Varones, relaciones de pareja ý desempeño laboral
Irene Meler1

Resumen

Se exponen los hallazgos de un estudio sobre Género, Trabajo y Familia, referidos a las relaciones conyugales, tal como son experimentadas y referidas por los varones entrevistados. Mientras que las mujeres dan prioridad a las relaciones afectivas, los hombres priorizan los logros laborales, ya que constituyen el fundamento de su identidad masculina y de su propia estima.
El vínculo conyugal aporta de modo positivo a la identidad masculina; un aspecto al que los varones son muy sensibles. En ocasiones favorece el establecimiento de una posición de dominio, que es sostenida por ambos miembros de la pareja.
Es frecuente encontrar huellas de situaciones edípicas no elaboradas, en las elecciones de pareja; en muchos casos toman por objeto a mujeres no permitidas. Esto se explica por la mayor importancia de la situación edípica en el psiquismo masculino, en comparación con las mujeres. Otro factor deriva de las profundas transformaciones culturales, que favorecen la actuación de situaciones que antes hubieran permanecido en el plano de las fantasías.
Los varones estudiados asignaron gran importancia a la sexualidad conyugal, siempre escasa e insatisfactoria en relación con sus expectativas. Los hijos funcionan como terceros en discordia en este aspecto, que también se ve interferido por las dificultades económicas y laborales de los hombres, lo que los deprimen y les restan atractivo ante sus compañeras.
Palabras clave: Masculinidades, trabajo, relaciones de género, vínculo conyugal.

Introducción
Los conceptos que expondré en este artículo se sustentan sobre algunos hallazgos que surgen de las entrevistas realizadas a veinte varones que participaron en un estudio sobre Género, Trabajo y Familia2, donde se entrevistó de forma individual a ambos integrantes de veinte parejas conyugales. En esta ocasión analizaré cuestiones vinculadas con las actitudes de los varones estudiados respecto de sus relaciones de pareja.
El enfoque con el cual se analizan los casos consiste en una articulación entre el psicoanálisis contemporáneo y los estudios interdisciplinarios de género. Para la comprensión de las tendencias actuales, un estudio realizado desde la perspectiva de la subjetividad resulta necesario, ya que enriquece la perspectiva aportada por los estudios sociales.

Relevancia subjetiva del vínculo conyugal
En términos generales es posible considerar que, aunque la relación amorosa con la pareja conyugal ocupa un lugar de importancia en la subjetividad masculina, la estima de sí de los hombres no depende de forma prioritaria de la satisfacción obtenida en las relaciones afectivas sino que se apoya en los logros laborales. Esta situación difiere de lo que se observa entre las mujeres, para quienes el logro de una pareja estable constituye uno de los ideales organizadores de su proyecto de vida y, por ese motivo, sostienen buena parte de su balance narcisista sobre el hecho de contar con la compañía y con el amor de un hombre. Su estatuto social también depende en gran medida de su elección de pareja y eso es cierto aún en el caso de las mujeres que trabajan y disponen de ingresos propios, debido a circunstancias objetivas tales como la persistencia de la brecha salarial entre los géneros y la segregación horizontal y vertical del mercado de trabajo. Los correlatos subjetivos de este observable se relacionan con la importancia que la mayor parte de las mujeres asigna al cultivo de los vínculos amorosos, asociada con su rol tradicional de cuidado de la familia. Por esos motivos, en los que se articula la necesidad con el deseo, las mujeres de nuestro estudio en ocasiones no discriminan entre las decisiones amorosas o familiares y las opciones laborales. La pareja y la familia son, también, para muchas de ellas, parte de su trabajo.
Para los varones, por el contrario, aún en los casos en que el trabajo no opera al modo de una pareja, tal como lo expresa el dicho de “estar casado con el trabajo”, sus logros o fracasos laborales afectan profundamente su vínculo conyugal. Esto ocurre debido a que las relaciones amorosas se sustentan de algún modo en el amor a sí mismo. Cuando la autoestima masculina se ve erosionada por causa de dificultades laborales, esa situación genera malestar y afecta los vínculos de intimidad. Esto ocurre debido a que, a partir de la Modernidad, el rol social que define la condición masculina es la provisión económica de las necesidades familiares mediante recursos obtenidos a través del trabajo personal. Pese a las actuales transformaciones del mercado laboral y de las relaciones familiares, ser un buen trabajador es aún, para muchos varones postmodernos, un sinónimo de haber alcanzado el estatuto social propio de un hombre adulto. Por lo tanto, los varones masculinizados en un sentido convencional, dan prioridad al logro por sobre los afectos. El amor es considerado como una recompensa por el trabajo realizado, y el fracaso laboral o la desocupación operan como factores que restan atractivo a los hombres y disminuyen su motivación para las relaciones amorosas conyugales.
