con los labios temblándole de nervios. Me doy cuenta del pánico en sus ojos.

Caminas de prisa al lado de Adalena, hacia un parque cercano, tu mano izquierda en el bolsillo de la casaca acariciando con los dedos la cuerda enrollada, el pañuelo empapado de cloroformo. Resistes con éxito sus preguntas más urgentes. Sólo deseas ir más de prisa, el automóvil cada vez más cercano, hay menos gente de lo que esperabas alrededor.

Pero no soy ninguna tonta, sospeché por sus balbuceos, por sus evasivas para decirme qué le había pasado exactamente a Oswaldo. Me paré en seco y le dije: “Si no me explicas con exactitud lo que le haya pasado, no camino más”.

Ricardo, entonces, forzó un gesto primario, una mueca elemental. Sacó el pañuelo de su bolsillo y lo contempló un par de segundos con cierta perplejidad, antes de iniciar un rápido movimiento hacia el rostro de Adalena. Dos manos lanzadas con desesperación hacia una quimera.

Sólo te bastó dar un paso hacia atrás y lo viste caer de rodillas en tu delante (el pañuelo en el suelo, la cuerda delatora). Una caída irreversible, una carrera inútil agotadora y agónica hacia un espejismo. Sentiste lástima, qué otra cosa podías sentir.

Y me dijo con severidad: “bueno, hasta aquí llegas tú conmigo” y de pronto me descubrí burlado, hipnotizado, vuelto a la realidad, una mínima partícula que seguía empequeñeciéndose mientras ella se alejaba.

“Me lo cuentas y no termino de creerlo”, comentó Oswaldo, fascinado al otro lado del teléfono. “Y vas a tener que contármelo mañana de nuevo porque no acierto a encontrarle pies ni cabeza”. Adalena se rió prematuramente antes de responder: “Yo sí le vi los pies, estaban ahí, justo en lugar de su cabeza”. Hubo un silencio después de las risas. “Bueno, mañana nos encontramos”, dijo Oswaldo, “Rosario quiere todos los detalles, ¿eh?”.

Colgué y subí a mi habitación.

Ya no hay mucho qué pensar, Adalena. Mañana será otra vez la vorágine de apuntes y consultas bibliográficas; los colores amalgamados en tu paleta; los ojos sorprendidos de Thérèse ante tu historia. Y, sin embargo, una diminuta luz al final del túnel, un cierto temor de caminar al filo del abismo. Tal vez, si recuperaras el cuadro de la muchacha japonesa y dejaras caer una minúscula gota blanca en aquella parte negra, una gota blanca que se valiese por sí misma, que encontrase su volumen y su dilatación y se acomodase sin desconfianza en aquel mar oscuro. Tal vez, si Ricardo volviese esta noche, si trepara por los muros hasta llegar a tu ventana, si te mirara con esa mezcla de adoración y espanto con que te dejó ir. Sabes que, desde esta noche, jamás volverá a ser el mismo, que tu despedida ha sido su diploma de graduación, que su mundo se poblará de certezas, de apresamientos, de velocidad intensa. El viento huracanado es seductor ahora, y es también libre de ir donde le plazca.

Pero nunca más donde estés tú, Adalena.

Nunca más donde esté yo, Ricardo.

Duermes, Adalena. En tus sueños hay un desierto y una corona de flores junto a un ataúd vacío. Una puerta abierta en medio de la nada. Esperas a alguien, pero sabes que ese alguien nunca vendrá. Llevas un velo negro por el que se filtran innumerables luces blancas. Observas algo acercándose, un objeto alargado, un rayo negro tal vez. No es él, pero es su mensaje. Deseabas verlo, pero el objeto atraviesa dañando tu cuerpo, todo se hace oscuro, ni siquiera en el último instante el recuerdo de su voz. Despiertas sin sobresaltos a las siete de la mañana. Antes de levantarte, miras con anhelo hacia la ventana. Vacía. Hoy te pondrás una prenda negra. Te sientas al borde de la cama y miras de nuevo hacia la ventana. Te repites lo que sostendrá tu vida de ahora en adelante. Dos palabras fortificadas e infinitas: “Nunca más…”.

Helbert López Calderón.

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