La fiebre del oro

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La fiebre del oro – Diario EL PAÍS, España (Mayo 24, 2010)

Es el último mito. El último dios profano. Escaso y eterno, no sirve para nada, pero la humanidad lleva siglos matando y muriendo por él. Valor refugio en momentos de crisis, su precio está disparado. Un viaje en su busca desde las minas perdidas de los Andes hasta el Primer Mundo.

El lingote es más grueso y estrecho que un ladrillo. Del tamaño de un bizcocho. Pesa 30 kilos. Salió hace horas al rojo del horno. Muestra una superficie irregular, rugosa y mate. Sembrada de costras cristalinas. Tiene un tono plomizo. Cuesta levantarlo. Está helado. Como si guardara en su alma la memoria de haber permanecido millones de años atrapado en las entrañas de la tierra en un territorio donde se alcanzan los 40 grados bajo cero. Vale 400.000 euros. Contantes y sonantes. Más adoquines de oro duermen sobre el suelo de la fundición. Los mineros los manejan con indiferencia. Casi con desprecio. Son tipos duros y silenciosos. Muy cautos. En el negocio del oro la discreción es la ley.

El oro se está agotando. Hay más en las grandes ciudades y en los bancos que bajo tierra
Lo primero que hizo Barrick en los andes fue construir un camino de 160 kilómetros

El oro no sirve para nada. No mueve el mundo como el petróleo o el uranio

“Crear una mina es un proceso lento. Pueden pasar 10 años hasta conseguir oro”

La cotización del oro se alimenta del miedo. Y hoy abunda, desde grecia y el euro hasta wall street

En Suiza, los lingotes en bruto son refinados y convertidos en oro con una pureza de 999,99

La minería irregular proporciona un cuarto de la producción y acaba con muchas vidas

Jóvenes ya viejos. Anónimos en su clónico atuendo de faena. Con la cara tiznada, barba de días y manos nudosas como cepas. Consumen su existencia en la mina Veladero, a 5.000 metros de altura. Donde hasta hace una década sólo habitaban los guanacos, unos mamíferos emparentados con las llamas. Donde el aire es seco como la lija y nunca llena del todo los pulmones. A los operarios no les preocupa el producto de su trabajo. Si un pedazo de este lingote parirá un día un Rolex de 20.000 euros. Ellos trabajan por 800. Se alimentan con un pesado rancho cuartelero. Hoy, lentejas y empanada. Sobreviven. Y sueñan con sus 14 días de descanso tras 14 de trabajo; escapar, bajar, respirar. Antes de abandonar el campamento rumbo a San Juan, Tudcum o Rodeo, a nueve horas de aquí, serán registrados a conciencia. En especial sus botas. Las suelas son sometidas a un riguroso control de metales. También las de los dos periodistas. “Es un procedimiento habitual. Siempre desaparece algo; se pierde entre la ropa interior… descontamos una merma de 200 gramos al mes”, aclara el encargado de seguridad de la mina.

Para producir este lingote de 30 kilos los mineros han tenido que arrancar, mover, pulverizar y someter a procesos químicos 20.000 toneladas de roca. Primero las explosiones a base de nitrato de amonio y fuel (puntuales tras el almuerzo) que retumban en todo el valle del Cura. Luego pegarle un bocado a la cordillera (como llaman aquí a los Andes) con excavadoras que degluten 20 toneladas de montaña en cada paletada. Y trasladar los escombros en monstruosos camiones Caterpillar. Triturarlos a conciencia y regarlos con una solución de agua alcalina y cianuro hasta conseguir un barro grisáceo con pinta de comida para gatos. El último paso para conseguir los lingotes de metal dor (mezcla de oro y plata) es hornear esa pasta en la retorta. ¡Ale hop! Surge el oro por arte de magia.