Estas tendencias se observan en los sujetos que participaron del estudio, aunque en grados diversos y con características variables. Actualmente nos encontramos en un proceso de desgenerización en lo que se refiere a la constitución de los rasgos de carácter y a los ideales propuestos para el Yo, que se relaciona con la semejanza creciente entre las prácticas de vida propias de ambos géneros. Sin embargo, por el momento, la mayor parte de las personas presenta aún estas características diferenciales entre varones y mujeres.

Efectos del vínculo con padres y hermanos en la relación de pareja
En varios casos he registrado que la existencia de obstáculos para constituir una pareja heterosexual adulta derivaba del apego infantil y del amor edípico no resignado con respecto de los padres. Así como en ocasiones un sujeto apegado en exceso a uno o ambos progenitores demora en casarse o en convivir en pareja, se vio que muchas uniones precoces fueron realizadas en estado de inmadurez, como un intento compulsivo, pero a la vez fallido, de desasirse de los padres. Esta modalidad vincular se observa, especialmente, en las primeras parejas de quienes están, al momento del estudio, en sus segundas nupcias3. Las uniones precoces e impulsivas suelen fracasar y, por lo tanto, con el paso del tiempo se produce una separación o divorcio y un nuevo matrimonio o convivencia.
La dificultad para elegir de modo satisfactorio un objeto de amor exogámico, o sea, en el caso de los hombres de este estudio, unirse a una mujer que no pertenezca a la familia de origen, puede deberse a múltiples factores. Hubo dos casos donde el hijo menor de una familia numerosa había sido objeto de una excesiva solicitud materna y a la vez, de cierto abandono por parte del padre. Esa situación generó un apego excesivo con respecto de la madre y obstaculizó el desprendimiento necesario para crecer.
En otras situaciones, la fijación a la familia de origen se debió, por el contrario, a las carencias experimentadas durante la infancia. Los padres de uno de los entrevistados se separaron por causa de la grave depresión de la madre, quien se mostró incapaz de ejercer su rol. Por ese motivo los hijos fueron criados por los abuelos. Ese hombre eligió como primera pareja a una mujer con una severa patología emocional que sometió al hijo de ambos al abandono y a malos tratos. El fracaso de esta primera unión puede considerarse, entonces, como una repetición de la circunstancia traumática que afectó su infancia. Otro entrevistado se dejó presionar para contraer un matrimonio no deseado, debido a que atravesaba por un período de duelo debido a la muerte sucesiva de ambos padres. El casamiento fue un intento de recuperar a los padres siendo, a su vez, padre, pero la relación no se sostuvo, porque no estaba basada en el deseo adulto sino en el anhelo de reparar carencias infantiles.
La impronta de las primeras relaciones de amor que se desarrollan al interior de la familia de origen adopta formas muy variadas. Las mujeres elegidas como pareja pueden tener alguna característica que las transforma en mujeres no permitidas, o sea, que el carácter lícito de la unión puede ponerse en duda o ser cuestionado. Un entrevistado eligió como compañera a la ex esposa de un amigo de su hermano. Aunque la relación era legalmente posible, causó cierta incomodidad y extrañeza en la familia de origen, acostumbrada a relacionarse con la mujer como integrante de otra pareja. Otro sujeto emparejó con la ex novia de su amigo más cercano. Nuevamente, no encontramos un impedimento legal, pero sí una situación no del todo aceptada, que genera tensiones en el entorno. Otros ejemplos de la misma tendencia se encuentran en la elección, como segunda pareja, de una vecina que a la vez era amiga de la familia que había formado con su primera esposa, y que vivía pared de por medio con ellos. En otro caso se trató de una amiga de la ex novia. También podemos encuadrar dentro de esta categoría a las elecciones de mujeres ajenas a la etnia de origen, sobre todo cuando suceden en familias donde ese tipo de pareja está mal considerado. Mi lectura acerca de esa modalidad de elección vincular consiste en considerar que su carácter potencialmente conflictivo apunta a una preferencia por la trasgresión derivada de una instalación subjetiva incompleta o insuficiente del tabú del incesto.
