Las culturas del conflicto en el Perú: algunas observaciones sobre el Informe Willaqniki No. 3
Recién en estos días pude leer con tranquilidad el Informe Willaqniki No. 3, de febrero último (ver aquí), emitido por la PCM para dar cuenta de los casos que son atendidos por la Oficina Nacional de Diálogo Social y Sostenibilidad (en adelante ONDS). Y es que ante las críticas hechas por Javier Torres, María Eugenia Ulfe (ver acá) y otros antropólogos sobre el texto introductorio incluido en este informe, titulado “Las culturas y el conflicto en el Perú”, quería saber de primera mano si el texto merecía de verdad las críticas hechas y, en todo caso, cuál era la lectura que podía hacerse no solo desde la antropología, sino también desde el derecho, o mejor aún desde el pluralismo jurídico.
Como hemos venido sosteniendo en trabajos anteriores, uno de los principales vacíos de quienes abordan el tema de los conflictos sociales, sea desde una perspectiva académica o práctica, es el virtual desconocimiento de la realidad plural del derecho en el país, asumiendo –sea tácita o expresamente- que el único derecho que rige en el país es el estatal, y por tanto que éste es el único marco normativo que configura las actitudes, prácticas, valores y saberes de las personas, sea aceptándolo o negándolo. Sin embargo, la lectura del texto de Willaqniki muestra que hay interpretaciones de fondo sobre el tema cultural que deben ser aclarados, por lo que cabe hacer algunas observaciones más generales a la manera en que la PCM está entendiendo la intervención de las culturas en los conflictos sociales, para luego hacer algunos comentarios sobre el tema específicamente legal.
En primer lugar, cabe resaltar como aspecto positivo que el informe señale que “laconstrucción de un enfoque que privilegie eldiálogo democrático entre los distintos actoressociales y políticos involucrados en las diferencias,controversias y conflictos demanda sin duda unalógica intercultural en el análisis, la prevención y lagestión de los mismos” (p. 15), si bien es preocupante leer que el Estado recién “está integrando progresivamente la dimensión cultural en la planificación de sus intervenciones” (p. 17). Y es que después de casi 10 años de intervenir en los conflictos sociales –y en especial los conflictos mineros-, parece increíble –por decir lo menos- que recién la dimensión cultural de los conflictos se perciba como relevante para lograr una solución integral y adecuada de los mismos.
A nuestro entender, en gran parte esta “invisibilización” del lado cultural del conflicto ha sido producto del enfoque de intervención que se ha hecho de los mismos, donde el énfasis ha estado puesto más en los intereses de las partes que en su mundo cultural. En otras palabras, lo que se ha privilegiado es un enfoque estratégico antes que cultural o transformador, siguiendo la línea de la Escuela de Harvard y otras similares. Y esto aún asumiendo que el Estado ha tenido un cierto enfoque de intervención, ya que lo ha habido en muchos casos ha sido la repetición de un libreto apagafuegos (esto es, establecer una Mesa de Diálogo ante cada conflicto), sin una estrategia clara sobre cómo recoger e integrar siquiera los intereses manifiestos de las partes.
Lamentablemente, como hemos señalado en otro ensayo, este enfoque estratégico ha estado igualmente presente en la mayor parte de trabajos y estudios que se han hecho sobre los conflictos mineros y sobre los conflictos sociales en general, lo que ha ayudado a que la dimensión cultural del conflicto se mantenga “oculta”. Incluso los trabajos de reconocidos analistas como Anthony Bebbington, Martín Tanaka o Manuel Glave, entre otros, no han incluido el lado cultural del conflicto o lo han hecho de manera muy superficial (1). Uno de los pocos ensayos que le ha dado una importancia central al tema cultural en los conflictos mineros es el de Kuramoto para el caso Las Bambas (ver aquí), trabajo que lamentablemente sigue siendo poco citado y considerado en este campo.
En tal sentido, que desde el Estado se asuma la importancia del lado cultural de los conflictos constituye, a nuestro entender, un giro radical en la manera en que se han venido comprendiendo y atendiendo los conflictos sociales, lo que esperamos sea también recogido desde el lado académico y que lleve a estudios más integrales sobre muchos de ellos. El problema, por ello, no reside en este cambio de enfoque, sino en la manera en que esta nueva perspectiva viene siendo elaborada y, por tanto, en la manera en que la “cuestión cultural” puede ser incorporada de manera práctica en las estrategias de intervención que proponga la ONDS.
Sobre las “culturas de conflicto” en la visión de la PCM
En este punto, la lectura del informe deja, por decir lo menos, mucho que desear. Por un lado, leer la distinción que se hace entre una “cultura andina”, una “cultura urbano-popular” y una “cultura criolla o cosmopolita” me hace sentir que estoy en una clase de sociología de los años 60, cuando Matos Mar y los investigadores del naciente IEP trataban de comenzar a comprender la complejidad cultural de país, y no a mediados de la presente década, cuando ya se han dejado de lado muchos de los estereotipos que recoge este informe como si fueran una novedad o una verdad de consenso (2). En todo caso, si la idea era tener un cierto “orden” frente a la diversidad cultural del país, creo que adoptar un modelo tan esquemático no ayuda en nada.
