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Eran cinco para las ocho de la mañana, nervioso por la hora avanzada me asomé por la puerta vestido con mi ropa de colegio color plomo esperanzado en que apareciera el colectivo granate de techo verde esmeralda (aquellos que iban a La Parada-La Victoria) el cual me dejaba en el parque Pedro Ruiz Gallo de Lince a sólo una cuadra de mi colegio (del cual sólo queda el recuerdo), la escuelita fiscal Francisco Fabio Brenner, la 1056. Hoy convertida en una fábrica de zapatos.

No había probado mas que un sorbo de mi taza de leche debido a que no había tiempo para más y era un deber llegar temprano al colegio. Divisé el bus, recogí la maleta, me despedí de mi mamá y de pie en la puerta de la casa extendí la mano con la intención de parar al microbús que se acercaba a la casa.

Mi mamá, quién también se alistaba para ir a su trabajo y acostumbrada a que siempre se le hiciera caso por las buenas o por las malas me ordenó a que no me fuera hasta que termine con mi desayuno. Molesto y con ganas de no hacerle caso le dije que me tenía que ir porque sino llegaría tarde a las clases. Mi madre, imperturbable como siempre, me replicó: “!Te dije que terminaras el desayuno y no me sales hasta que acabes!”.

Abrumado por la repuesta, con el microbús alejándose, con el reloj marcando las ocho de la mañana y con mi taza de leche casi intacta sólo atiné a llorar.

Aquello ocurrió una mañana de los primeros días de clase del cuarto de primaria. Tenía nueve años de edad y además tenía maestro nuevo. Se trataba del profesor Alfredo Arana del Mazo quién reemplazaba a mi recordada profesora Herminia, mi ‘señorita’ de los tres primeros grados de primaria quién había decidido para ese entonces jubilarse.

Cambié de profesor y también cambié de aula, pasé del penumbroso ambiente del salón que se encontraba justo al frente de los urinarios del colegio (y es que aquel pequeño colegio era de varones) a un aula ubicada casi en una esquina del mismo recinto, un tanto mas pequeña pero mucho mas iluminada adornada con una gran ventana que daba al patio y de donde se podía ver la casa de la señora que vivía dentro del colegio. Y es que no recuerdo al profesor Arana sin asociarlo a aquel recinto del saber donde fuí educado por él durante tres años de mi vida.

El profesor Arana era descendiente de aquella raza de maestros (extinguidos definitivamente) que se podría definir como de la ‘vieja escuela’, profesores comprometidos con la educación de los niños, educándolos como si fuesen sus propios hijos y que recurrían cuando la situacion lo ameritaba a la vara de la disciplina. Porque para los exponentes de la ‘vieja escuela’ la letra con sangre entra.

El Profesor Arana era oriundo de Huancavelica ubicada en la sierra del Perú, dentista de profesión y con un asombroso parecido al retrato dibujado del ex presidente peruano José Luis Bustamante y Rivero, aquel de las 200 millas marítimas, según la edición escolar de la enciclopedia ‘Bruño’ que usaba en ese entonces.

Era un adicto al trabajo y además se preocupaba mucho por el buen decir. Solía hacer un uso intensivo del ‘mataburros’, que era como él se refería al diccionario, cada vez que algunos de sus alumnos maltrataba a la lengua de Cervantes. Odiaba que lo llamaran ‘profe’ y retaba a todo aquel que lo llamase de esa manera a que le presentase un ‘mataburros’ donde se encuentre definida dicha expresión con la promesa de recompensarlo con un óbolo nada deleznable.

Pero si de odios se trata, es necesario hacer referencia del “Lex Luthor” (el antagonista de Supermán) del 1056, el extravagante profesor de Educación Física, conocido como ‘Satélite’ (nunca supe como se llamaba en realidad este personaje) que ataviado de su excéntrico buzo rojo de tres rayitas se paraba en la puerta del salón a comunicarnos que la hora de ‘Educación Física’ había empezado ignorando olímpicamente al profesor Arana quien desarrollaba normalmente su clase. Los gritos de algarabía de mis compañeros (porque en términos prácticos empezaba la hora de la pichanguita) eran reemplazados por un silencio sepulcral cuando el profesor Arana ordenaba a que nadie se cambiara porque simplemente ya no iba a haber hora de ‘Educación Física’. Y es que los enfrentamientos del profesor Arana con ‘Satélite’ llegaron a ser unos clásicos, por las divertidas formas de presentarse que ensayaba ‘Satelite’ para no perturbar la calma del profesor, y por la forma tan cruel como el profesor Arana solía desdeñar al pobre ‘profesor Satélite’.