Hubo casos donde esa particularidad en la elección de objeto de amor se presentó en la generación anterior y los entrevistados se vieron afectados por los efectos de la conducta de sus padres. Por ejemplo, el padre de uno de los varones de nuestro estudio tenía un hermano y ambos se casaron con dos hermanas. Ese tipo de opción, con reminiscencias del matrimonio entre grupos al que se refería el enfoque antropológico evolucionista de Morgan (Engels, 1884), revela que el apego a los consanguíneos no ha sido resignado. En consecuencia, los sujetos buscaron una transacción que permitiera conciliar la prolongación de los estrechos vínculos con la familia de origen con el matrimonio exogámico.
Otro de los entrevistados es hijo de un hombre que estableció tres uniones conyugales y engendró hijos en cada una de ellas. Estos hijos no se conocían debido a que el padre desertaba del hogar anterior al formar uno nuevo. El hijo varón que participó en este estudio, buscó conocer a sus medio hermanas y estuvo a punto de implicarse en una relación amorosa con una de ellas. En ocasiones se busca colmar carencias infantiles relacionadas con la necesidad de apego, y otorgar sentido a los mensajes enigmáticos que provienen de la sexualidad de los progenitores, a través del ejercicio de la sexualidad genital adulta (McDougall, 1998).
Encontré situaciones en que el conflicto relacionado con la exogamia no fue manifestado de forma directa por el entrevistado, sino por alguno de sus parientes. En un caso, la madre presentó una declarada oposición a la concreción del matrimonio de su último hijo varón, al que intentaba retener como compañía para su viudez. En otras entrevistas comprobé que la fijación amorosa no se dirigía hacia la madre sino hacia una hermana. Uno de los participantes del estudio eligió como mujer a una joven cuyo nombre es casi idéntico al de su hermana mayor. El vínculo presenta características similares a esa relación familiar, es decir, que el liderazgo de la pareja tiende a ser femenino. El denominador común de estas situaciones, en apariencia disímiles, es el hecho de que el afecto hacia los familiares consanguíneos obstaculiza la concreción de una relación basada en la afinidad, o sea, una relación exogámica con otra persona adulta permitida.
La teoría psicoanalítica ha aportado, como uno de los pilares de su marco teórico, la existencia de un desarrollo en dos tiempos de la psicosexualidad humana. El apego afectivo que el infante varón desarrolla con respecto a sus padres o cuidadores y, en especial, con respecto a su madre, se transforma alrededor del cuarto año de vida en un amor erotizado que representa un versión infantil de lo que será en la adolescencia el deseo hacia un objeto de amor ajeno a la familia (Freud, 1905). Dado que el tabú del incesto es característico de todas las sociedades humanas conocidas (Lévi Strauss, 1956), a lo que se agrega la imposibilidad de consumar ese amor prematuro por causa de la inmadurez infantil, la sexualidad sufre un proceso de represión o latencia y vuelve a aflorar en la pubertad, esta vez ya dirigida hacia el grupo de pares, o sea, hacia personas permitidas.
Podría pensarse que el hallazgo, en tantos casos, de improntas del amor infantil hacia los padres o los hermanos que obstaculizan la constitución de una pareja adulta, no haría más que confirmar una tendencia o característica universal de nuestra especie. Sin embargo, considero adecuado destacar dos cuestiones. Por un lado, se encuentra entre los varones un mayor número de situaciones edípicas, lo que confirma que la importancia de las pretensiones de amor exclusivo dirigidas hacia la madre o las hermanas y la rivalidad con respecto al padre, alcanza entre los varones una intensidad mayor que lo observable en las mujeres. Por otro lado, las manifestaciones registradas en el estudio dan cuenta del hecho de que estamos atravesando por una profunda transformación del orden social y cultural, de la cual el cambio en los roles de género forma parte integrante, y que afecta las formas convalidadas de emparejamiento y familiarización.
