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Toledo: su última leyenda.

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Para la mayoría de peruanos y latinoamericanos que hayan tenido la oportunidad de conocer la ciudad de Toledo, en el centro de la península ibérica, la especial configuración de sus calles, los numerosos y centenarios monumentos que la rodean, podrían hacernos creer con un poco de imaginación, que si desaparecieran los autos y las personas, que se está, no en el 2016, sino en el siglo XVI y que en cualquier momento, subiendo por sus empinadas cuestas, podríamos encontrarnos de pronto, nada menos que con “El Greco”.

Contribuye a esa imagen dividida entre lo oscuro y lo medioeval, las numerosas leyendas de amoríos truncos, hechos sobrenaturales, fantasmas  y apariciones, que adornan la historia de la ciudad. Basta leer al respecto las famosas leyendas escritas en el siglo XIX, por el poeta sevillano Gustavo Adolfo Becquer.

No obstante, fue en el verano castellano de 1936, cuando en Toledo se forjó la última y quizás más famosa de sus leyendas. La del Alcázar y su “gesta inmortal”. Hoy, 27 de setiembre, se cumplen exactamente 80 años de la liberación del Alcázar por las tropas franquistas. Es el momento de relatar y recordar lo que verdaderamente ocurrió.

Funcionaba desde principios del siglo XX en el Alcázar, vieja fortaleza toledana construida en tiempos de la dominación mora, cuyos gigantescos muros dominan la ciudad y, aún hoy, son visibles desde muy lejos, la Academia de Infantería del Ejército español. Por sus severos muros, pasaron el 80 % de los militares que se unieron a la “cruzada” que se levantaría en armas contra la república en aquel julio del 36.

En esos días, era director de la Academia, el coronel José Moscardó Ituarte, uniformado que había tenido una carrera militar huérfana de sobresaltos y también de grandes logros. Moscardó estuvo en la preparación del golpe, pero como sucedió en muchas ciudades y pueblos, la improvisación y la falta de organización conspiraron en esos primeros momentos contra el éxito de los golpistas; además, cabe recordar, Toledo, plaza geográficamente muy cercana de Madrid, tenía una fuerte mayoría republicana, especialmente concentrada en los partidos del Frente Popular y en los sindicatos de izquierda.

Recién el martes 21 de julio, conocida ya la derrota de los sublevados en Madrid, se declaró el estado de guerra en la ciudad, no obstante, ante la presencia de numerosos contingentes dispuestos a defender al gobierno republicano, Moscardó decidió replegarse y atrincherarse a cal y canto en el Alcázar. Con él, se encerraron un puñado de jefes y oficiales del Ejército, una decena de cadetes, así como aproximadamente 800 miembros de la Guardia Civil, y con ellos, sus familias, cerca de 500 mujeres y niños.  En total, se acepta una cifra de 1900 personas aproximadamente.

Moscardó y sus oficiales, seguros que pronto serían liberados por el ejército nacional que avanzaba desde Extremadura hacia Madrid, rechazó una a una las propuestas de rendición que le hicieron los jefes republicanos, que habían tomado la ciudad y rodeado la fortaleza. Se habla en la historia “oficial” del conflicto, de una resistencia “sublime y heroica” de los sitiados, de innumerables pruebas de valor, a cargo, incluso, de algunos de los civiles encerrados, pero en realidad, los intentos del mando republicano por acabar con el asedio, fueron muy pocos serios y profesionales, por lo general, se trataba de entusiastas milicianos que, como en un paseo dominical, venían de Madrid a pegar unos cuantos tiros a la fortaleza para después, en las noches, regresar en procesión triunfal a la capital.

La única acción decidida e inteligente para acabar con la resistencia de los sitiados, por lo demás profesionales de las armas, se registró a inicios de septiembre, cuando con el apoyo de los mineros asturianos se voló con minas subterráneas uno de los torreones laterales del edificio. Finalmente, el 27 de dicho mes, las tropas franquistas luego de dispersar a los republicanos liberaron el Alcázar. Moscardó, frente al general Varela,  entregó la fortaleza con estas célebres palabras, “Mi general, sin novedad en el Alcázar”. Franco visitaría las ruinas del edificio días después. En tres meses de asedio, solo se registró un centenar de muertes, lo que quita piso al mito de la ferocidad de la lucha. La leyenda había comenzado.

Dejamos para el final el episodio más conocido y célebre del asedio. La historia oficial dice que el 23 de julio, apenas comenzado este, los sitiadores consiguieron comunicarse por teléfono con el coronel Moscardó y le intimaron la rendición amenazando con fusilar a su hijo Luis, capturado cuando ingresaron a la ciudad. La conversación que habría tenido lugar entre el jefe republicano, Moscardó y su hijo, sería repetida como catecismo en las escuelas españolas durante los 40 años de dictadura. Al escuchar, de labios de su hijo que este sería fusilado si no entregaba el alcázar, Moscardó le habría dicho, “Pues, encomienda tu alma a Dios, grita un Viva Cristo Rey, un Viva España, y muere como un valiente. Pueden ahorrarse el plazo concedido, que el Alcázar no se rendirá jamás”.

Durante mucho tiempo y a pesar que con la vuelta a la democracia, el viejo edificio fue remodelado y convertido en museo del Ejército, y en donde existe una habitación donde se recrea con todo lujo de detalles la famosa conversación, la autenticidad de este episodio ha sido seriamente cuestionada por años, se sabe por ejemplo, que Luis Moscardó, hijo del posteriormente laureado coronel, fue efectivamente ejecutado por los republicanos, pero ello ocurrió a fines de agosto y como represalia por un bombardeo de los nacionales, un mes después del supuesto diálogo; además, parece comprobado que las líneas telefónicas con el Alcázar fueron cortadas el 22 de julio, lo que haría imposible la supuesta conversación, ocurrida oficialmente al día siguiente.

