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TRES ANIVERSARIOS

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  TRES ANIVERSARIOS

En noviembre de 1989, siendo ya inminente mi retorno a Lima, tras dos años y medio viviendo en Madrid, trabajo, estudios y sobre todo, un romance que dejó huella, estaban quedando atrás. Mientras realizaba los últimos trámites y terminaba de convencerme que la decisión de retornar no tenía vuelta, una serie de sucesos iban a sucederse en el mundo de esos días, de los cuales iba a ser un testigo casi presencial.

En los primeros días de ese noviembre tuve en Madrid, la inesperada visita de FIL, gran amigo de toda la vida, compañero de colegio y compañero también de mis aventuras políticas en la PUCP de finales de los setenta y comienzos de los ochenta. Chachi, como le llamamos familiares y amigos, vivía y estudiaba en el Berlín Oriental, en la denominada República Democrática Alemana (RDA), la Alemania comunista nacida bajo el calor de la guerra fría.

Chachi estaba casado con Ulrike (que en paz descanse), una fornida alemana del este y juntos pasaban por Madrid antes de regresar a Berlín, celebrando con entusiasmo el hecho, muy especial para Ulrike, de haber salido al exterior por primera vez. Y es que las amarras que ahogaban la libertad de los alemanes del este, habían, apenas unos meses atrás, empezado a resquebrajarse.

El comienzo del fin de los sistemas políticos imperantes en la Europa oriental, sometida a la tutela soviética tras la segunda guerra mundial, tuvo su punto de partida con la llegada al poder supremo de la URSS de un visionario reformista, Mijail Gorbachov, en 1985. Con gran astucia, combinada con una delicada prudencia, Gorbachov, primero en su propio país y luego en los estados satélites de Moscú, empezó el desmontaje de aquel sistema totalitario basado en el partido único y la prohibición de la disidencia.

Tras la huella dejada en Polonia por el sindicato “Solidaridad”, el 26 de junio de 1989, Hungría rompía con el Pacto de Varsovia, la alianza defensiva formada por Moscú para contrarrestar a la OTAN, y abría su frontera con occidente en el pueblo de Soprón (Austria). Empezaba a caer la llamada “Cortina de Hierro”. A esta apertura siguió el éxodo masivo de alemanes orientales hacia occidente por ese y otros pasos fronterizos que empezaron a abrirse. El veterano y ortodoxo líder de la RDA, Erich Honecker, renunció el 18 de octubre por “cuestiones de salud” y fue reemplazado por Egon Krenz, de visión un tanto más aperturista.

Ante la creciente presión de la población que reclamaba libertad y se manifestaba casi diariamente en las principales ciudades de la RDA, el buró del partido en el poder, (el Partido Socialista Unificado de Alemania- SED), tomó la decisión de permitir el cruce formal a occidente mediante la modificación de las regulaciones y los permisos existentes. Se convocó a una conferencia de prensa, a la que se invitó también a corresponsales extranjeros, la tarde del 9 de noviembre. El encargado por parte del partido en hacer los anuncios era su vocero, Günther Schabowski.

La historia nos muestra que, a veces, los grandes acontecimientos surgen o se concretan a través de hechos casuales, a veces, incluso, ridículos e impensados. Este fue el caso, Schabowski, fue a comunicar lo acordado en el SED sin haber participado en la reunión previa, por tanto, ignoraba el alcance de lo acordado. Una vez terminado de leer los cambios aprobados para las nuevas reglas, y ante una pregunta sobre desde cuando dichos anuncios entrarían en vigor, Schabowski respondió, con palabras ya célebres: “Hasta donde tengo información, los efectos son inmediatos”. Casi en el acto, los miles de berlineses que veían la conferencia por TV, marcharon en masa hacia los distintos pasos del muro con la intención de cruzar hacia el oeste.

Los guardias fronterizos, ante la enorme cantidad de gente que llegaba en oleadas, y desconociendo lo anunciado, no tuvieron otro recurso que permitir el libre tránsito tanto de salida como de regreso al Berlín Oriental. El odiado Muro y con él, la división de Alemania, llegaba a su fin. El proceso de derrumbe y caída de los regímenes totalitarios en la Europa Oriental, ya no pudo ser detenido y en el caso de Alemania, culminó con la histórica reunificación concretada el 3 de octubre de 1990.