De otro modo replicaríamos de modo acrítico la tendencia freudiana consistente en crear “un modelo único de familia única” (Jean Bollack, La Naissance d’Œdipe, citado por Roudinesco, 2003). Parece más productivo atender a las transformaciones históricas de los modos de familiarización y parentesco, tratando de captar la forma en que buscan dar cuenta de la satisfacción de las necesidades sociales y, al mismo tiempo, de los requerimientos subjetivos indispensables para la humanización de los niños. El hecho de que las regulaciones que rigieron a las generaciones anteriores se han relajado y surgen nuevas alternativas para una existencia socialmente aceptable, favorece la aparición de conductas que en otros tiempos hubieran quedado confinadas al territorio de la fantasía, dando lugar a la formación de síntomas. En la actualidad, en lugar del sufrimiento sintomático, muchos sujetos se embarcan en actuaciones ego sintónicas, que producen cierta conmoción en su entorno cercano.
Elizabeth Roudinesco considera que la familia contemporánea está aparentemente en desorden, pero no se suma a la visión apocalíptica que otros autores sostienen respecto de esta tendencia. En concordancia con su postura, es posible dudar acerca de la pertinencia de utilizar un criterio psicopatológico que diferencie a quienes han establecido con claridad el tabú del incesto de quienes experimentaron dificultades para aceptarlo. Más vale considerar la reiteración de estas observaciones como expresión de un aspecto estructural aunque no invariante. También, al mismo tiempo, conviene tenerlas en cuenta en calidad de indicadores de una profunda transformación de las reglas de parentesco, que se insinúa de modo aún caótico. Este proceso no transcurrirá sin provocar sufrimientos, pero tiende a construir un ordenamiento alternativo, que resulte más adecuado para la modernidad tardía (Butler, 2001).
El cuestionamiento de lo que fue denominado por Roudinesco el “logos separador”, derivado de los modelos familiares con jefatura masculina y de la consiguiente construcción de discursos que daban racionalidad al dominio masculino y a la autoridad paterna, no tiene que conducir forzosamente al caos y a la pérdida de todo principio regulador de la convivencia social. Este supuesto es profundamente misógino, ya que atribuye esta tendencia antisocial a la hegemonía familiar de las mujeres. En las familias contemporáneas la jefatura femenina es un fenómeno en ascenso, y esto ocurre muchas veces a pesar de las mismas mujeres. Si bien el estudio de las familias con jefatura femenina no es el objeto de la investigación cuyos hallazgos expongo, forma parte del contexto en el cual se desarrolla la existencia de las parejas conyugales entrevistadas. Más aún, es posible que algunas de estas uniones se disuelvan por distintos motivos, dando lugar a hogares dirigidos por las mujeres.
La patologización a priori de las formas alternativas o innovadoras de pareja y de familia no resulta útil para comprender las tendencias incipientes que asoman en el panorama postmoderno. Tampoco es recomendable ignorar los conflictos y las patologías, en ocasiones severas, que acompañan a los procesos de cambio. Ni el conservadurismo ni el optimismo progresista acrítico son buenos compañeros de investigación.

Terceros en discordia
Los terceros son fuente de conflicto en todas las parejas, ya se trate de amantes, de padres o de hijos. Uno de los varones vio dañada su relación conyugal en ocasión de una enfermedad grave que padeció su madre, quien finalmente murió a causa de la misma. La madre requirió cuidados especiales y él se hizo cargo de pasar algunas noches por semana con ella. Seguramente a esto se agregó un estado depresivo que no debe haber podido expresar debido a su carácter hosco y poco comunicativo. Su matrimonio se disolvió por causa de una infidelidad de su primera esposa, cuestión sobre la cual no abundó en detalles, seguramente por que le ocasiona un intenso sufrimiento referido a la autoestima. Es posible conjeturar que la infidelidad de la esposa reflejó de modo especular el abandono que ella experimentó cuando él faltó del hogar por las noches, situación que sólo pudo procesar por medio de una actuación vengativa.
La paternidad puede tener, según el caso, un efecto estimulante o inhibitorio del desarrollo laboral de los varones. En los casos en que se produce una pérdida de empleo o el fracaso de un emprendimiento con ocasión de la llegada de un hijo, es necesario deslindar en qué medida ese evento obedece a factores macroeconómicos, que podemos considerar como ajenos a la subjetividad –aunque produzcan efectos subjetivos–, o a factores psíquicos particulares del sujeto en cuestión. Uno de los entrevistados refiere un suceso de ese tipo, pero lo significa como una injuria padecida sin participación personal en ese desenlace. Cuenta que a los pocos días de nacida su hija, sus compañeros lo dejaron sin empleo. Cabe al menos la duda de si habrá existido una claudicación notoria en su desempeño, ligada al temor ante las nuevas responsabilidades y a los celos ante la llegada de un niño respecto del cual muchos varones se ubican en posición fraterna y por lo tanto experimentan como rival.
