Muchas veces se ha usado el término “violencia de género estructural”. Cuando se dice de algo que es estructural, lo que pretende decirse es que afecta a la misma raíz de la estructura de la sociedad donde está inmerso, es decir, que es parte de su estructura. Pero la violencia machista sobre las mujeres, con resultado de muerte o heridas, es sólo un aspecto (podríamos llamarlo violencia directa, que es la terminología que utiliza Pedro Honrubia) de la violencia estructural que el mundo masculino ejerce sobre el femenino: la existencia de una brecha salarial de género, las condiciones de precariedad laboral, el trabajo subcualificado, los nichos laborales feminizados, la tendencia a reproducir socialmente las causas que generan la feminización de la pobreza y/o las desigualdades en el reparto del trabajo no remunerado en el seno del hogar, son algunos ejemplos de ella.

Y en cuanto a los modelos de relación afectivo-sexual dominantes se refiere, nuestra estructura es, continúa siendo por desgracia, el Patriarcado. Y el patriarcado impone sus modos, formas y leyes en todo lo que tiene que ver con el mundo del sexo, del amor, de la relación entre los cónyuges, de la vida íntima y social que se organiza en torno a ellos. Porque quizá pocas cosas existan hoy en día tan influídas y determinadas por los patrones socio-culturales impuestos, como el amor. Pedro Honrubia nos dice: “El amor romántico es simplemente una más de las manifestaciones de la cultura occidental, una más de las muchas manifestaciones de ésta que nace, crece y se desarrolla al amparo de la mitología social, los cánones y los estereotipos enraizados en ella y trasmitidos al sujeto a través de la tradición. Nos socializan para amar de una determinada manera, para sentir el amor de una determinada manera y no de otra, igual que nos socializan para vestir de una determinada manera, comer una determinada comida, o rezar a un determinado Dios y no a otro. El amor es tan cultural como puede serlo cualquier otra vivencia social del ser humano”.

Estos días se ha hablado mucho del libro cuyo expresivo título ha causado rechazo y estupor en muchas personas: “Cásate y sé sumisa”, de una periodista católica italiana (Constanza Miriano), y puede ser un fiel y perfecto reflejo de cómo se entiende el amor desde la perspectiva patriarcal, la estructura que sustenta la violencia de género en nuestra actual sociedad occidental. El amor entendido como juego de roles, como posesión, como sumisión, como propiedad privada y exclusiva, el amor como compromiso de fidelidad eterna, el amor como vínculo inquebrantable entre dos personas que se prometen el uno al otro hasta que la muerte los separe, es el modelo representado por la Iglesia Católica, y que muchos fieles a ella practican y representan. Y ahí está el incesante goteo de casos de asesinato de mujeres a manos de sus parejas o ex parejas, fenómeno que constituye una lacra social de macabros tintes, y que todavía tardará algún tiempo en erradicarse. Podríamos decir que este execrable fenómeno marca el cénit de dicha estructura de relación patriarcal, y de todos los valores contenidos en ella. Porque toda expresión social del patriarcado, sea directa, estructural, cultural o simbólica, es violencia de género, y nuestra sociedad no podría funcionar, de la forma que lo hace, sin la existencia de esta violencia cotidiana y sistemática sobre las mujeres.

Esta violencia machista es la cara más cruel de la estructura del patriarcado, pero quizá esto nunca se reconoce abiertamente por los poderes públicos, que hasta ahora se han limitado a limar las asperezas culturales que nos han llevado a esta situación. El tema educacional es fundamental, pues sin atacar este frente, difícilmente podremos abolir la violencia de género, asentada en valores culturales a lo largo de muchos siglos. Además de la relación de sumisión y de dependencia económica y servil que se propugna hacia la mujer con respecto del hombre, la violencia de género es la expresión más patente del sometimiento y anulación de la mujer desde la influencia masculina. De ahí que todos los ingredientes hayan sido ya detectados y denunciados: insultos, amenazas, celos, poder, sumisión, dominación, desconfianza, control, desprecio, humillación, desmotivación, ridiculización del otro, atropello a su dignidad, infravaloración personal, todo ello es violencia de género. Pero los pilares de esta violencia de género están fuertemente asentados sobre ese patriarcado estructural instaurado desde tiempos inmemoriales, que se fundamenta en ese modelo de dominación cultural del hombre sobre la mujer. La Ley actual, en su exposición de motivos, ya deja patente el sustrato cultural del problema, denunciando que la violencia de género es una manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y la relación de poder de los hombres sobre las mujeres.

