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El pánico, la salud y las libertades

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Tengo un sentimiento de culpa apocalíptico pesando sobre mis espaldas, pues, a pesar de las cifras de terror que nos muestran, casi en tiempo real, el número de personas infectadas y las muertes que se producen a diario en el mundo y en el Perú por el Covid-19, mi pensamiento se resiste o, al menos, desconfía del consenso de gobiernos de izquierda y derecha, democráticos y autoritarios, respecto a las medidas que se vienen adoptando y que incluyen el denominado “aislamiento social”, para combatir el virus, bajo el argumento de que es ético y necesario privilegiar la vida y la salud por encima de la economía. Esta, como lo he manifestado antes, es una falsa dicotomía. A esa culpa, debo añadir el pavor que siento (como agnóstico, además) de que alguien cercano y querido sea afectado por el malhadado virus.

La peste negra

La retórica política sobre el virus se ha insuflado de terminología guerrerista, quizá como acicate para vencer al “enemigo invisible”. En una pequeña entrevista a Alain Touraine en El País (28.03.2020), él niega que lo que estamos viviendo sea una guerra y afirma que es, más bien, “una ausencia de actores, de sentido, de ideas, de interés incluso: la única preferencia del virus es hacia los viejos. Tampoco hay remedio ni vacuna. No tenemos armas, vamos con las manos desnudas, estamos encerrados solos y aislados, abandonados. No hay que estar en contacto y hay que encerrarse en casa”. Recuerda que un vacío similar se vivió en los años previos a la segunda guerra mundial, vacío que llenó Hitler.

Martín Caparrós (New York Times, 30.03.2020) afirma que hoy “te convencen de que en tu casa estás seguro, o casi: de que alcanza con no salir, con no mezclarte. Es, también, un privilegio de clase: muchos trabajadores no pueden permitírselo, necesitan ir a sus empleos. Esa es, si acaso, la guerra verdadera”. Clases sociales y desigualdad.

Insisto en la necesidad de que es indispensable, para un debate serio y racional, atender a los hechos y a las voces de los científicos y expertos, más que a opiniones. El Ministro de Salud peruano, Víctor Zamora, en entrevista con IDL Reporteros, afirma que el Covid-19 “tiene 90 días en el mundo. Lo que sabemos de esta enfermedad es el conocimiento que se ha generado en esos 90 días […] Aquí no se puede aplicar la medicina o política pública basada en evidencias. Porque las evidencias son pocas y débiles”. Pese a ello, como nos dice Edmundo Paz Soldán (La Tercera de Chile, 30.03.2020), “la ciencia lucha por hacerse oír en medio de las interpretaciones políticas y se enfrenta a una dura pulseada con nuestras creencias religiosas, nuestras supersticiones irracionales tan bien cultivadas a lo largo de los siglos”.

Por ello, para enriquecer el debate es importante leer voces científicas disidentes como la del virólogo Pablo Goldschmidt (entrevista en Infobae, 28.03.2020), quien plantea varios puntos que cuestionan la información que, con tono monocorde, difunden los medios masivos de comunicación: que la única forma de combatir al temible virus es recluyéndonos en nuestros hogares. El referido científico precisa que la denominada pandemia por la OMS no justifica que se haya paralizado el mundo e incluso teme que el miedo que se nos inocula pueda ser el origen de nuevos totalitarismos. El Ministro Zamora afirma que si el Perú tuviera la capacidad de diagnosticar rápidamente, no se hubiera tenido que parar el país. Pero no tenemos una red primaria potente, ni investigadores rápidos. Por eso se justifica la medida del aislamiento.

Políticos y personajes de izquierda y derecha, privilegiados social y económicamente, piden, siempre políticamente correctos, que nos cuidemos, quedándonos en casa, que bien vale este ¿pequeño? sacrificio por salvarnos de la enfermedad. Privilegiados, pues tienen medios económicos o un trabajo estable por el que seguirán percibiendo sus remuneraciones, aun sin hacer nada. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que, como se informa en la BBC (30.03.2020), en Latinoamérica cerca del 50% de los trabajadores está en el sector informal y para ellos, “la restricción de salir a la calle es económicamente devastadora”; Rubén Lo Vuolo precisa que “no podemos culpar a la gente que tiene que salir a la calle para subsistir por no quedarse en casa”. ¿Pequeño sacrificio una situación devastadora? Solo desde el privilegio.

El gobierno peruano de manera acertada, oportuna, en línea con las recomendaciones de la OMS y en base a la experiencia de China, ha tomado la decisión de paralizar la economía prácticamente por un mes, con la finalidad de achatar la curva de contagios y mortalidad por el coronavirus, considerando fundamentalmente la menesterosa realidad de la salud pública que el neoliberalismo y la corrupción han dejado en el Perú. Se afirma que hay que seguir la experiencia exitosa del gobierno chino; es decir, mano firme para cumplir y hacer cumplir esas medidas restrictivas. El Ministerio del Interior informa que se han producido 26 mil detenciones de infractores del aislamiento social obligatorio y que estos serán denunciados ante el Ministerio Público, recargando así el ya colapsado sistema judicial peruano. ¿No habría otras medidas, implacables y efectivas, que se cumplan realmente?, ¿por qué insistir en una formula tantas veces probada y fracasada como la penalización ad infinitum, generando mayor desperdicio de recursos?, ¿multas?, ¿trabajo comunitario? En ciertos mercados de San Juan de Lurigancho e Iquitos, mucha gente sigue su vida como siempre, al margen de la ley y del Perú formal.

Son pocos gobiernos en el mundo los que han intentado navegar contra la corriente y, menos aún, los que lo hacen con fundamentos científicos. La misma BBC (30.03.2020) nos informa que Maja Fjaestad, viceministra de Salud de Suecia, señala que su gobierno ha buscado “inhibir la propagación del virus, proteger a los grupos vulnerables y no sobrecargar el sistema de salud, pero al mismo tiempo […] quiere reducir las consecuencias económicas y (proteger) a nuestras industrias con diferentes paquetes de estímulo del Ministerio de Finanzas”. E insiste que “es importante que abordemos tantos los problemas económicos como los de salud, de lo contrario nos iremos a la bancarrota”. Afirmar esto en el Perú sería para los censores de la moral pública un sacrilegio, casi una blasfemia. Tampoco ayuda que políticos impresentables como Trump, Johnson o Bolsonaro hayan apostado, con argumentos fundamentalistas, por la economía; habría que agregar al buen López Obrador quien ha tenido declaraciones risibles si no fueran, además, irresponsables.

La joven Ministra de Economía y Finanzas peruana, María Antonieta Alva, afirma que “El impacto económico de lo que está sucediendo no tiene precedentes y el plan económico que tenemos que aplicar es un plan sin precedentes” y ascendería a más de 25 mil millones de dólares, el equivalente a un 12% del PBI. Esto es encomiable y constituye el plan más ambicioso de Latinoamérica según expertos internacionales. ¿Cómo se aplicará en un país afectado profundamente por redes de clientelismo y corrupción?

Zamora plantea que hay incertidumbre respecto a si esta enfermedad genera o no una inmunidad suficiente. Si no, concluye, “el mundo viviría parado. O aceptaríamos que cada cierto tiempo tendríamos que dar nuestra cuota demográfica”. En este punto Paz Soldán nos advierte de ese futuro que nos amenaza: “Se vienen años de fronteras, cuarentenas y confinamientos”. Desolador.

Quizá en este punto valga recordar las palabras que Alejandra Pizarnik, la poeta suicida, ponía en uno de sus personajes: “Nadie pierde la salud más pronto que los que toman demasiados cuidados por conservarla”.