Una anécdota que no olvido, por ello mi estrecha vinculación con el episodio en medio de este virtual cambio de era; ocurrió esa misma noche, ya en la madrugada del 10 de noviembre, mientras era un rIo humano el que cruzaba la frontera hacia el Oeste para confraternizar con familiares a quienes no veían en años, o simplemente conocer lo que les había estado prohibido, una pareja hacía silenciosamente el camino inverso, regresaban a su hogar en el plomizo y monocorde Berlín Oriental de esos años. Eran mi amigo Chachi y su esposa Ulrike.

Tres días después, el 12 de noviembre, fallecía en Madrid, la legendaria líder del Partido Comunista Español, (PCE), Dolores Ibarruri, la mítica “Pasionaria”. Con su muerte, al igual que en el caso de la caída del Muro de Berlín, se asistía al final de una era.

Pocos personajes surgidos en la tragedia española de la guerra civil, han despertado tan apasionadas y radicalmente opuestas controversias. Para unos, la “Pasionaria”, fue una heroína, el ejemplo mayor del valor de la mujer española en la lucha contra el fascismo. Para otros, una asesina fanática y despiadada, que mandaba matar a sus adversarios con la mayor sangre fría.

Dolores Ibarruri, nació y creció en un humilde hogar de mineros en las cercanías de la localidad vizcaína de Baracaldo. Fue ascendiendo en cargos en el Partido Comunista, que fue creciendo tras la caída de la monarquía a la sombra del histórico partido Socialista. Vestida de riguroso luto (de ahí el apelativo), se convirtió el alma de la resistencia del Madrid sitiado por las fuerzas franquistas en el duro invierno de 1936 – 1937. A ella se le atribuye el famoso lema “No pasarán. Madrid será la tumba del fascismo” (en una publicación de hace un par de años hecha en este blog, contamos que este verdadero grito de resistencia, se originó en la Gran Guerra (1914- 1918) y no en la Guerra Civil).

La otra cara de la moneda, la tenemos en su papel como operadora y fiel seguidora del intervencionismo dictado por Moscú en dicha contienda. Sabido es que el partido comunista español, tuvo el lamentable papel, en el conflicto civil, de, en vez de unir fuerzas con las otras organizaciones de izquierda en la lucha contra el enemigo común, se dedicó a perseguir, incluso torturar y asesinar a quienes, desde el propio bando republicano, se oponían a los dictados de Stalin y los espías soviéticos (el episodio más conocido de esta sui generis “guerra civil”, dentro de la verdadera contienda, se dio en Barcelona, en mayo de 1937).

Al término del conflicto la Pasionaria se exilió, como no podía ser de otra manera, en la URSS, hasta su retorno a España convertida ya en una venerable anciana, en mayo de 1977, tras la muerte de Franco y el regreso de la democracia. Siempre se mantuvo fiel a la ortodoxia comunista dictada desde Moscú y pagó por ello un alto precio, uno de sus hijos, Rubén Ruiz, murió combatiendo como piloto de las fuerzas soviéticas contra los nazis durante la batalla de Stalingrado en la segunda guerra mundial.

Una nota algo curiosa, que muestra el lado, al final, más humano de esta mujer, para mal o para bien, excepcional. Se dice que en sus últimos días y gracias a la amistad de una religiosa que vivía al lado de su casa en Madrid, la Pasionaria retomó la fe católica que le enseñaron sus padres, cuando niña.

Y la relación de esta muerte con mi experiencia personal, la dio el hecho que, sin poder resistir la tentación, asistí el 15 de noviembre de aquel 1989, al multitudinario entierro de la Pasionaria, caminando por las calles de Madrid, aplaudiendo y cantando la legendaria “Internacional”. Volví a sentirme igual que cuando marchaba en el campus de la PUCP a comienzos de esa misma década…

Entre la caída del Muro y la muerte de Pasionaria, aconteció un hecho que paso un tanto desapercibido en el Madrid de esos días. El 11 de noviembre, en el lejano y para mi casi desconocido país de El Salvador, en la América Central, la guerrilla representada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), iniciaba la que sería la última gran ofensiva contra las fuerzas gubernamentales, obligándolas, en la práctica, a sentarse a negociar la paz que puso fin a 10 años de terrible guerra civil.

