Aquel domingo del 28 de marzo de 1993 era especial. Me levanté temprano y de buen ánimo, me duché y con lo justo y necesario me fui rumbo a la universidad San Marcos a dar mi examen de admisión. Con la moral al tope tomé un microbús en la Av. Javier Prado.

Por contraste, a diferencia de aquel día, ese verano no la pasé bien. Tenía delante de mi una misión difícil, puesto que no era fácil ingresar a la universidad como lo es ahora. No podía dormir con la apabullante responsabilidad que significaba tener la expectativa de toda la familia a cuestas. Tenía a mis padres a mi lado, pero también a mi abuelito. Ellos me protegían y hacían que mi carga fuera más llevadera. Pero todo lo que hice en aquellos días, especialmente lo hice por mi abuelito y narro por qué.

Desde que tuve uso de razón no hubo domingo que no fuéramos a visitar a los papás de mi mamá, mis abuelitos Teodoro y Efigenia. Pasábamos interminables tardes domingueras conversando en familia sentados en el comedor que daba a la cocina de su pequeño departamento en San Luis. Largas y divertidas conversaciones entre papá y el abuelito Teodoro amenizaban mis tardes junto a las noticias del fútbol y las carreras de caballos.

En una de aquellas tertulias el abuelito Teodoro, apelando a su experiencia y a su sabiduría práctica me aconsejó de lo importante que resultaba aprovechar mi juventud estudiando y aprendiendo otros idiomas. Se ponía como ejemplo y contaba de sus experiencias en los Estados Unidos, de las veces que estuvo allí siendo ya mayor y nos narraba de lo mucho que pudo haber conseguido con tan solo conocer el idioma. “No es muy difícil”, me decía, “Para los que sabemos quechua es más fácil aprender inglés de aquellos que sólo saben español”. Concluía con su característico buen humor.

Absorto y envuelto en las historias de mi abuelo, me proyectaba al futuro convencido en la receta del éxito que él me mostraba. Aquella tarde, emocionado y absolutamente convencido de cuál era el camino a recorrer y teniendo como testigo a papá le aseguré a mi abuelo que en el próximo verano ingresaría a la universidad. “Es una promesa”, le dije.

Un domingo previo al examen de admisión el abuelito Teodoro estando de visita en la casa de Lince enfermó. Algo que comió le cayó mal, afectando ya su delicado estado de salud. Lo internaron en el hospital Almenara de la Av. Grau y pasaron los días sin que se recuperara.

El domingo de mi examen llegué a la Ciudad universitaria de San Marcos y me dirigí al último piso de la Facultad de Administración. Me ubicaron en una carpeta al final del salón seleccionado. Mientras esperaba a que iniciara el examen marqué la carpeta, con el lápiz que me acababan de entregar, el nombre de mi abuelo que se encontraba enfermo. El examen estaría dedicado a él. Mi promesa estaba a horas de poder ser cumplida.

Inicié el examen y con el ímpetu de un velocista de cien metros planos no hubo pregunta que se me resistiera. Tuve tiempo hasta para repasar las respuestas. Y con mi corazón latiendo a mil, sintiéndome vencedor, esperé la orden de salida para ir corriendo a la casa de mi abuelito a darle la noticia. Ya no había que esperar resultados, mi ingreso a la Universidad era una realidad.

Salí apresurado por Universitaria, llegué a Bolívar y tomé un microbús que me dejó en Aviación con Canadá. De allí corriendo llegué hasta la Urbanización Túpac Amaru, donde vivían mis abuelos, a darle la noticia a todos mis familiares que seguramente estarían allí reunidos. Mis padres me avisaron también que estarían allí.

Llegué y encontré sólo a mis hermanos y a mis primos menores también en la casa. Entré a cada una de las habitaciones esperando encontrar a alguno de mis tíos. No estaban. Para hacer tiempo, ingresé al cuarto de la abuelita y tomé su antigua radio gris a pilas, como lo solía hacer casi todos los domingos, para enterarme del fútbol. En aquellos días no pasaban los partidos por TV. Tomé la radio, me senté en la sala a esperar mientras seguía la narración del partido que Alianza Lima jugaba en Sullana por el campeonato peruano. El encuentro termina empatado mientras pienso en las buenas noticias que el día me regalaba.

La impaciencia me inquieta. Apago la radio mientras descanso pensando en cómo darles la noticia de mi ingreso a la universidad a mi familia y en especial a mi abuelito Teodoro. Mis primos juegan. No me molestan ni tampoco los molesto. Sólo espero. Tocan el timbre. Mi corazón late con fuerza. Llegó la hora. Uno de mis primos menores abre la puerta. Ingresa mi abuelita junto a mi papá y mi mamá que la sostienen. Lucen lentes oscuros. Lloran desconsoladamente. Detrás de ellos ingresan mis tías con rostros hinchados y palidecidos. Lo sé. No es necesario que me lo digan. Mi abuelito ya no está. Callo con mi noticia conmigo. Ya no se lo podré contar a mi abuelo. Lloro amargamente. Llegué tarde. No tuve el tiempo para abrazarlo y agradecerle por todo lo que había hecho por mí. No le di esa alegría. Esa tristeza me acompaña. No hay 28 de marzo que lo olvide.

Billy Colonia
29 de marzo del 2012

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