Pero, sin duda, el tercero más rechazado (con la obvia excepción de un amante) aparece en las uniones de segundas nupcias, bajo la forma del ex cónyuge de la mujer. También las mujeres del estudio manifestaron celos ante las ex esposas de sus actuales maridos, pero este sentimiento adquiere particular virulencia en el caso de los varones, acostumbrados a considerar a las mujeres que aman como parte de su propiedad. La intromisión se produce por diversas vías. Las referencias al padre, que de modo inevitable realizan los hijos habidos en la unión anterior, son una fuente de conflicto. En muchos casos existen llamados o visitas que intentan influir en la dinámica del nuevo hogar. De hecho, resulta difícil evitar que el padre de los hijos de la actual esposa ejerza alguna clase de influencia en el nuevo hogar, porque es necesario pactar acuerdos entre los distintos actores involucrados en la crianza de los niños. Pero, es fácil que se produzca un deslizamiento, a partir de intervenciones acotadas a la función parental, hacia expresiones de un afecto y posesividad no resignada respecto de la esposa que antes estuvo con un hombre y ahora es compañera de otro. Ciertas intervenciones hostiles tienen también el mismo significado (Berenstein, 1987) y han sido correctamente decodificadas como una expresión de celos y una lucha por la mujer que integró una organización familiar y ahora forma parte de otra.

Funciones sociales y subjetivas de la relación de pareja
Pese a los obstáculos que derivan de la existencia de otros lazos de afecto y de la interferencia de terceros, es posible registrar una alta valoración, por parte de los varones, respecto del hecho de tener una compañera y de ser, por lo tanto, parte integrante de una unión conyugal. Esto es cierto aún en aquellos casos en los que el hombre presumía, durante el noviazgo, de una supuesta autonomía emocional con respecto de las mujeres y desplegaba las conocidas defensas machistas, consistentes en menosprecio manifiesto del vínculo, hipersexualidad y promiscuidad. Sin embargo, se da un cambio en un sentido, tal como lo relata un entrevistado el cual, al cabo de un tiempo de relación, no pudo evitar reconocer que había establecido un lazo perdurable de amor, que implicaba una dependencia emocional respecto a su compañera.
La referencia al sentimiento amoroso no puede considerarse, sin embargo, como un dato último, irreducible al análisis, sino que puede ser estudiada determinando qué deseos y necesidades de los varones satisface la formación de una pareja. Una de las funciones psíquicas que cumple la formación de una pareja es la de reforzar la identificación correspondiente al género asignado al sujeto. Quien integra una pareja heterosexual, reafirma de ese modo su masculinidad o su feminidad. Esta reafirmación, siempre importante en la juventud, adquiere un peso especial en el caso de los varones. He descrito en una publicación anterior (Meler, 2000) la forma en que diversos estudios coinciden en afirmar que la masculinidad es una condición subjetiva cuya construcción resulta más ardua y trabajosa de lo que ocurre con la feminidad. Eso se debe a que, al ser la madre quien prodiga los primeros cuidados a los niños, se produce un proceso de identificación fusional entre ambos, del cual el naciente sujeto emerge gradualmente, hasta que adquiere una noción subjetiva de poseer un ser separado, diferenciado del ser materno. La adquisición de la identidad de género se produce a lo largo del desarrollo sobre la base de esa primera discriminación entre el sí mismo y el objeto que asiste al infante en el desamparo inicial (Mahler, 1968; Benjamin, 1997). Fue Stoller (1968) quien planteó la existencia de una identidad nuclear de género que inicialmente sería femenina tanto para las mujeres como para los varones, debido a la identificación primaria del infante con su madre. Los estudios antropológicos confirman que la percepción de muchos pueblos coincide en considerar que es necesario desfeminizar a los varones y proceder a su masculinización deliberada y activa, a través de complejos procesos rituales (Gilmore, 1990; Stoller y Herdt, 1992).