La mañana del 16, ya a punto de tomar el avión que vía Paraguay me dejaría en Lima, los españoles se horrorizaban al leer en los principales diarios del país, que en la madrugada de ese día, un comando presuntamente militar, (hoy, por cierto, no cabe duda alguna que el crimen fue cometido por soldados del siniestro batallón “Atlacalt”, formado, entrenado y armado, por los Estados Unidos en la era Reagan), había ingresado a la residencia de la Universidad Centroamericana, “José Simeón Cañas”, a cargo de padres jesuitas, conocida como la UCA, en la capital, San Salvador, y asesinado bárbaramente a 6 religiosos, 5 de ellos nacidos en España, además de la señora que cocinaba para ellos y su hija adolescente.

No podía imaginar, que apenas un año y medio más tarde, iba a ser destacado al pequeño país, integrando una misión de paz de Naciones Unidas, nacida como fruto de los acuerdos generados justamente por efecto de aquella ofensiva.

Tampoco recordé en esos momentos, que casi un año antes, durante el Congreso Iberoamericano de Derechos Humanos llevado a cabo en Badajoz (Extremadura), había conocido a dos de las víctimas, al propio rector de la UCA, el gran filósofo y teólogo de origen vasco, Ignacio Ellacuría, y al vallisoletano, Segundo Montes.

Hoy con la perspectiva que dan los 30 años transcurridos de esa masacre, reconozco la enorme trascendencia que para mi trabajo en derechos humanos, para la revalorización de mi fe y el compromiso en los ideales que aún mantengo (felizmente), tuvo este crimen horrendo, del cual he investigado y leído cuanto a caído a mi alcance (por cierto, durante mi estancia en El Salvador, visité varias veces, el jardín, hoy cubierto de flores frescas, donde fueron ejecutados estos verdaderos mártires, que ofrendaron su vida por el pueblo que los acogió, defendiendo la verdad, la justicia y la vida).

Porque Ignacio Ellacuría SJ, Segundo Montes SJ, Ignacio Martín-Baró SJ, Amando López SJ y Juan Ramón Moreno SJ, españoles nacionalizados salvadoreños, y los naturales Joaquín López SJ, Elba Ramos y su hija de 16 años, Celina, no murieron en vano, a pesar que el caso se mantenga en la impunidad (a la fecha no se ha procesado ni detenido a ninguno de los autores intelectuales, a pesar que se sabe y desde hace tiempo, de quienes se trata). Igual que en el caso del hoy santo, el arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, su sacrificio fue la semilla para la regeneración de un pueblo sufrido y humillado como tantos, pero valiente y decidido como pocos.

 

jmc

CENTENARIO DE RICARDO PALMA.

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ENTRE TAPADAS, APARICIONES, LO RELIGIOSO Y LO SATANICO, SURGIO EL ESPEJO DE LA LIMA VIRREYNAL. CENTENARIO DE LA MUERTE DE RICARDO PALMA.

Hubo entre nosotros desde mediados del siglo XIX hasta los primeros años del XX, una suerte de mago, de alquimista de la palabra escrita, llamado el “príncipe del ingenio”, don Ricardo Palma Soriano. En su ilustrada, irónica e irreverente pluma, cobraron vida conquistadores, virreyes, cortesanas, obispos, generales, héroes civiles y militares, en fin, mujeres de enjundia y poder (las “hijas de Eva”, como le gustaba llamarlas). Sus Tradiciones Peruanas, constituyen hasta hoy el retrato verídico, hecho desde adentro, al recrear la vida y obra de sus personajes, de la vida peruana y limeña en especial, desde la conquista hasta la república de comienzos del mil novecientos, pasando por la colonia y la gesta libertadora.

Hace pocas semanas, el 6 de octubre de este año, se cumplieron 100 años de la partida de Palma en su casa de Miraflores, hoy convertida en Museo (por esas coincidencias de la historia, casa situada a escasos metros de la casa, hoy museo también, del gran historiador y diplomático, don Raúl Porras Barrenechea.