Esta mina perdida en los Andes argentinos, a 5 kilómetros de Chile y 170 de la civilización, va a proporcionar 200 toneladas de oro a lo largo de sus 17 años de vida a la canadiense Barrick. Después caerá agotada. Y pasará al olvido. Como aquellos poblados americanos del Gold Rush. Usar y tirar. Y buscar nuevos filones. Lo denominan minería golondrina. La producción durante esos 17 años está calculada al gramo. Inventariada como reservas. Barrick basa su valor en Bolsa en la promesa de extraer y colocar en el mercado esos kilos de oro. Y en los de otras 27 minas de su propiedad en los cinco continentes. En Veladero, cada tonelada de roca proporciona 1,4 gramos de metal precioso. Para conseguir un discreto anillo de oro hay que volar 20 toneladas de montaña. A ciegas. El oro no se ve. Se adivina. Química y geológicamente. Las pepitas son una anécdota del pasado. Ya no existe el tesoro de Sierra Madre. Está disperso en cantidades microscópicas. Como si alguien lo hubiera espolvoreado sobre kilómetros de terreno desierto. Hay que ir más lejos, a lugares más inaccesibles, cavar más hondo y gastarse más dinero para arrancar menos. Y, desde los ochenta, trabajar a cielo abierto. Como en Veladero. Este tipo de explotación dobla la producción de la minería tradicional de galerías. El daño ambiental puede ser irreparable.

El oro se está agotando. Se ha producido más del que queda. Hay más oro en las grandes ciudades, en los bancos centrales, en los fondos de inversión, que bajo tierra. Más cosechado que por cosechar. Los expertos dicen que los yacimientos auríferos tocarán fin en 20 años. Las minas de Sudáfrica, la ubre mundial durante un siglo, están extenuadas. China ha tomado el relevo como primer productor. Devora. Y primer consumidor. Compra todo lo que puede. Inmersos en una sociedad rural y poco bancarizada, los chinos prefieren ahorrar en oro que en papel moneda. Para responder a su demanda, las multinacionales se han lanzado a explorar frenéticamente. Se intenta incluso reabrir minas que se daban por agotadas. Se ha triplicado la inversión en exploración. Al precio actual del gramo (cuatro veces más que en 2000) vale la pena arriesgarse. El premio es seguro.

Observadas con lupa por sus desmanes, arrastrando siempre el complejo de arramplar más de lo que aportan, las mineras se ven hoy obligadas a proyectar una imagen de responsabilidad social y laboral y de compromiso con el medio ambiente. Engrasar lobbies. Ganarse a los políticos y las comunidades vecinales. Elaborar sinceros informes de impacto ambiental. Ofrecer mejores condiciones laborales. Especialmente en los países desarrollados. Algo que no pasa en China, donde 2.000 mineros mueren cada año. O en Ucrania y Rusia, que le va a la zaga. Ya no es estético (ni ético) dejar a la vista las heridas que provoca la minería. Hay que taparlas. Y monitorizar los vertidos. Y torear a los ecologistas. Y ganarse a los medios. E invertir en el desarrollo de la región. Las mineras tienen que gastar más para ganar mucho. Y el mercado está alerta. Barrick se juega cada jornada su cotización. Sus ejecutivos tienen un ojo puesto en los yacimientos y otro en Wall Street. Su director de comunicación, Miguel Martín, lo explica: “No es que hagamos filantropía; es que practicar una minería responsable, moderna, sostenible y respetuosa es un buen negocio. Lo exigen nuestros inversores. Sobrevives en este negocio si consigues proyectos; si tienes una buena imagen global y ganas licitaciones. Los inversores ponen su dinero en tus acciones si haces bien las cosas. No quieren problemas. No quieren escándalos”. No se equivoca nuestro compañero de viaje, las multinacionales mineras ya no quieren ser tachadas de peligrosas, sucias, depredadoras, golpistas y egoístas. Nada de diamantes de sangre. A la larga supone perder dinero. Un buen ejemplo es la caída en picado de las acciones de British Petroleum tras su vertido de crudo en el golfo de México. Un ave agonizando entre petróleo no es la mejor tarjeta de presentación en Bolsa.

Crear una mina es un proceso lento. Desde que se descubrieron los yacimientos de Veladero hasta que se fundió el primer lingote de oro pasaron 10 años. La región llevaba 20 siendo explorada. Con mula y tienda de campaña. En 1997, su adjudicataria, una compañía argentina, encontró oro. Mantuvo en secreto el descubrimiento. Estrategia empresarial. El precio del metal precioso se había desplomado en esos días. No era momento de rascarse el bolsillo. Barrick puso sus ojos en Argentina. Un país virgen. Sin tradición minera. Consiguió hacerse con la propiedad del yacimiento tras varias operaciones financieras. En 2003, con la totalidad de las acciones de Veladero en su poder, comenzó la construcción de este complejo de 130 kilómetros cuadrados. Para empezar, un camino minero de 160 kilómetros que cruza montañas y corta glaciares a 5.000 metros de altura. Por fin, en octubre de 2005, durante una gran fiesta en San Juan, fue presentado en sociedad el primer lingote del yacimiento.

