Memoria de Luis Jaime. Universidades como conejos (4ta entrega… y siguen siguiendo)

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Todo periplo se cierra puntualmente, pero abre otros. La frase podría haberle gustado a Luis Jaime que comienza en estos días una nueva etapa de su productiva vida. Ya no habrán más gestos nuevos pero muchos, muchos, deberán ser rescatados para mantener el diálogo al que nos acostumbró, lleno de travesura y ácido humor. En la correspondencia de estos días entre algunos de sus discípulos, una de sus exalumnas destacó que “Luis Jaime, (…), trabajaba duro para que no nos instaláramos en los dogmas: se burlaba a su gusto de nosotros y de las nuevas verdades que aprendíamos”. Otra exalumna, reseñando en la revista Somos del sábado (22 de enero) algunas de sus frases, citaba: “El mejor maestro es el que te ayuda a descubrirte. El que te muestra que eres mejor de lo que creías. Que no eres el que creías, que eres otro”. Su intención era no dejarnos descansar y mejorarnos. Muchos pendientes le quedan, entonces.

Y es posible que la más fácil recuperación de sus críticas al estado de la cuestión de la universidad hoy, y de sus perspectivas, sea revisar sus artículos. La República, que los publicó hasta ayer, ofrece un acceso a ellos, que convendrá poner al día.

De entre ellos transcribimos el que publicó el domingo 6 de junio del año pasado, tomado de la web del Consejo Nacional de Educación:

Universidades de la nada

La definida responsabilidad política que tiene la universidad explica la estimable función que le cabe a la investigación. En países donde los dineros no se obtienen con facilidad, y donde la comunidad no ha adquirido madurez suficiente para comprender su auténtico compromiso con la tarea universitaria, hay que ser cauto y preciso al exponer estas ideas. El Perú ha creado varias universidades de la nada, y en la nada persisten muchas de ellas. Todos los argumentos esgrimidos para su creación son de un patrioterismo ingenuo que no resiste el menor análisis. Pero nunca se oyó una voz de protesta surgida de las otras instituciones universitarias. Tenemos miedo de llamar a las cosas por su nombre. En los discursos con que algunas se inauguraron no faltó la promesa de dedicarse a la investigación y hubo quien arriesgó la necesidad de priorizar una u otra.

Esa discusión no tiene sentido: el supuesto dilema no existe. En una institución en formación sólo cabe hacer frente a problemas de aprendizaje. Mencionar la investigación ahí es mentir la verdad y negarse al porvenir. Esta alusión al aprendizaje reclama otros deslindes. La enseñanza sólo se perfecciona y progresa gracias a los resultados alcanzados por la investigación, pues eso enriquece y modifica constantemente la enseñanza. No están desvinculadas docencia e investigación, pero esto no es asunto que mira a los estudiantes de la hora primera sino a los profesores de todas las horas. La investigación constituye el sustrato desde el que se va modificando y recreando la metodología de cada disciplina. No lo entienden con facilidad los profanos y por eso proponen que el alumno sea iniciado desde la hora primera en el quehacer, en tanto que otros confunden la investigación con el obligado entrenamiento en el quehacer científico a que debe ser convocado el estudiante en su primer momento.

   No vale discutir estos asuntos fuera del ámbito universitario. Pero hay un aspecto del tema que alcanza trascendencia política. Es lugar común de los comentarios relacionar la llamada ‘fuga de cerebros’ con la inadecuada valoración de las vocaciones científicas. Detrás de esa ‘fuga’ hay un factor desencadenante: los científicos encuentran en el extranjero oportunidades que el país no ofrece, y por eso se van. Admitámoslo, por evidente. Pero analicemos con calma los hechos. Muchos no van a trabajar en instituciones universitarias, sino que resultan contratados por grandes empresas que (como era esperable) asignan el debido reconocimiento al avance científico y tecnológico. Si no se quedan acá puede ser tal vez, en primer término, porque nuestra tecnología dependiente no puede emplearlos; pero también podemos pensar que el avance científico no resulta en el Perú un elemento dinamizador de la economía.

Las dos explicaciones tal vez sean correctas. Lo grave es que la universidad no se ha preocupado de ayudar a corregir este error invitando a las grandes industrias a asumir su responsabilidad. Lúcidamente lo postuló hace 18 años la conferencia convocada por la OEA en Brasil, al proclamar que la mejor estrategia global del desarrollo científico “debe procurar la vinculación y la coordinación continua de las actividades permanentes del sector gubernamental, del sector productivo, el sector financiero y el sistema científico y tecnológico”. Ninguna legislación universitaria, ningún esbozo de política cultural o de política científica del Estado, ha tomado en cuenta estos hechos.

  Lo que hay que divulgar es que la ciencia no es un lujo sino una imperiosa necesidad de los países en desarrollo. La universidad a la que hacemos frente es la que prepare a los muchachos que deben vivir y comprender el siglo XXI. La enseñanza y la investigación necesarias son las que reclama esta hora. Pero sin una sólida formación teórica no tiene sentido la investigación empírica. La universidad no puede minimizar sus objetivos al caer en errores de perspectiva, pero tampoco puede negarse al porvenir. Lo que no debe hacer la universidad es una caricatura de investigación. Una universidad moderna no puede reducirse a transmitir el conocimiento. Debe asumir el riesgo del perfeccionamiento. Pero eso exige idea muy perfilada de sus objetivos.

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