Avatares de la justicia en Estados Unidos: dando poder a las corporaciones

En el Facebook, hace unos dias difundi una nota hecha por el profesor Roberto Gargarella en su blog (www.seminariogargarella.blogspot.com) acerca de una sentencia expedida recientemente por la Corte Suprema de los Estados Unidos -el caso “Citizens United”-, donde de manera bastante cuestionable se rompen las limitaciones que hasta entonces han tenido las corporaciones para aportar al financiamiento de las campañas electorales, permitiendo de esta manera un manejo (casi) directo del poder corporativo sobre las elecciones norteamericanas.

Como es evidente, hasta el momento este fallo ha ido generando diversos comentarios y posiciones, entre ellas las de pensadores tan importantes como Ronald Dworkin -que, como comenta Gargarella- no suele referirse a los fallos particulares de la justicia norteamericana- y Noam Chomsky. El artículo de Dworkin, en inglés, puede encontrarse aquí.

Por su parte, el articulo del profesor Chomsky, que reproduzco por brindar una vision mas amplia del tema y de sus repercusiones políticas,puede ser ubicado aquí:

Creo que la difusion de este debate es importante, no solo por lo que implica en terminos de la estructura democratica de los Estados Unidos sino también porque mantiene abierto un aspecto que sigue siendo objeto de discusión en nuestro país, como es el de la dimension politica de las decisiones judiciales. Aunque cuestionable, lo cierto es que a la Corte Suprema de los Estados Unidos no le tiembla la mano si debe tomar una decisión contraria a la línea política del Ejecutivo o el Legislativo, algo que lamentablemente no encontramos aquí, para bien o para mal.

Otro Golpe al Corazón del Proyecto Democrático: Dinero y Campañas en Estados Unidos

Juan González Bertomeu

La Corte Suprema de los Estados Unidos, con su decisión de invalidar una ley federal que ponía límites a los gastos electorales de las empresas, acaba de debilitar la ya vapuleada democracia norteamericana. La sentencia, pronunciada por la mayoría conservadora de la Corte, se alinea con otras de los últimos años que también refuerzan el poder de las corporaciones.

La actividad política cuesta dinero. Los candidatos deben asegurarse que sus proyectos lleguen a los votantes; para eso deben utilizar los modos que estimen más efectivos. Un siglo atrás, las ideas políticas se daban a conocer –casi exclusivamente- mediante panfletos de baja circulación y en mítines públicos. Los candidatos viajaban y exponían sus puntos de vista en pueblos y ciudades correspondientes a sus distritos electorales. La aparición de la radio –primero– y la televisión –luego– alteró dramáticamente esta situación. La gente, así, se acostumbró a escuchar ideas por estos medios, movilizándose menos que antes, especialmente ayudada por sistemas políticos que no incentivan la participación popular activa.

Un minuto en televisión resulta muy costoso, y por eso los candidatos necesitan reunir ingentes sumas de dinero. La irrupción de internet y otras manifestaciones de la revolución cambió en parte esta realidad, bajando los costos de la comunicación y haciéndola más fluida. La campaña presidencial de Barack Obama, basada en un uso óptimo de la tecnología disponible, es el ejemplo más claro de este punto. Con todo, su impacto sigue siendo limitado, en parte porque mucha gente carece de acceso a internet u otros medios digitales, y porque la popularidad de la televisión sigue y seguirá siendo enorme.

En las sociedades democráticas actuales, entonces, el dinero ejerce una significativa influencia sobre la política en general, y sobre el acceso a los cargos en particular. Un aspecto particular acerca de la relación entre el dinero y la política gira en torno a la oportunidad efectiva que cada ciudadano tiene de influir (de hacerse oír) en la toma de decisiones. El principio democrático según el cual cada persona vale un voto (no más y no menos que eso) resulta burlado cuando grandes disparidades económicas hacen, por un lado, que ciertos individuos tengan un acceso asegurado a la arena política (mediante contribuciones a los fondos de campaña o, incluso, auto-financiando una postulación), mientras que aquellos con menores recursos ven significativamente disminuidas sus posibilidades de lograrlo.

En pocos lugares se ha debatido tanto sobre el tema del financiamiento de las campañas políticas como en los Estados Unidos. Esta semana, en el caso Citizens United, la Corte Suprema resolvió la cuestión del peor modo posible, permitiendo a las corporaciones gastar de manera ilimitada a la hora de promover a un candidato. Al hacerlo, el alto tribunal invalidó buena parte de la ley federal sobre financiamiento político McCain-Feingold (aprobada en 2002, y así llamada por el nombre de los legisladores que la habían promovido, el primero de los cuales quien sería rival político de Obama). La sentencia mostró la división aguda existente puertas adentro de la Corte, entre los cinco jueces conservadores que firmaron el voto de mayoría (redactado por Kennedy, y secundado por Scalia, Roberts, Alito y Thomas) y los cuatro disidentes, progresistas moderados (Stevens escribió el agrio voto minoritario, acompañado por Breyer, Ginsburg y Sotomayor).