El oro es una apuesta a largo plazo. Una vez que una mina arranca, cada minuto cuenta. Hay que hacer caja. Y repartir dividendos. Para que cuadren los balances y se cumplan sus previsiones hasta el cierre del yacimiento, la minera deberá llevar a cabo miles de explosiones y mover cientos de miles de millones de toneladas de terreno. Ya ha desviado ríos. Trazado y construido caminos y carreteras; campamentos y un gigantesco centro logístico; instalado generadores solares y eólicos; centros de comunicaciones, puestos de control policial y refugios contra la nieve. Sus 1.500 empleados trabajan día y noche en tres turnos. Cada uno de los 34 camiones Caterpillar 793 cuesta dos millones de euros. Barrick, la primera empresa del sector, ha enterrado en este yacimiento 630 millones de euros. No hay tiempo que perder. El mundo padece una insaciable sed de oro.

La cotización del metal amarillo se alimenta de la incertidumbre. Y hoy abunda. Sea por la ansiedad de Wall Street, la crisis del sistema bancario, la amenaza de Irán, el creciente papel de China, la quiebra de Grecia o la debilidad del euro. O por la suma de todos ellos. El oro es el valor refugio. El lingote bajo la cama. La inversión de los cobardes. Una “reliquia bárbara”, como la definió el economista John Maynard Keynes. “El oro cristaliza el miedo”, explica Juan Ignacio Crespo, matemático, experto financiero y director europeo de la compañía Thomson Reuters. “El oro es miedo; miedo palpable. Ante la incertidumbre reacciona al alza. La gente lo compra para refugiarse. Y su precio ha sobrerreaccionado ante la intranquilidad de los mercados, las pérdidas empresariales y algunas sorpresas como la estafa de Madoff. Todo eso ha provocado una fiebre por este activo, que se mueve generalmente al margen de los intermediarios (como el odiado Bernie Madoff). El oro se ha disparado. Sube porque sube. No hay otra explicación. El dólar está fuerte, y la inflación, controlada. Y el oro se consideró siempre un salvavidas cuando el dólar decaía y la inflación arreciaba. No hay explicación. Subirá hasta que los inversores se den cuenta de que esta rosa tiene sus espinas”.

Algo que no se prevé a corto plazo. Su precio supera los 30.000 euros el kilo. El triple que hace cinco años. Cuatro veces más que en 2000. El mayor de su historia. Las acciones de las mineras se han disparado. Especialmente en el último mes. “Cuando el oro sube uno, las mineras suben dos; y cuando baja uno, las mineras bajan dos. Hay que aprovechar la coyuntura cuando hay dinero fresco”, dicen desde la industria.

En torno al oro todo son preguntas sin respuesta. La única certeza es que si sube, mal asunto. Hay que echarse a temblar. No es lo mismo que con otras materias primas estratégicas. El paladio y el platino, metales preciosos y componentes clave de la industria automovilística, pueden cotizar al alza si se prevé un despegue de las ventas de coches. El petróleo puede escalar si China y la India anuncian crecimiento y se prevé una mayor demanda energética. El oro sólo sube cuando algo va mal. Es gafe. Un chivato que avisa de un futuro negro. Lo reconocía durante unas jornadas sobre el oro en el Instituto de Estudios Bursátiles el economista y estratega de Citigroup José Luis Martínez Campuzano: “Comprar oro es jugar al riesgo. Tirar la moneda al aire esperando que ocurra algo horrible. La inquietud le viene bien. Su precio se basa en expectativas. Vive del miedo. Es poco racional. Y aunque se nos diga que la recuperación económica mundial es un hecho, el creciente papel del oro como refugio nos está indicando que no se pueden lanzar las campanas al vuelo”.

El oro es el último mito. El último dios pagano. Vale porque queremos que valga. Es una alucinación colectiva. No sirve para nada, pero se mata y muere por él. Tiene valor porque creemos que lo tiene. Podríamos vivir sin él. No es indispensable. Es un activo financiero más que una materia prima. No mueve el mundo como el petróleo, el uranio o el gas. No tiene la utilidad del cobre, el níquel, el carbón o el hierro. No alimenta como la soja; no se convierte en combustible como el maíz. Tiene un papel marginal en la medicina y la industria electrónica. Su uso principal es la joyería (la India consume un 80%), la inversión y la especulación. Y como estática reserva de los Estados; como elemento de su soberanía y prestigio y ante situaciones de emergencia: desde una guerra hasta una suspensión de pagos (otra ración de miedo).