Lo mismo ocurre con las caracterizaciones que se hacen de estos esquemas culturales, asumidos como marco para entender las diferentes “culturas del conflicto” en el país. Para ello, el informe asume algunos rasgos “tipo” de estas culturas, a pesar de su intento de relativizarlos, como los de desconfianza o de resistencia pasiva, correctamente cuestionados por Javier Torres (ver acá). Más aún, el informe da a entender que parte de estos rasgos, como la desconfianza, atraviesan el conjunto de las culturas, tratando de dar una explicación histórica bastante floja de la persistencia de estos factores.
Por otro lado, si bien el informe señala que “estas culturas no están confinadas a un área especial”, existiendo más bien “una fuerte relación y un activo intercambio entre las diversas tradiciones o subculturas del país”, lo cierto es que el conjunto del informe da a entender implícitamente que cada “cultura” tiene sus propios conflictos, que son justamente donde se reproducen los patrones culturales “tradicionales”. Así, los ejemplos que presenta el informe no da a entender que existan conflictos que enfrenten a los diferentes grupos culturales, y por tanto cómo podrían ser manejados estos conflictos “interculturales”, más allá de identificar cómo se comportarían esquemáticamente los actores en caso de presentarse.
En realidad, cuestionar cada uno de estos rasgos sería un poco largo, pero lo que ellos muestran, como bien señalan Torres y Ulfe, es que reflejan más los estereotipos de sus redactores que la realidad cultural del país. Un ejemplo claro de ello es cuando se afirma que la imagen “predominante” de la minería en la cultura andina es negativa, lo cual es falso para cualquier que haya recorrido siquiera parte del país. Por lo menos en mi experiencia, lo que uno puede encontrar son zonas donde la minería es bien recibida, otras donde se la recibe con cierto recelo y otras donde es claramente rechazada, y ello incluso en un mismo distrito o provincia. Es falso además que sea la experiencia histórica la que defina (bajo un principio de causalidad) el rechazo a la minería: por el contrario, muchas veces la convivencia previa con la minería lleva a que las empresas mineras sean mejor recibidas –ya que las comunidades saben que pueden esperar y cómo negociar mejor con ellas- que cuando las empresas llegan a zonas que no han tenido contacto previo con esta actividad.
En este marco, lo que el informe hace evidente es más bien la necesidad de desarrollar mayores estudios sobre la diversidad cultural en el país, y en especial sobre los elementos culturales que pueden estar presentes en los conflictos, antes que partir de estereotipos sin mayor fundamento. Al respecto, la experiencia que tuvimos al dictar talleres de capacitación sobre transformación de conflictos en el marco del proyecto “Fortalecimiento de la Paz en el Perú” que impulsó CRS/Perú me hizo entender que cada región tiene un estilo particular para entender y manejar sus conflictos. Por ejemplo, las diferencias de participación entre las organizaciones de Ucayali con las de Sicuani eran notorias y evidentes: mientras en el primer caso la negociación de conflictos incluía algún componente lúdico para crear confianza, en el caso de Sicuani incluir ello hubiera sido interpretado como una falta de respeto hacia la otra parte.
Igualmente, las diferencias entre Sicuani y Jaén –donde el taller estaba dirigido sobre todo a rondas campesinas- eran claras, a pesar de que ambas podrían ser consideradas (en el esquema de la PCM) como parte de la cultura “andina”: mientras en Sicuani podía percibirse cierto tratamiento jerárquico entre las personas, especialmente entre hombres y mujeres- en el caso de Jaén la cultura creada por las rondas llevaba a que el tratamiento de las partes sea más abierto y horizontal, de manera tal que no podía llegarse a un acuerdo si no se escuchaba a todos y cada uno de los participantes.
En buena parte, la comprensión de la manera en que eran entendidos y manejados los conflictos en cada región (o grupo cultural) se facilitaba por la estructura de los talleres de capacitación, donde buscábamos tanto aprender como brindarles herramientas para que los participantes puedan entender mejor sus conflictos y cómo atenderlos, rescatando más bien sus propios elementos culturales. Hoy, sin embargo, los talleres de capacitación para el manejo de conflictos tienen un carácter más prescriptivo que comprehensivo; esto es, los capacitadores van a decirles a los funcionarios y autoridades qué es lo que tienen que hacer –siguiendo para ello un recetario uniforme y estricto-, de manera tal que no son percibidos los elementos culturales de manejo del conflicto que ya existen en cada zona, los que más bien son considerados implícitamente errados o inservibles.