Pero decíamos al principio que los valores culturales no sólo afectan a la relación de sumisión de la mujer con respecto al hombre, sino que el patriarcado abarca también las relaciones amorosas, la sexualidad y la vida reproductiva. Este marco de convivencia y de relaciones también debe ser estudiado y aplicado al fenómeno de la violencia de género. Hay que entender por tanto al patriarcado como un todo antropológico-cultural, donde se imbrican las relaciones de amor-odio, de dependencia, de sumisión, de sexualidad, de roles culturales, de fidelidad, de economía, de reproducción, y en general, todos los parámetros que guían las relaciones de pareja. Porque precisamente la manifestación más trágica de dicha violencia de género (el asesinato de las mujeres) se vincula exclusivamente a la relación amorosa de las parejas o ex-parejas. Y ello básicamente porque se entiende como prototipo de la relación amorosa la relación de propiedad. Es decir, el paradigma que guía en el fondo una gran parte de las relaciones de pareja que se basan fielmente en modelos patriarcales, entienden a la mujer como propiedad privada del hombre. De este modo, entendemos la pareja, sexual, emocional y amorosamente hablando, como nuestra propiedad, no pudiendo ser compartida, ni aceptando por tanto la idea de que esa “posesión” nuestra pueda estar, aunque sea sólo temporalmente, en manos de otra persona.

Se va extendiendo la idea irracional de que la pareja es nuestra, sólo nuestra, y con ella establecemos una relación de dependencia integral. Desde este punto de vista, la posible pérdida de esa posesión sentimental llevaría implícita la pérdida de una propiedad privada, como nuestra casa o nuestro coche. Se extrapolaría también a la pérdida de una parte de nuestras vidas de la cual depende nuestra realización social, nuestra comodidad y protección, en última instancia nuestra felicidad, e incluso la pérdida de una parte de nuestro honor. El resto de los roles impuestos por el patriarcado se ponen en marcha como resortes, y se disparan los riesgos de entender el problema como un abuso de la autoridad de la mujer con respecto del hombre, lo cual no se puede permitir. Dichos pensamientos han sido construidos desde la infancia, en nuestra casa, con nuestros hermanos, con nuestros padres, en nuestro colegio, con nuestros compañeros, en todos los planos nos han bombardeado subliminalmente bajo los parámetros de la sociedad patriarcal. En los casos más graves saltan todos los mecanismos, y llegamos a la situación explosiva, produciéndose la muerte de la mujer como el culmen de la violencia machista, de la violencia estructural, de esa violencia de género presente en la sociedad patriarcal.

Concluye Pedro Honrubia en su artículo en los siguientes términos: “Si el hombre es percibido culturalmente, de forma general, como un ser superior a la mujer, si cualquier actividad vinculada directamente a la mujer es a su vez percibida como inferior, si además es la mujer la que en ningún caso debe ser promiscua si quieres ser una mujer “digna”,y, además, el amor es asimismo percibido culturalmente, como lo es en nuestra sociedad, como una relación de posesión mutua, algo así como una relación sustentada en la propiedad privada respecto de la sexualidad del otro elemento de la pareja –fidelidad sexual-, finalmente se abre la puerta de par en par para una macabra lógica cultural que puede llevar fácilmente a la conclusión sentida y vivida por el hombre de que la mujer es una posesión suya y solo suya. Amor como propiedad privada y patriarcado son entonces las dos caras de una misma manera con trágico resultado: la violencia de género en sus versiones más trágicas y horripilantes”.

Son, como vemos, múltiples caras de una misma moneda: el patriarcado. Desde el sermón en la Iglesia hasta las conversaciones íntimas de nuestros padres, todos hemos sido educados en los valores de dicha sociedad. La solución, por tanto, es abolir el patriarcado, y comenzar a virar nuestra sociedad hacia el cultivo de otros valores, valores que han de ser inculcados desde la infancia, para que las situaciones de violencia machista no puedan volver a darse jamás en las nuevas generaciones. Debemos entender el amor no como la relación de posesión mutua entre dos personas, no como un mutuo compromiso de fidelidad sexual, no como la anulación de la voluntad del otro, o de la limitación de su libertad. Abrir el concepto, destapar la relación amorosa, despojarla de sus tintes patriarcales, y verla como una auténtica relación libre entre iguales, entre personas que se complementan y se quieren, se aman y se desean en todos los frentes. Hay que entender el amor bajo un compromiso libre y mutuo entre las personas, rompiendo las cadenas mentales que nos atan a atávicos instintos que tienen su antropológica razón de ser en la cultura del patriarcado. Dicho modelo patriarcal nos ha impuesto durante siglos su modelo para el amor, cambiemos nosotros dicho modelo. Para muchas mujeres, les irá en ello su vida.

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Fuente: rebelion.org

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