El sistema de géneros vigente, que aún se caracteriza por su polaridad, por el dominio masculino y por la prescripción de la heterosexualidad (Rubin, 1975; Rich, 1983; Butler, 1993), presenta a la vez algunos aspectos estructurantes y otros opresivos. Al tiempo que confiere a los varones una dominancia en función de su sexo, los emplaza para hacer honor a esa posición social de privilegio. Ser todo un hombre o, simplemente, como dijera Kipling, ser un hombre, es aún considerado un honor y un desafío. Como contraparte, el temor a no ser suficientemente masculino aflige en diversa medida a todos los varones.
Aquellos participantes de nuestro estudio que, por diversas razones, encontraron obstáculos en la construcción de una identidad masculina prototípica buscaron, en el hecho de integrar una pareja, una reafirmación de su hombría. Esta reafirmación asumió diferentes modalidades según el caso. Uno de los sujetos entrevistados consolidó su pareja a edad temprana y no conoce, al menos según dijo, otra mujer que la suya, a la que permanece fiel con convicción y sin conflicto aparente. Según manifiesta, su bien más preciado es la familia e incluso relata haber renunciado a una promoción laboral porque implicaba restar tiempo a la convivencia con los hijos. Esta postura es poco usual entre los hombres, que valoran mucho la posibilidad de ubicarse dentro de los estamentos dominantes para el género, aunque sea al precio de soportar y, al mismo tiempo, generar en otros carencias vinculares y afectivas. Una hipótesis que es posible formular es que este sujeto encuentra en la pareja y en la familia un refugio y un aval identificatorio y que prefiere evitar un ejercicio de su masculinidad más acorde con el estereotipo del varón aventurero, audaz y promiscuo.
En otro caso, la unión con su actual mujer significó acceder a un puesto de trabajo a través de ella. A partir de esa situación, este hombre desplegó un estilo de masculinidad basado en la iniciativa y el logro laboral, que resultó diferente y superior a su desempeño anterior, más errático. Ocurrió que, simultáneamente, la mujer prefirió una inserción laboral más acotada y que implicaba soportar menos riesgos y tensiones. Es decir, que podemos considerar que la conformación de esa pareja masculinizó al hombre y feminizó a la mujer, dicho esto en el sentido más convencional de ambos términos. De ese modo la asimetría de poder entre los géneros se confirma y reproduce. Para muchos varones, contar con una esposa implica ubicarse en posición de liderazgo y aunque esta dominancia se reduzca al ámbito de la pareja, la situación potencia su autoestima.
En este proceso de confirmación del género intervienen no solo intercambios emocionales y simbólicos sino que también interviene, y es de interés registrarlo, la forma en que se constituye inicialmente la sociedad conyugal a través de los bienes materiales que aporta cada uno de los cónyuges. En varios casos estudiados el aporte de la vivienda inicial provino de la mujer, ya sea a través de compartir la casa que ella poseía como resultado de su anterior matrimonio o de vender una propiedad de su pertenencia y sobre esa base adquirir otra que se mejoró en conjunto, o de recibir por parte de los padres de la mujer una vivienda. Algunos varones, aunque no todos, intentan desmentir la importancia de ese apoyo, para construir sobre esa base una masculinidad dominante. En su discurso resaltan sus aportes económicos y su trabajo personal, e intentan restar importancia al aporte que provino de la mujer o de su familia. Es necesario agregar que en ocasiones existe un acuerdo inconsciente por parte de ambos integrantes de la pareja para sostener de ese modo la dominación masculina.
En las segundas uniones es frecuente que la condición económica del varón se caracterice por el desclasamiento, ya que perdió su casa al dejarla como hogar de la ex mujer y de los hijos de esa unión. Solo aquellos hombres que se han ubicado en puestos de jerarquía dentro del ámbito del trabajo, evitan este avatar del divorcio. La formación de pareja con otra mujer que posee una vivienda, constituye un aporte significativo para reposicionarse nuevamente en su sector social originario. Vemos aquí cómo las relaciones de género y de clase se relacionan de modo estrecho y cómo el dominio masculino no es solo simbólico o emocional, sino que se asienta en un sustrato material del cual el tipo de trabajo al que acceden y la recepción de bienes por parte de la esposa forman parte integrante.