Y con todo, es la materia más codiciada. La más escasa. Resistente, inalterable, maleable, divisible. La mayoría del oro que se ha producido a lo largo de la historia (160.000 toneladas que cabrían en dos piscinas olímpicas) permanece en circulación. Una y mil veces fundido nunca pierde su brillo ni su poder. Contemplar cómo se derrite entre llamaradas azules en el fondo de un crisol es un espectáculo mágico. Vale por su leyenda. El oro del anillo de cualquier lector (lectora) de este reportaje tal vez recubrió el sarcófago de un faraón o fue arrebatado a los dacios por los romanos; llegó a Europa a bordo de un galeón; o fue un lingote de la Alemania nazi con la esvástica grabada. Es el mismo oro. Es eterno.

Es leyenda. En ocasiones negra. Desde los yacimientos esquilmados por los conquistadores españoles y portugueses en Potosí, Ouro Preto, Sucre, Guanajuato, Huanchaca y Zacatecas para financiar el capitalismo europeo, hasta el oro africano manchado de sangre, la industria arrastra un triste legado. Y también un presente inhumano con la denominada minería artesana; la minería irregular, la de la miseria, que supone una cuarta parte de la producción mundial de oro. Según la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (UNIDO en sus siglas inglesas), al menos 1,5 millones de personas, un tercio mujeres y niños, se dejan la vida en Sudán, Tanzania, Laos, Mongolia, Perú o Brasil extrayendo oro en condiciones intolerables. En algunas minas de los Andes peruanos, los operarios son contratados bajo el feudal régimen del cachorreo: el minero trabaja un mes sin cobrar y el día 31 puede quedarse con todo el material que sea capaz de extraer. Si encuentra una veta, puede ganar una pequeña fortuna; si no, debe empezar de nuevo. Esta minería de los pobres alentada por la febril demanda de oro está desforestando regiones de la Amazonia, lanzando toneladas de mercurio a la atmósfera y los ríos y pudriendo los pulmones de los mineros. Mientras aumente la cotización del oro, seguirá creciendo.

Al igual que la industria del reciclaje, la llamada minería urbana. La creciente demanda de oro y el estancamiento de la producción minera han hecho que los países en desarrollo, principalmente en Oriente Medio, India y el sureste Asiático, se hayan lanzado a recuperar minerales preciosos (oro, plata, platino, rodio, paladio) de los teléfonos móviles, los ordenadores y los catalizadores de los coches con procedimientos fuera de control. De una tonelada de chatarra informática se pueden extraer 15 gramos de oro. Diez veces más que de una tonelada de roca de Veladero. El reciclaje es el segundo mayor proveedor de oro. El problema es el impacto ambiental. Y las condiciones de trabajo de esos otros mineros.

Posiblemente a causa de esa realidad trágica que arrastra, el negocio del oro sea tan opaco. Sus explotaciones están localizadas en lugares remotos. El negocio rara vez abre sus puertas. Ni muestra sus lingotes. Ni proporciona más información que la justa. Empezando por los bancos centrales, que almacenan con sigilo una cuarta parte de las reservas mundiales, y continuando por las refinerías, principalmente suizas, que se mantienen enfermizamente fuera de los focos. Tampoco son transparentes los compradores y vendedores profesionales. Apenas hay que entrar en algunos comercios de los barrios más populares de Madrid y Barcelona, para sumergirse en un universo inquietante donde la violencia se palpa cuando uno se presenta como periodista. “Aquí nada de fotos”, es la respuesta. A.V., un treintañero empresario holandés que dirige Oro-Express, una de las franquicias de compraventa nacidas al rebufo de esta última fiebre del oro, pide que no figure su nombre en este reportaje por motivos de seguridad. “Pueden amenazar a mi mujer, secuestrar a mis hijos… El negocio del oro en España no es profesional. En Oro-Express le queremos dar la vuelta. Esto no tiene nada que ver con Suiza, Alemania o Austria, donde todo es serio; un vehículo de inversión respetable con mucha demanda. Aquí la gente no se fía. Todo es cutre. Da miedo. El oro en España siempre ha tenido mala imagen. A nuestras tiendas vienen a vender cosas robadas o a comprar oro con dinero negro y sin factura, y no puede ser. Nos negamos. Hay que convertir este negocio en algo respetable. Donde tu madre pueda venir a vender sus joyitas. Sacarlo de las sombras”.