La decisión sobre la validez de la ley fue gratuita, pues el caso no exigía una opinión sobre ella. Su argumento principal fue que los límites a los gastos de las corporaciones o de los sindicatos promocionando a un candidato violan su derecho a la libertad de expresión (en cambio, los límites a las contribuciones directas a una campaña son válidos). Algo similar, aunque más tímidamente, había insinuado la propia Corte en 1976, en el famoso caso Buckley v. Valeo [424 U.S. 1 (1976)]. En el caso Buckley se discutía la validez de una ley de 1974, aprobada con el objeto de disminuir el peligro de corrupción en el sistema político, pero también de mejorar las condiciones de igualdad en el acceso al poder, para que la mayor riqueza de los candidatos o su mayor capacidad para recaudar fondos no constituyeran circunstancias excluyentes y definitorias en una campaña. Entre otros puntos, la ley establecía –de manera similar a la ley McCain-Feingold– un límite a las contribuciones políticas a favor de candidatos para cargos a nivel federal, y fijaba un límite a los gastos por parte de individuos o grupos “relacionados con un candidato claramente identificable”.

En su decisión en el caso Buckley, la Corte equiparó las contribuciones a favor de los candidatos con el propio discurso político (protegido por la Primera Enmienda), de especial importancia en un sistema democrático. Al reducir la cantidad del discurso, los límites en los gastos y contribuciones sólo podían resultar válidos si podían superar un escrutinio especialmente estricto: si se demostraba que la restricción al discurso era absolutamente necesaria debido al especial peso de las razones para adoptarla. El alto tribunal convalidó las restricciones de las contribuciones, afirmando que las limitaciones sobre los montos que alguien puede donar a un candidato o comité importan sólo una restricción marginal sobre la capacidad del individuo en cuestión de involucrarse en un libre juego discursivo. Pero invalidó casi totalmente las limitaciones a los gastos de campaña, rechazando como fin legítimo de la ley el de tender a “igualar la capacidad relativa de los individuos y grupos de influir en el resultado de las elecciones”. En su frase más controvertida, la Corte sostuvo que “el concepto de que el gobierno puede restringir el discurso de algunos miembros de la sociedad con el fin de ampliar la voz relativa de otros es completamente ajena a la Primera Enmienda, la cual fue designada para ‘asegurar la más amplia diseminación posible de información a partir de fuentes diversas y antagónicas.’”

Uno de los más criticables de Buckley es que reconoció por primera vez que las corporaciones –y no sólo los individuos— gozan del derecho a la libertad de expresión. Este criterio es el que reforzó ahora la Corte en el caso Citizens United, dejando a un lado varias decisiones adoptadas luego de Buckley, en las que había convalidado límites semejantes (especialmente los casos Austin y McConnell). La Corte afirmó que los topes a los gastos corporativos (o de los sindicatos, que evidentemente cuentan con menor capacidad económica que las grandes empresas) durante las campañas son inválidos, hiriendo con ello de muerte los inusuales intentos por parte del Congreso de poner un coto al poder que las empresas ejercen sobre la política.

Las contribuciones de dinero, en efecto, podrían constituir una forma de expresión pública de las preferencias de los ciudadanos, o un modo de comunicar ideas, y gozar por ello de alguna protección. Esto se vio tal vez del modo más claro en 2008, durante la campaña presidencial de los Estados Unidos, cuando una enorme cantidad de norteamericanos manifestó su entusiasmo con Barack Obama donando dinero a su campaña, en general muy pequeñas sumas. Sin embargo, la noción de que aquellos mejor posicionados económicamente puedan tener una voz casi infinitamente mayor que el resto resulta antidemocrática. Como dijo el juez White en su disidencia en Buckley, “los gastos en este caso producen un discurso (protegido por) la Primera Enmienda… Pero éste es precisamente el punto: ellos producen tal discurso, no constituyen discurso por sí mismos.”

Al invalidar ahora los límites a las campañas, la Corte insinuó (al igual que en Buckley) que la garantía de la libertad de expresión fue establecida para asegurar la más amplia diseminación posible de información a partir de fuentes diversas y antagónicas. Pero esta afirmación es doblemente tramposa en estos casos. La posibilidad de oír voces diversas y antagónicas se encuentra fuertemente condicionada por motivos económicos. Aquellos que menos tienen enfrentan dificultades casi insuperables para comunicar sus ideas. La libertad de expresión no sólo se ve amenazada por parte del Estado sino también por la situación de poderío económico de la que gozan ciertos individuos y grupos sobre el resto de la sociedad. Paradójicamente, es la propia Corte la que impide el cambio de esta situación.