En realidad, el principal cuestionamiento que se puede hacer al informe Willaqniki parte precisamente de esta cuestión: el definir a las “culturas del conflicto” solo a partir de sus elementos negativos (desconfianza, resistencia pasiva, etc.) y no a partir de los elementos positivos que puede contener cada cultura para un manejo adecuado de los conflictos. En otras palabras, para la PCM la dimensión cultural del conflicto se convierte en relevante pero por ser un elemento que genera, reproduce o incrementa el conflicto. Por tanto, a lo que conduce esta visión, indefectiblemente, es a buscar un cambio de las culturas “negativas” del conflicto hacia una cultura “positiva” del conflicto, sin reconocer que en cada sistema cultural conviven tanto elementos positivos como negativos.
¿Cómo variar este enfoque? Hacia una visión más objetiva de las relaciones entre cultura y conflicto
Frente a lo anterior, considero que si queremos incorporar de manera más positiva la dimensión cultural en el análisis y en las estrategias de intervención hacia los conflictos, la visión contenida en el Informe Willaqniki debe ser variada alrededor de tres ejes principales, como son:
a) Primero, debe dejarse de lado el intento de construir modelos esquemáticos sobre la diversidad cultural del país, para pasar a promover la realización de mayores estudios e investigaciones al respecto. En estos estudios, el énfasis debe estar puesto tanto en rescatar los elementos positivos y negativos que cada grupo cultural puede tener frente a los conflictos, así como rescatar de manera más objetiva la historia de los conflictos sociales en cada zona específica.
b) En segundo lugar, el análisis de la dimensión cultural en los conflictos sociales no puede reducirse a un solo actor; esto es, al de las comunidades, grupos u organizaciones rurales o campesinas. Esto solo lleva a una comprensión parcial del problema y –peor aún- a asumir que ellos son la raíz del problema.
En tal sentido, ni el Informe Willaqniki ni la mayor parte de estudios sobre los conflictos sociales inciden en la manera en que negocian o enfrentan los conflictos tanto las autoridades del Estado como los otros actores del mismo, en especial las empresas mineras. Sobre esto hay un desconocimiento preocupante y sofocante. En verdad, es aquí donde existen tantos o más estereotipos como los que existen con relación al mundo rural, ya que se suele asumir que los funcionarios del Estado y los funcionarios de las empresas son partes de la “cultura criolla”, o que intervienen bajo el objetivo de que se cumpla la ley, y que las empresas lo hacen con el solo propósito de proteger sus intereses y obtener el máximo de beneficios.
Sin embargo, como muestran estudios aislados como el de Kuramoto o nuestra propia experiencia, lo cierto es que los funcionarios del Estado pueden manejar diversos propósitos y fijar diferentes estrategias al intervenir en un conflicto determinado. Esto puede ir desde proteger sus cargos, mostrar resultados inmediatos o incluso “quedar bien” con una empresa o comunidad. Asimismo, los estereotipos que el funcionario pueda tener sobre las comunidades o los grupos campesinos no dejan de ser importantes, por lo que reforzar sus representaciones negativas (como lo hace el informe) puede resultar contraproducente.
Por su parte, las empresas mineras tampoco tienen un comportamiento uniforme frente al conflicto. Particularmente, yo he encontrado gerencias verdaderamente interesadas en el bienestar y desarrollo de sus áreas de influencia, y otros que son capaces de acciones ilegales con tan de obtener sus objetivos. Asimismo, no se suele considerar que tanto los objetivos como estrategias que desarrollan las empresas ante un determinado conflicto no dependen solo de sus “relacionistas comunitarios”, sino que son construidas mediante un complejo proceso de consulta y decisión que puede llegar hasta el Directorio mismo de la empresa.
c) Finalmente, cabe una breve inclusión del tema jurídico. Como he mencionado en otros espacios, considero que una atención adecuada de los conflictos sociales pasa por la construcción intercultural de las reglas de juego y de diálogo entre actores. A diferencia de lo que ocurre hoy, donde las reglas de juego en las Mesas de Dialogo son generalmente impuestas –siguiendo las recetas prefijadas-, las reglas de juego deben ser fijadas respetando la manera en que se construye confianza en cada grupo cultural. Asimismo, los acuerdos deben estar dirigidos a crear un marco de derechos y obligaciones que se inserte en su propio ordenamiento normativo, y por tanto que pueda ser controlado a partir de sus propios sistemas de sanción. En otras palabras, lo que se requiere es una visión “interlegal” de los conflictos que complemente la visión intercultural que se debe dar al tratamiento de los conflictos. Sin uno ni otro, nuestra capacidad de comprensión y de gestión de los conflictos seguirá siendo parcial, limitada e ínutil, impidiendo que los conflictos ayuden a una transformación positiva de nuestro tejido social.
Notas:
(1) No he leído aún el último libro de Bebbington, “Industrias extractivas, conflicto social y dinámicas institucionales”, por lo que lo excluyo de este comentario.
(2) Para quienes deseen tener una visión más actual del tema cultural del país (incluyendo a los redactores del informe) les recomiendo el libro del gran Carlos Iván Degregori “No hay país más diverso. Compendio de antropología peruana”, editado por el Instituto de Estudios Peruanos.