Es importante destacar esta observación, porque va a contracorriente del sentido común. Efectivamente, aún circulan expresiones tales como “pescar a un buen candidato” o, en inglés, “to make a good catch” que aluden al hecho de que el estatuto social de las mujeres se beneficia mediante la unión conyugal con un “buen proveedor”. Esta situación sin duda existe en algunas de las parejas de este estudio, pero hay muchas otras en las que la dominancia masculina es débil o vacilante o que se ha construido en conjunto más como una ilusión que como una realidad efectiva.
En dos de las uniones, en las que tanto el ingreso como la vivienda derivan del trabajo del varón y la mujer está en situación de absoluta dependencia económica, no habiendo aportado ningún bien a la pareja, nos encontramos con matrimonios de segundas nupcias donde existe una significativa diferencia de edad y las mujeres han dado a luz dos o más criaturas. Es decir, que en esas relaciones ellas aportan un bien intangible que es el tiempo, o sea su juventud, su atractivo erótico y su capacidad reproductiva y a cambio se benefician con un ascenso de estatuto social. El beneficio obtenido por los esposos, además de las gratificaciones emocionales propias de una nueva pareja y de otra familia, es de carácter narcisista, al reafirmar su potencia viril mediante la unión con una mujer más joven, lo que resulta refrendado a través de la paternidad. Lo que importa destacar es que cuando se constituye una pareja se realiza un intercambio que no se limita a sus aspectos emocionales y eróticos, sino que ambos cónyuges esperan encontrar en la unión gratificaciones narcisistas y una vía de promoción social.

El ejercicio de la sexualidad conyugal: la perspectiva masculina
La práctica sexual es un aspecto de la relación conyugal muy valorado por la mayor parte de los entrevistados. Es difícil discriminar en qué medida esa situación revela un intenso deseo erótico y en cuánto es reclamada por motivos de reafirmación de la autoestima y confirmación de la identidad masculina. Sea cual fuere la motivación dominante (Bleichmar, 1997), las demandas eróticas son manifestadas en algunos casos como si fueran la expresión de una necesidad que el sujeto considera que tiene derecho a satisfacer en el vínculo matrimonial. Esta reducción del deseo a la necesidad, puede compararse con una regresión desde el amor hacia el hambre y evidencia la forma en que la situación inicial de desamparo infantil y la dependencia con respecto de la madre colorea la relación genital heterosexual adulta.
Muchos entrevistados expresaron que la frecuencia de las relaciones sexuales era inferior a sus expectativas, y coincidieron en atribuir al nacimiento de los niños un efecto adverso con respecto del erotismo conyugal. Esta situación se explica por la convergencia conflictiva entre cierta preferencia que manifiestan algunas mujeres por los placeres eróticos derivados de la lactancia y, en términos generales, de la relación tierna con los infantes y los celos fraternos, muy frecuentes entre los varones que devienen padres.
El paraíso perdido que muchos hombres evocan retrospectivamente, cuando se refieren a los inicios del vínculo amoroso, es, sin embargo, meramente ilusorio en varias de las parejas estudiadas. Algunas uniones se establecen sin que medie una relación sexual intensa y podríamos aventurar que, en cierto modo, se consolidan merced a que no existe entre los futuros esposos un sentimiento apasionado. La motivación que predomina para consolidar la relación deriva del apego infantil y del deseo de colmar y reparar, a través de la conyugalidad, carencias emocionales experimentadas durante la infancia. La presencia constante y el afecto seguro se prefieren a la pasión. En estos casos el matrimonio es considerado como un refugio y un puerto. Esta situación se observa en muchas de las uniones iniciales entre jóvenes, que acceden a una capacidad emocional más intensa cuando maduran, y logran desplegarla ya sea dentro de la primera pareja o con otras compañeras.
En las segundas uniones se puede observar este estilo vincular caracterizado por la ternura a expensas de la sensualidad en algún caso aislado, donde ambos miembros de la pareja han atravesado por circunstancias traumáticas y buscan, sobre todo, solidaridad y protección recíproca. La tónica general de las segundas nupcias es, sin embargo, comparativamente más erótica, al menos en los comienzos de la relación. Esto se debe a que los segundos matrimonios se producen en momentos de mayor madurez, donde las inhibiciones juveniles se han superado en alguna medida. A esto se agrega que los sujetos que atravesaron por un divorcio padecieron situaciones consideradas como injuriosas para la estima de sí, tales como abandonos o, simplemente, fracasos vinculares. La unión con la nueva pareja tiene, entonces, un espectador imaginario: el o la ex cónyuge que es convocado de forma imaginaria a la escena sexual, para que observe la forma en que su antigua pareja es objeto de deseo y experimenta placer. Uno de los entrevistados, casado con una mujer joven y bonita, expresó esta situación de modo manifiesto.