Más allá que en los últimos años, han visto la luz nuevas pruebas, especialmente testimonios, que demostrarían que este episodio si tuvo lugar, a estas alturas y cuando este cumplió ya hace mucho su objeto y misión, la de enaltecer la causa nacional, me parece conveniente dejar esta historia en la actualidad como mito o leyenda, para que eternamente viva al lado de los torturados fantasmas de Becquer.

Un Dios prohibido

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Hace pocas semanas, estuvo en la cartelera limeña, por muy pocos días lamentablemente, la película española “Un Dios prohibido”. En ella se narra de manara bastante convincente por lo demás, la persecución, detención y posterior ejecución de aproximadamente cincuenta seminaristas de la orden claretiana, otro terrible suceso de aquel agosto de 1936, ocurrido en la localidad de Barbastro, en la provincia de Huesca, Aragón.

Influenciados seguramente por nuestra educación católica tradicional y también por las películas clásicas de semana santa, muchas peruanas y peruanos, cuando escuchan hablar de las persecuciones sufridas por la iglesia católica, piensan de inmediato en los días del imperio romano, de Nerón y de sus sucesores. Sin embargo, está documentado que la mayor persecución y exterminio de sus miembros en occidente, fue sufrida por la iglesia en aquel verano de 1936, en la España asolada por la guerra civil. Entre julio y diciembre de dicho año, cerca de 10 000 sacerdotes, hermanos, religiosas y religiosos, laicos comprometidos, fueron asesinados en el territorio controlado por la república, en la absoluta mayoría de casos, por el único “delito” de ser religiosos y no abjurar de su fe.

Entre ellos, por ejemplo, se asesinó a doce obispos en ejercicio, destacando los casos de los prelados, Cruz Laplana y Laguna (Cuenca); Florentino Asensio Barroso (Barbastro); Manuel Basulto Jiménez (Jaén); Manuel Borrás i Ferré (auxiliar de Tarragona); Narciso de Esténaga y Echevarría (Ciudad Real) y Anselmo Polanco Fontecha (Teruel).

Casi no hay orden, congregación o instituto católico que no haya pagado una alta cuota de sangre en este martirologio. No se escapa, por caso, ninguna de las órdenes conocidas y establecidas en nuestro medio desde hace tanto: jesuitas, franciscanos, claretianos, hermanos maristas,  agustinos, carmelitas, diocesanos, etc. Simplemente como ejemplo, más de 200 hermanos y religiosos maristas fueron sacrificados en el inicio de contienda, incluso algunos con anterioridad a la misma, como el caso del Hno. Bernardo (Plácido Fábrega), declarado beato hace muy poco tiempo, asesinado durante la revolución minera de Asturias, antecedente directo de la guerra civil,  en octubre de 1934.

Durante el pontificado del ahora santo, Juan Pablo II, se elevó a los altares a centenares de estas víctimas inocentes, entre ellos,  seis de los obispos mártires, hoy beatos; seguramente en un futuro inmediato, esta relación crecerá aún más. Más allá del recuerdo y de la admiración por estos testimonios de compromiso y fidelidad al evangelio, corresponde valorar en su exacta dimensión, lo que fue esta cruel y criminal persecución.

Sostengo que este y en general, cualquier episodio de la guerra de España debe medirse y analizarse sin perder de vista el contexto político y social en el que se desarrolló el conflicto. Sin ninguna intención de justificar y menos soslayar crímenes tan brutales e inicuos, lo cierto es que en la inmensa mayoría de casos, estas víctimas inocentes, fueron señaladas por el furor republicano de los primeros días de la guerra como partícipes  y cómplices de la situación de explotación y marginación de los sectores populares. La Iglesia, (al igual que el Ejército y la Armada), simbolizaba para los milicianos de los partidos y organizaciones de izquierda, al bando opresor culpable de su situación de miseria y postergación, que roto el dique de la pasión con el estallido de la guerra, había que eliminar para siempre.

La enorme injusticia que representan estos crímenes, se percibe con claridad en que en la totalidad de los casos, bastó el probar la pertenencia del religiosa o religiosa a alguna orden eclesiástica, o la negativa a abjurar de su fe, para que estos se consumaran. Por ello, mi permanente admiración por el valor y la entereza de estos mártires. Empero, de otro lado, si cuestiono la manipulación política que sectores de la jerarquía eclesiástica y de la derecha española ha dado a estos hechos, en especial respecto a los cientos de víctimas de esta matanza elevados a los altares en los últimos 20 años. Se ha analizado estos sucesos sacándolos de su contexto, con ojos actuales, pretendiendo culpar a la izquierda española actual de las aberraciones cometidas, hace hoy, 80 años.

Con la misma pasión con que se denuesta por ejemplo al PSOE (partido Socialista Obrero Español) por haber impulsado la controvertida ley de la Memoria Histórica, y a la inevitable secularización que hoy se vive en España y en Europa en general, sería pertinente, por ejemplo, que la iglesia española recuerde y exalte a las miles de víctimas de la represión del bando nacional, muchos de ellos con seguridad, católicos practicantes, o al menos, a los cerca de 30 sacerdotes y religiosos vascos, partidarios de la república, ejecutados por los vencedores de la guerra en el mismo y terrible verano de 1936.

 

 

jmc