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En teoría, una obra como The Crucible (Las brujas de Salem en español) no debería funcionar. Una historia así —la alegoría liberal contra el anticomunismo y la violencia institucionalizada, escrita a partir de la tragedia en Salem durante el siglo XVI— tiende particularmente al ridículo y la hipérbole. Su premisa principal ya involucra un evidente salto de fe. ¿Deberíamos creer que un grupo de adolescentes normaluchas tiene la capacidad de transformar un apacible pueblo en un círculo de histeria, acusaciones de posesión demoníaca y traiciones comunitarias, marcadas por el estigma y el recelo? ¿Se trata acaso de una forma de simbolizar —y hasta el extremo— las fisuras sociales de la comunidad, las disputas por territorios, legitimidad, y el favor de Dios, transformados en una violenta cruzada moralista contra la disidencia? The Crucible, de 1952, está firmada por Arthur Miller, cuyas obras —visiones desencantadas, crudas e incisivas de las peripecias de la clase trabajadora o clase media estadounidense— no parecen acercarse a la exaltación histórica de un libreto como este. Hay quienes encuentran en The Crucible un excesivo tono de martirización y autocomplacencia: Miller, reconocido por incluir fragmentos autobiográficos en la mayoría de sus libreros, concibe The Crucible como acto redentor ante las acusaciones macartistas en su contra, y, bien que mal, su obra funge como un testamento de su entereza moral ante los fantasmas de la censura y la persecución.
La mayoría de estas críticas tienen sentido, y pueden extenderse a The Crucible (1996) versión filmada, dirigida por Nicholas Hytner a partir de un guion del propio Miller, salvo por una en particular: que la historia, como testamento político y alegoría progresista, está desfasada y no tiene cabida en el contexto de su estreno. ¿Qué pasaría, entonces, en 2025 casi treinta años después? Lo cierto es que The Crucible, tanto en concepto como ejecución, se siente particularmente moderna, sobre todo a partir de su cruzada epistémica. ¿Quién tiene el monopolio de la creencia? ¿Qué tipo de poder es considerado legítimo ante la existencia de distintos marcos de conocimiento, verdades contrapuestas, disputas por la naturaleza de las cosas? Más allá del su alegato contra el silenciamiento político —bastante apropiado en la actualidad, por cierto— en el fondo, The Crucible funciona como recordatorio necesario de que la mayoría de disputas morales son, en el fondo, disputas de definición y reconocimiento. Que eso sea mejor o peor ya depende de cada uno.
Esto se evidencia desde la primera escena del film, que Miller y Hytner conciben de manera muy distinta al libreto original. En la versión teatral, la escena de las chicas en el bosque es relatada por un personaje a otro. Es decir, así como los demás personajes, estamos forzados a creer en la versión de un tercero. En contraste, en la versión filmada vemos lo que sucede, y, aun así, no podemos interpretarlo con certeza. La escena inicial muestra a una docena de adolescentes que se escapa de sus casas en la madrugada, muy sonrientes y atrevidas, y que se reúnen con una criada, proveniente de Barbados, para realizar una suerte de ritual, quizá de santería o similar. Entre la bruma y la niebla, arropadas en la quietud del bosque, claman alguna suerte de maleficio y hechizo a enemigos y amantes. Abigail Williams, la rebelde entre las rebeldes, clama un maleficio contra Elizabeth Proctor, se cubre la cara de sangre de un gallo degollado y baila frenéticamente junto a la fogata, sin control de sí misma. Otras chicas le acompañan en cánticos y bailes, algunas se desnudan, y siguen junto a la fogata, hasta ser descubiertas por el reverendo Parris, tío de Abigail.
Aquí la principal tensión del film. ¿Hasta qué punto las chicas creen en lo que hacen? Cuando se juntan y conjuran un hechizo o maleficio, ¿están seguras de que es posible? ¿Qué tan intenso es su poder? ¿Cómo se puede contrarrestar? Sería impreciso asumir que las chicas están totalmente convencidas de la eficacia de estas formas de magia, sea por similitud o por contacto. A su vez, no podríamos creer que sus acciones responden simplemente a un juego de niñas, y que ninguna es consciente del poder de sus palabras y lo que invocan. Hay un punto medio, una zona gris, entre el descrédito y la fe, un umbral de posibilidades y provocaciones, presentes en el acto ritual, en este espacio liminal, disruptivo, en los gestos y las palabras. ¿Acaso Abigail Williams es capaz de predecir el efecto sus maleficios? Tituba, la criada, familiarizada con estas prácticas, escucha con horror los pedidos de Abigail, negándose a cumplirlos. Cuando el reverendo Parris, rígido pastor puritano, descubre con horror lo que hacen sus parroquianas, tiene la posibilidad de elegir una mejor versión que la otra. Cuando una de sus menores hijas cae enferma y no puede levantarse de la cama, Parris decide creer en la brujería y liderar la cacería moral.