La maternidad arruina en la mayor parte de los casos el idilio inicial, y las razones que aducen sus mujeres para evitar las relaciones sexuales –tal como fueron relatadas por los hombres– se refieren al cansancio y a la falta de sueño o a secuelas físicas de embarazos y partos. Existe otro motivo que impacta de modo desfavorable en el deseo y el placer sexual. La dominancia masculina determina que el deseo erótico de las mujeres se sustente, en la mayor parte de las relaciones, aunque no en todas, en la admiración, en cierta condición de idealización con respecto del varón, que no es meramente física sino, sobre todo, social. El éxito laboral, intelectual o económico, potencia el atractivo masculino; lamentablemente la situación inversa también se observa: el fracaso genera en las mujeres un sentimiento de decepción. Es, por lo tanto, habitual que los varones desocupados o empobrecidos no encuentren refugio en los brazos de sus mujeres. Ellas no perdonan con facilidad la claudicación masculina y su deseo se esfuma en esas circunstancias.
Cuando el rechazo o la renuencia no provienen de la mujer, el empobrecimiento erótico del vínculo se explica como expresión de estados depresivos no manifiestos, que alguno de los entrevistados experimenta en relación con sus escasos logros laborales y económicos. Así como es frecuente que una mujer que considera dañada su belleza experimente una falta de deseo erótico, ocurre algo semejante cuando un varón se percibe en situación de potencia social disminuida. Al lesionarse la estima de sí, el deseo claudica. La efectividad del macro contexto es evidente en estos casos, porque la crisis económica general ha afectado la sexualidad de muchas parejas que son, por diversas circunstancias, más vulnerables que otras.
Es conocida la tendencia masculina a realizar una doble elección de objeto amoroso, donde la corriente tierna queda disociada de la sensual (Freud, 1910). Los entrevistados no se han referido en general a esas situaciones, que suelen ser clandestinas; sólo uno de los sujetos del estudio relató la existencia de infidelidades mutuas. En otra entrevista, un varón traumatizado por los sucesivos matrimonios de su padre, y deseoso por ese motivo de sostener su primera unión conyugal, describió un expediente curioso, elaborado para conciliar la doble elección de objeto con una estricta fidelidad marital. A causa de su trabajo debe circular por locales de diversión nocturna, donde tiene fácil acceso a mujeres atractivas. Cuando regresa a su casa por la madrugada se siente excitado por los estímulos derivados de esa situación. Habiendo relatado ese sentimiento a su esposa, con quien la relación erótica se encontraba empobrecida, acordaron que ella aceptaría ser despertada para mantener relaciones sexuales por la madrugada. De ese modo la unión, que es monogámica en los hechos, realiza en la fantasía el deseo de una relación triangular, lo que parece potenciar el erotismo de ambos.
Vemos, entonces, que la sexualidad conyugal presenta en los varones de nuestro estudio características relacionadas con la dominancia de género. Este nexo dista de ser lineal y sus modalidades de expresión son muy variadas, ya que van desde el reclamo hipersexual hasta el retraimiento depresivo, pasando por curiosas combinaciones que buscan conciliar los pactos manifiestos con las peculiaridades del deseo.

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Stoller, R. y G. Herdt (1992). “El desarrollo de la masculinidad. Una contribución transcultural”. Rev. Escuela Argentina de Psicoterapia para graduados, Buenos Aires, 18.

1 Coordinadora del Foro de Psicoanálisis y Género y directora del Programa de Actualización en Psicoanálisis y Género (Apba), coordinadora docente del Programa de Estudios de Género y Subjetividad, de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (Uces), iremeler@fibertel.com.ar.
2 Programa de Estudios de Género y Subjetividad de la Uces, Directora: Dra. Mabel Burin; Coordinadora docente: Lic. Irene Meler.
3 Los hallazgos referidos a quienes forman parte de familias ensambladas integrarán la tesis de doctorado de Irene Meler, doctoranda del Doctorado en Psicología de la Uces, cuyo tema de estudio son las relaciones de género en familias ensambladas.

Fuente: http://www.estudiosmasculinidades.buap.mx/num7/casados.html

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