El último eslabón de la cadena de esa opacidad del sector son los inversores rusos y canadienses que han vuelto sus ojos hacia los históricos yacimientos auríferos de Asturias que pretenden resucitar. Se han negado a ofrecer ninguna información para este reportaje sobre sus proyectos a cielo abierto en El Valle-Boinás, Carles y Salave. Tras los primeros contactos, la callada por respuesta. Los ecologistas aguardan.

Quizá debido a esa espesa opacidad del sector fue una sorpresa que Barrick, la compañía líder del sector con una producción de 250 toneladas de oro al año, autorizara nuestra visita a Veladero, una de las minas más aisladas del planeta, en tiempo récord. Su intención era clara: dar ejemplo de transparencia en un negocio siempre en tela de juicio. Esta compañía canadiense nacida en 1983 comenzó a explorar fuera de Norteamérica en 1993. Hoy está presente en una decena de países, desde Australia hasta Tanzania. Argentina es su último El Dorado. Un territorio virgen e inexplorado. Espalda con espalda con Chile, donde cerca de un 10% del PIB se debe a la minería. A sólo cinco kilómetros de Veladero se construye el complejo Pascua-Lama, que reúne a los dos países en un proyecto binacional en el que Barrick invertirá cerca de 3.000 millones y donde espera extraer 10 veces más cantidad de oro que en Veladero. Entrará en funcionamiento en 2013. Un tercer proyecto aurífero al sur de Argentina, en la localidad de Esquel, fue rechazado por el 81% de su población en un referéndum celebrado en 2003. Su futuro es incierto. Su nueva propietaria, la minera canadiense Yamana Gold, no ha tirado la toalla. El debate está abierto. “La pregunta que nos hacemos en Argentina es si esto vale la pena. Conforme, puede traer riqueza, pero también sabemos que esta gente no ha venido a hacer beneficencia”, reflexiona un cirujano de San Juan que solicita permanecer en el anonimato. “A la larga, ¿qué vamos a sacar de todo esto? Estamos entregando el oro como hacían los indios en el siglo XVI a cambio de muy poco; de un 3% de regalías por lo producido. Esta minería es multinacional, intensiva, entreguista y exportadora. Todo lo contrario a como debería ser. ¿Y después de esos 17 años, qué? ¿Qué nos queda? ¿La contaminación y la pobreza? Pero los ecologistas lo han hecho mal. Han mentido. Han dado datos falsos. Y con la mina está entrando mucho dinero en San Juan. El 30% de los ingresos de la provincia vienen de Veladero. Hablan de 45.000 empleos inducidos. Esta provincia era lo último de Argentina. Y las minas han frenado el éxodo. ¿A qué carta nos quedamos?”.

Según nuestro acuerdo con Barrick, la visita a la mina Veladero duraría, por cuestiones de seguridad, un día. Doce horas de avión desde Madrid hasta Buenos Aires. Tres hasta Mendoza. Dos de coche hasta San Juan. Un exhaustivo reconocimiento médico. Una sesión de propaganda corporativa. Y la firma de un documento eximiendo a la minera de cualquier responsabilidad sobre nuestra integridad física. A las tres de la madrugada comenzaba el viaje hasta Veladero: tres horas de carreteras secundarias y seis de camino minero bajo la protección de la Gendarmería Nacional y escoltados por una ambulancia. El camino de tierra está tapizado de sal para evitar su congelación. Cada pocas horas un enfermero mide a los visitantes la saturación de oxígeno en la sangre.

Un recorrido bellísimo, agotador e interminable. Con paradas inesperadas por los vientos de 100 kilómetros. Por un territorio agreste, sin vegetación ni vida animal. Paredes verticales de miles de metros. Nieves perpetuas. Volcanes. Ríos congelados y una luz que abrasa. En el paso de Conconta, a 5.000 metros de altura y 9 grados bajo cero de temperatura (el invierno comienza en Los Andes en mayo), con los cristales del vehículo cubiertos de hielo que se elimina con chorros de alcohol, surge entre los viajeros el mal de altura, el maldito soroche, que llevamos intuyendo desde que hemos superado la cota de los 3.500 metros. A partir de esa altura llega menos oxígeno a los tejidos. Se traduce en mareos, nauseas y dificultad para respirar. Conversaciones, las justas. Caminar con parsimonia. Subir escaleras es correr un maratón. El conductor se enchufa la mascarilla de oxígeno, se llama Daniel Gris y es de Rodeo. Nos pone éxitos de los ochenta. No divisamos un vehículo durante horas.