Aunque nadie se salva de tener sus momentos de ira, al profesor Arana lo recuerdo, sobre todas las cosas como una persona súper ocurrente, hábil para las chapas (‘El Negrito de la Huayrona’, ‘El hombre Fuerte’, ‘El calato’, ‘El popular’, ‘Cachito’, etc.) y que compartía con nosotros sus anécdotas vividas.Como no recordar sus relatos sobre su viaje a Churín, el terremoto del setenta, la tragedia del Estadio Nacional, sus explicaciones científicas sobre lo que implicaba meterse el dedo a la boca, sus explicaciones detalladas sobre el proceso digestivo (¿Quién se acuerda del ‘bolo alimenticio’?) o sobre lo provechoso que resultaba el bañarse tempranito todos los días con agua bien fría.

Nos enseñó a cantar ‘Puka Polleracha’ (evidentemente en quechua), a ser responsables cuando exigía que trajeramos firmados los exámenes por nuestros padres (que difícil resultaba que llegase la noche y tener que enfrentar a mis papás mostrándoles un 05 que tenían que rubricar), nos enseñó a estudiar concienzudamente para aprobar sus exámenes (dictaba la pregunta y nos daba el tiempo exacto para contestarla y no daba tiempo para corregir lo hecho) y nos enseñó también a descifrar los extraños trazos con los que corregía nuestras pruebas (una cruz era una respuesta bien contestada, un trazo horizontal era una respuesta errónea y un trazo vertical era una respuesta a media caña.)

Pero por sobre todas las cosas, aprendí a ser puntual, y es que el verdadero “Rey de la Puntualidad” fue precisamente el profesor Arana. Y fue a punta de ejercitamientos fisicos y de chicotazos que a la fuerza aprendí a respetar al reloj.

Aquella mañana de cuarto de primaria mi mamá extrañada por mi comportamiento me preguntó por la razón de mis lágrimas. Le dije la verdad pura. A los tardones el profesor les ‘pegaba’.

Rato después llegué al colegio junto con mi mamá encolerizada (‘¿Quién es el que se atreve a pegarle a mi hijo?’), las clases en todas las aulas ya habian empezado, el patio lucía despejado y dos de mis compañeros de aula, que evidentemente habian llegado tarde se encontraban bordeando el patio del colegio ‘raneando’ .

Al llegar a la puerta del salón, uno de mis compañeros que ya había terminado de ‘ranear’ acababa de ser intervenido en la famosa ‘sala de operaciones’. La ‘sala de operaciones’ era el nombre con el se había bautizado a la carpeta que compartían Henry Espinoza y Coveñas Garnique, la cual se encontraba en la primera fila y al centro del salón de clases. El ajusticiado no hacía mas que poner el pecho sobre la carpeta sin despegar los pies del suelo formando un perfecto angulo de noventa grados. Henry (el más pendejo de aquella carpeta) por lo general sostenía los brazos de la víctima. A partir de ahi el profesor Arana procedía a intervenir con un chicote de tres puntas que estrellaba con furia en el trasero del ejecutado por dos o tres ocasiones (aquello dependía de la gravedad de la falta). El procedimiento terminaba con la expresión ‘sóbate con disimulo para que no me espantes a la clientela’ por parte del profesor y con el ejecutado dando saltitos de dolor y haciendo todo tipo de muecas mientras se dirigía a su asiento.

Esa mañana yo escapé al castigo (gracias a mi madre que terminó en buenas migas con el profesor), contra la molestia de los muchachos que exigían mi ejecución (y es que las masas pedían circo) pero sin ser castigado aprendí la lección para siempre. A partir de ese momento nunca más llegue tarde y menos aun falté a alguna clase (aquello ocurrió para lo que restaba de la primaria y en toda la secundaria, en la universidad ya fue otra cosa).

Su legado en mi vida ha sido evidente y es que en muchas cosas, sin proponérmelo, me he comportado como un remedo del profesor Arana. En mis cuadernos de apuntes utilizo la misma forma de poner las fechas con que el profesor inauguraba la pizarra todas las mañanas (viernes, 30 de enero del 2009), suelo referirme a los niños como ‘calatos’ (término súper utilizado por el profesor) y cuando me lavo las manos y no tengo con qué secarme imito su forma tan peculiar de secarse las manos golpeando una y otra vez el revés de una mano con la palma del otro.

Mi agradecimiento eterno al profesor Arana de quién mucho aprendí en esta vida.

Gracias por todo profesor!

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