Por otra parte, reconocer que las empresas tienen derechos constitucionales o humanos (derechos que en ciertos casos son tan fuertes como los de las personas físicas) es ignorar una realidad obvia: las empresas, a diferencia de los seres humanos, son una mera creación del Estado, y logran constituirse, crecer y construir su poder gracias a las facilidades que el propio sistema legal les brinda. Hacerlas gozar de derechos es, entonces, beneficiarlas artificialmente, por partida doble. Las corporaciones, ahora, tienen derecho a gastar enormes sumas de dinero para beneficiar a un candidato; mejor dicho, para beneficiarse a sí mismas al apoyar a un candidato en condiciones de llevar adelante sus propias propuestas. Como sostuvo la minoría en su disidencia, “[l]a diferencia entre vender un voto y vender acceso es una cuestión de grados…, y la venta de acceso por parte de un candidato no es algo cualitativamente diferente a que éste brinde una preferencia especial a quienes gasten dinero en su nombre.”

Con su decisión, la Corte norteamericana asestó un fuerte golpe al proyecto democrático. Lo hizo en un momento en que, además de padecer otros problemas graves, el sistema político norteamericano está asediado por el poder de las corporaciones. La sentencia refuerza esta dominación, subordinando potencialmente las plataformas políticas de un partido o de un candidato a sus designios, y contradiciendo el ideal democrático de la igualdad entre los ciudadanos. Convierte a la política en una réplica burda del ya disfuncional mercado económico, en el que el valor de una obra o idea se mide por el precio que otros quieren cobrar o pagar por ella, aunque sólo unos pocos pueden realmente cobrar o pagar lo que consideran que esa obra o idea genuinamente vale. Citizens United desata completamente la arena política a las fuerzas del mercado económico. Que, como sabemos, es cualquier cosa menos igualitario.

Las empresas toman la democracia de los EEUU

Noam Chomsky

El 21 de enero de 2010 quedará registrado como un día oscuro en la historia de la democracia de Estados Unidos y su declive. Ese día, la Corte Suprema dictaminó que el Gobierno no puede prohibir que las compañías hagan aportaciones económicas en las elecciones.

La decisión afecta profundamente a la política gubernamental, tanto en el plano interno como en el internacional, y anuncia incluso mayores conquistas de las corporaciones sobre el sistema político de EEUU. Para los editores de The New York Times, el fallo “golpea el corazón mismo de la democracia” al haber “facilitado el camino para que las corporaciones empleen sus vastos tesoros para inundar [con dinero] las elecciones e intimidar a los funcionarios elegidos para que obedezcan sus dictados”.

La Corte estuvo dividida, cinco contra cuatro. A los cuatro jueces reaccionarios (engañosamente llamados conservadores), se les sumó el magistrado Anthony M. Kennedy. El magistrado presidente, John G. Roberts Jr., tomó un caso que se podía haber resuelto fácilmente sobre bases más limitadas y maniobró en la Corte con el fin de hacer aprobar un dictamen de gran alcance que revierte un siglo de restricciones a las contribuciones de las empresas en las campañas federales.

Ahora, los gerentes de las compañías podrán, de hecho, comprar directamente comicios, eludiendo vías indirectas más complejas. Es bien sabido que las contribuciones empresariales, en ocasiones envueltas en paquetes complejos, pueden inclinar la balanza en las elecciones y, así, dirigir la política. La Corte acaba de entregar mucho más poder a ese pequeño sector de la población que domina la economía.

La Teoría de inversiones de política, del economista político Thomas Ferguson, ha constituido durante mucho tiempo un exitoso pronóstico de la política gubernamental. La teoría interpreta las elecciones como ocasiones en las que segmentos del poder del sector privado se unen para invertir en el control del Estado. La decisión del 21 de enero refuerza los medios para socavar la democracia funcional.

El trasfondo es revelador. En su disensión, el juez John Paul Stevens admitió que “desde hace tiempo se ha sostenido que las corporaciones están amparadas por la Primera Enmienda [la garantía constitucional de la libertad de expresión, que incluye el derecho a apoyar a candidatos políticos]”.

A principios del siglo XX, teóricos legales y tribunales implementaron un fallo de la Corte de 1886 mediante el cual las corporaciones -esas “entidades colectivistas legales”- debían tener los mismos derechos que las personas de carne y hueso. Este ataque al liberalismo clásico fue condenado con rotundidad por la especie en extinción de los conservadores. Christopher G. Tiedeman describió el principio como “una amenaza a la libertad del individuo y a la estabilidad de los estados americanos como gobiernos populares”.

