Dos jefas de Estado y una reconciliación
Por: María Antonia Sánchez Vallejo
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Conciliación y reconciliación son palabras de género femenino. Ejercicio y poder, masculinas. Por eso el protagonismo absoluto que estos días tienen dos mujeres, jefas de Estado ambas, reviste un carácter más que simbólico. La reina Isabel II de Inglaterra y la presidenta de Irlanda, Mary McAleese, ambas jefas de sus respectivos Estados -por muy ceremoniales que sean sus respectivas funciones, a decir de sus críticos-, restañan heridas seculares y restablecen lazos de sangre, la que ambos países comparten y la que han vertido, durante la visita de la soberana a la República independiente. La última vez que un monarca británico viajó a Irlanda fue en 1911, cuando el Estado miembro de la Unión Europea era territorio británico. Fue Jorge V, el abuelo de Isabel II, y aparte de la comitiva de damas de compañía de la reina, no hubo más mujeres en los actos públicos.

Cien años y unos cuantos conflictos después, anfitriona y huésped son mujeres, y a ellas corresponde la simbólica tarea de sellar la reconciliación: durante su visita oficial, Isabel II ha honrado la contribución de los 49.000 soldados irlandeses del Ejército británico que murieron en la I Guerra Mundial y visitado el escenario de la matanza del llamado Domingo Sangriento de 1920, en plena guerra de la Independencia. Ni pidió perdón ni se disculpó por los excesos cometidos por los británicos durante su presencia en Irlanda, pero las reglas tácitas del juego siempre colocan a los reyes au-dessus de la mêlée, en un territorio que no conoce ni el bien ni el mal.

Mandatarias la una por herencia, por sufragio universal la otra, ambas ostentan sendos récords: Isabel II es la reina más veterana del mundo, con 59 años largos de reinado; Mary McAleese, la primera mujer que releva a otra mujer (Mary Robinson) al frente de la jefatura de un Estado y que además está a punto de concluir su segundo mandato consecutivo. Sus detractores arguyen que el papel de la presidenta irlandesa es meramente simbólico, y lo es, en efecto, pero no por el hecho de que esa función la desempeñe una mujer, sino por las escasas atribuciones del puesto. Un hombre habría resultado tan decorativo como McAleese. Y un rey, tan protocolario -es decir, solemne y neutro- como Isabel II.

Fuente: elmundo.es

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