La tragedia en The Crucible, más allá del horror de las ejecuciones, es que, a lo largo de la historia, son pocos los personajes que genuinamente cuestionan sus creencias o validan las creencias de los otros. La parte del pueblo convencida de la presencia de brujas y del maleficio sobre las mujeres no da su brazo a su torcer. El supuestamente imparcial juez está comprometido con su causa expurgatoria y decidido a creer los testimonios de Abigail y el resto. En una primera audiencia pública, y en un caso de potencial histeria colectiva, las chicas “perciben” la presencia de brujería y caen rendidas, desmalladas, gritando en un estado de total exaltación. Nadie por un momento se pregunta si acaso algo de eso no es real. A la vez, la otra mitad del pueblo está segura del descrédito de las acusaciones, convencida de la inocencia de todos los implicados salvo las niñas y sus mentiras. Irónicamente, el personaje que más nos convence en su ambigüedad es John Proctor, el protagonista del film, envuelto en un tórrido affaire con Abigail y forzado a defender a su esposa de las acusaciones de brujería. Cuando le preguntan si es capaz de negar la existencia de brujas —conocimiento de sentido común para la época— John se queda callado. No es que John acepte la incerteza y pueda cuestionarse las respuestas, es que simplemente no está interesado en las preguntas. La brillante actuación de Daniel Day Lewis lo confirma: es un John parco, reprimido, en culpa, y, sobre todo, indeciso.

Por supuesto, la ausencia de humildad epistémica y disposición al convencimiento solo irá creciendo conforme avance el film y sus daños son traídos a la luz con eficacia por la puesta en escena. Parece que Hytner se dio cuenta que una historia así no puede narrarse con sutileza: su Crucible es una alegoría apasionada, incluso un estado de delirio, llevado al mismo ridículo de la paranoia y el acto acusatorio. Hytner filma así: juega con ángulos picados y música estridente, hecha mano a constantes primeros planos y tomas de reacción, enfoca la cámara en la reacción antes que la acción, filma con belleza y esmero los prados de la Nueva Inglaterra de la época. Su estilo recuerda al cine clásico de los 50, el cine de la posguerra, con ese tono paranoico cercano a la serie B y a las películas de Hitchcock, pero, a su vez, nos remite a cierta influencia gótica, como un Polanski en un empaque de cine clásico. La intensidad de los interrogatorios y rituales perversos contrasta, y con fortuna, con la rigidez de Day Lewis como Proctor en la primera mitad, y con la contenida -y fascinante- interpretación de Joan Allen como la devota Goody Proctor.
Nunca nos convencemos del todo de las creencias de los Proctor, y por eso son tan creíbles como los protagonistas. Hay otro personaje muy interesante, que recuerdo muy bien de la primera función a la que asistí de The Crucible y que también resalta en esta versión: la figura del reverendo Hale, experto en actos de brujería, enviado especial hacia el pueblo para verificar la certeza de las acusaciones. Al inicio, rígido en sus creencias y convencido de la presencia del maligno, Hale está del lado de las acusadoras. Pero, como arquetipo del extraño apartado del pueblo, Hale empieza a mirar. Mira las rencillas y tensiones en el pueblo. Observa la evidente debilidad de los argumentos de Abigail Williams y el resto de las acusadoras. Nota la sinceridad de los Proctor y de los demás acusados. Y, sobre todo, es testigo de lo absurdo de los juicios. O los acusados confiesan la brujería o son llevados a la horca. El pueblo es juez y parte. Todo argumento racional es fácilmente refutable bajo la presunción de manipulación por brujería, y, por tanto, todo argumento de las acusadoras no puede ser falseado. Si alguien dice algo en contra, está poseído o tiene poderes. De a pocos, el reverendo Hale, como la audiencia, abandona toda esperanza, y descubre los límites de su propia creencia, hábilmente distorsionada por los poderosos del pueblo.

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