Este centenario, invita a realizar un justo recordatorio y homenaje a este entrañable patriarca de nuestras letras. Ricardo Palma nació en Lima, según las versiones más autorizadas, en febrero de 1833. Hasta que se estableció como linguista, escritor y tradicionista luego de la guerra con Chile, tuvo una vida aventurera plena de acontecimientos, apasionadas lealtades políticas y viajes, muchos viajes. Fue marino mercante, periodista, poeta. Vivió en Santiago de Chile, donde hizo importantes amistades que luego le servirían para recuperar los libros robados de la Biblioteca Nacional, también visitó Europa más de una vez; se dice que estuvo al lado del secretario de guerra, José Gálvez, en la torre de la Merced, durante el combate del 2 de mayo de 1866 contra la flota española, siendo testigo del violento fin de Gálvez.

Sufrió como pocos la guerra del Pacífico, cuando la casa que había construido recientemente, por su matrimonio, fue quemada y destruida por la soldadesca chilena tras la batalla de San Juan (enero de 1881). Tras la desgracia que significó para el país dicho conflicto, y ya al frente de la renacida Biblioteca Nacional, se encargó en un largo y paciente trabajo, de recuperar buena parte de los volúmenes que el invasor había hurtado para llevárselos a Chile, por lo que se ganó el merecido mote de “el bibliotecario mendigo”

Palma, por supuesto, y como cualquier gran hombre, tuvo una vida marcada por grandes contradicciones (en eso radica la grandeza, en trascender a pesar de las contradicciones e imperfecciones de la condición humana). En el caso de su rol como director de la Biblioteca Nacional, es conocido, como se ha señalado, su enorme esfuerzo y dedicación, tras la guerra, en recuperar los cientos de ejemplares que hurtó el invasor, sin embargo, poco se conoce que Palma apoyó activamente la labor de saqueo del mando chileno, incluso clasificando los volúmenes que iban a ser trasladados a Chile (al respecto, existe el testimonio del abogado y capitán del ejército de ocupación, José Miguel Varela, quien justamente fue comisionado por el almirante Lynch para realizar esa labor) (x).

Es también conocida su rivalidad, política y podríamos decir, “profesional”, con el inmenso Manuel Gonzáles Prada, quien lo acusaba de asumir en sus historias, la visión españolizante, decadente, tradicional y clasista, hija de la colonia y de la independencia.

Pero más allá de estos desencuentros o incoherencias que podrían explicarse por el contexto que le tocó vivir, nos quedamos con el magnetismo atrapante de sus tradiciones, historias plenas de enjundia y colorido, que aprendimos a devorar desde muy niños.

Para terminar, no podemos dejar de mencionar una incompleta relación de nuestras tradiciones preferidas, las que casi conocemos de memoria:  “Los caballeros de la capa”, o la conjura de los almagristas para asesinar a Francisco Pizarro, “El peje chico”, y la desmedida codicia humana por las riquezas materiales; “Pan, queso y raspadura”, o los prolegómenos de la batalla de Ayacucho;  “El alacrán de fray Gómez”, o la naturalidad para hacer milagros del fraile mercedario; “La proeza de Benítez”, o la implacable justicia de Salaverry; “El secreto de confesión”, o la brutalidad del inflexible Rodil y claro, “Un montonero”, más que tradición, el relato recogido de versiones chilenas de los últimos momentos de Leoncio Prado en Huamachuco.

Cierro este recuerdo con el último párrafo de dicha tradición, a la que guardo especial cariño, puesto que mi abuela Rosa Alva, me la enseñó cuando muy niño:

“Ninguna idea triste nublaba su rostro, veía sin zozobra agotarse el dulce líquido, sabiendo que en el último sorbo estaba la amargura. Bebió tranquilo el último trago, tocó con energía la cuchara en el pocillo, y cuatro balas diestramente dirigidas le hicieron dormir el sueño eterno”.

 

JMC

 

 

(x). ver la obra “La muerte acampa en Chorrillos”, de Guillermo Párvex, Penguin Random House. Grupo Editorial SA, Lima, 2018.