En su trabajo de historia sobre la ley, Morton Horwitz escribe que el concepto de personalidad corporativa evolucionó a la par que el desplazamiento del poder de los accionistas hacia los gerentes y, finalmente, condujo a la doctrina de que “los poderes de la mesa directiva son idénticos a los poderes de la corporación”. En años posteriores, los derechos corporativos se expandieron mucho más allá que los de las personas, particularmente mediante los mal llamados “acuerdos de libre comercio”. Bajo esos acuerdos, por ejemplo, si General Motors establece una planta en México, puede exigir ser tratada igual que una empresa mexicana (trato nacional), a diferencia de un mexicano de carne y hueso que pretendiera en Nueva York un trato nacional o, incluso, los mínimos derechos humanos.

Rivales del Gobierno

Hace un siglo, Woodrow Wilson, en aquel entonces un académico, describió un Estados Unidos en el que “grupos comparativamente pequeños de hombres”, gerentes corporativos, “ejercen un poder y control sobre la riqueza y las operaciones de negocios del país”, convirtiéndose en “rivales del propio Gobierno”. En realidad, esos grupos pequeños se han convertido cada vez más en los amos del Gobierno. La Corte Suprema les da ahora un alcance aún mayor.

El fallo de 21 de enero llegó tres días después de otra victoria para la riqueza y el poder: la elección del candidato republicano Scott Brown para reemplazar al finado senador Edward M. Kennedy, el león liberal de Massachusetts.

La elección de Brown fue presentada como una “rebelión populista” contra los elitistas liberales que manejan el Gobierno. Los datos de la votación revelan una historia diferente. Una asistencia alta de votantes de los suburbios ricos y baja en las áreas urbanas demócratas contribuyeron a la victoria de Brown. “Un 55% de los votantes republicanos dijo estar muy interesado en la elección, en comparación con un 38% de los demócratas”, según la encuesta de The Wall Street Journal/NBC. De manera que los resultados fueron, en realidad, una revuelta contra las políticas del presidente Obama: para los ricos, no estaba haciendo lo suficiente para enriquecerlos aún más, en tanto que para los sectores pobres estaba haciendo demasiado en favor de los poderosos.

La ira popular es perfectamente comprensible, dado que los bancos están prosperando gracias a los rescates, mientras que el desempleo se ha elevado al 10%. En el sector de la manufactura, uno de cada seis está sin trabajo: un desempleo en el nivel de la Gran Depresión. Con la financialización creciente de la economía y el desplome en la industria productiva, las perspectivas de recuperar los tipos de empleo que se perdieron son sombrías.

La salud pública

Brown se presentó como el voto 41 contra el programa de salud pública; esto es, el voto que podría socavar el dominio demócrata en el Senado de EEUU.

El programa de atención médica de Obama fue, en efecto, un factor en la elección de Massachusetts. Los titulares están en lo correcto cuando informan de que el público se está volviendo contra el programa. Las cifras de la encuesta explican por qué: porque la iniciativa no llega lo suficientemente lejos. El sondeo de The Wall Street Journal/NBC reveló que la mayoría de los votantes desaprueba el manejo del sistema de salud tanto por los republicanos como por Obama.

Estas cifras están en la línea de otras encuestas nacionales recientes. La opción pública de la salud es apoyada por el 56% de los encuestados y el acceso a Medicare a los 55 años de edad, por el 64%; pero ambas iniciativas fueron abandonadas. Un 85% opina que el Gobierno debería tener el derecho de negociar los precios de los medicamentos, como en otros países; sin embargo, Obama garantizó a las grandes industrias farmacéuticas que no elegirá esa opción.

Amplias mayorías de ciudadanos están a favor del recorte de costes, lo que tiene sentido: el coste per cápita en EEUU por atención médica es aproximadamente el doble que en otros países industrializados y los resultados en términos de salud están en el extremo inferior.
Pero el recorte no puede ser emprendido seriamente cuando se trata con gran generosidad a las compañías farmacéuticas y el sistema de salud está en manos de aseguradores privados prácticamente sin regulación -un sistema costoso, peculiar de EEUU-.

El fallo del 21 de enero eleva nuevas e importantes barreras para superar la grave crisis del cuidado de la salud o para afrontar asuntos tan críticos como las inminentes crisis ambiental y energética. La brecha entre la opinión pública y la política pública es cada vez mayor. Y el daño a la democracia estadounidense es tan grande que difícilmente se puede exagerar.

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