El único que se cruza en nuestro camino como un torpedo amarillo surgido de la nada es un furgón blindado de Prosegur. Procede de la mina. Va a toda velocidad. “Semanalmente transportamos desde Pascua-Lama hasta el aeropuerto de Mendoza 1.500 kilos de metal dor”, confirma la compañía de seguridad. “El equipo que realiza este duro trabajo cuenta con una gran preparación física y es sometido a revisiones médicas para velar por su salud y su seguridad. Las unidades blindadas disponen de calefacciones suplementarias, depósitos especiales de combustible, dispositivos de seguimiento AVL y GPS con comunicación satelital y un equipamiento especial de supervivencia con tanques de oxigeno”. Una vez que los guardias de seguridad depositen esos lingotes en Mendoza serán embarcados en vuelos privados de Barrick con dirección a Zúrich (Suiza). Y desde allí, enviados a las refinerías del sur del país. En ellas serán separados la plata y el oro, y este, convertido en lingotes oficiales de 12,5 kilos con una pureza de 999,99. De ahí, al mercado. Desde una de estas empresas refineras, Argor-Heraeus, confirman que la demanda de joyería ha bajado (sobre todo en Europa) y la de lingotes para inversión se ha disparado. “No damos abasto”.

No siempre fue así. El oro no siempre ha estado de moda. En la historia ha protagonizado distintos papeles: mito religioso, tesoro imperial, material para acuñar, respaldo del papel moneda. A comienzos de los setenta perdió su función de convertibilidad con el dólar. Y comenzó su travesía del desierto. Tenía que redefinir su papel. En los noventa pasó al olvido. Alcanzó mínimos. No podía competir con la burbuja tecnológica. Y los nuevos productos de alto riesgo y gran rentabilidad. Las mineras dejaron de explorar y vendieron sus producciones a precios bajos, pero seguros. Los bancos centrales se desprendieron de cientos de toneladas de sus anacrónicas reservas (caras de almacenar y custodiar), en busca de activos que les proporcionaran mayores beneficios. El Banco de España puso en el mercado 240 toneladas entre 2005 y 2007. Se precipitó. Ingresó menos de lo que podía haber ingresado. Los analistas afirman que nadie pensaba que el oro fuera a subir de los 400 dólares la onza. Sólo unos meses después su cotización iniciaba un ascenso vertiginoso provocado por la crisis hipotecaria estadounidense. El oro se convertía en un refugio seguro. Y doblaba su cotización. No ha dejado de subir desde entonces.

La primera visión de los yacimientos de Veladero es imponente. Una montaña rebanada. Un anfiteatro de un kilómetro de profundidad donde cada peldaño tiene 17 metros de altura. Un escenario irreal de Mad Max donde se pierde la dimensión del tamaño de las cosas. La visita es agotadora. Al mal de altura se suma la interminable contrainformación y propaganda de los directivos de Barrick. Tienen una respuesta para cada pregunta; un procedimiento de seguridad para denegar cada petición; una cifra, un dato, un estudio que rebate cualquier crítica a su gestión medioambiental. No hay por dónde cogerles. Es imposible. Si pides uno, te dan tres. El cianuro es inofensivo; gastan menos agua de la autorizada; gracias a ellos sobreviven los glaciares, la flora y la fauna. Suma y sigue. Es un partido de tenis en la red en la que responden a cada raquetazo con un golpe ganador. Están bien entrenados.

Hemos visto y no hemos visto. Cada día 60 kilos de oro salen de estas minas. De ahí, rumbo al planeta para saciar la sed de metal amarillo. El futuro de esta tierra perdida habrá que verlo en 17 años. Cuando se cierre la mina. De vuelta a San Juan, al anochecer, con el cielo teñido de un extraño tono añil y la temperatura cayendo en picado, distinguimos una manada, aquí la llaman tropilla, de guanacos inmóviles en una charca. Son como esfinges. No se inmutan.

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