La Justicia de Paz: ¿Qué le falta para convertirse en un verdadero poder local?
Escribo desde Santa Ana de Tusi , un centro poblado ubicado en el corazón del valle del Tarhuamayo, en la provincia Daniel Alcides Carrión de la región Pasco. Vine aquí para levantar información sobre algunos problemas que mantiene esta comunidad con una empresa minera cercana, pero no pude evitar conocer también la situación de la justicia de paz en este lugar, uno de mis temas predilectos en cada poblado o caserío que tengo la oportunidad de visitar.
El juez de Tusi se llama Juan Almerco, y fue elegido hace dos años para este cargo en la Asamblea de la comunidad. Hasta entonces, se desempeñaba como profesor en Pampania, un caserío cercano a la capital del distrito. No es ni muy joven ni muy viejo, y la verdad es que calza bien en aquellas características promedio que muestran los jueces de paz en el área rural; esto es, ser comuneros varones de mediana edad, con cierta experiencia urbana, con una formación educativa superior al promedio y, sobre todo, con una legitimidad nacida de su experiencia, su preocupación por su pueblo y su ética personal.
Sin embargo, Juan no apenas expresa un mediano orgullo por el cargo que desempeña; por el contrario, su rostro muestra, a lo largo de nuestra conversación, preocupación y cierta desesperanza. “¿Porqué –le preguntó- se siente así? ¿Acaso no recibe apoyo por parte de la Corte Superior de Pasco?”. “Si, claro que sí”-responde Juan, agregando que, a las pocas semanas de ser elegido para su cargo, fue invitado por la Oficina Distrital de Apoyo a la Justicia de Paz (ODAJUP) a un taller de capacitación de una semana en la ciudad de Pasco, donde fue debidamente informado acerca de sus atribuciones y cómo ejercerlas. Además, la ODAJUP le otorgó una computadora y una impresora, las que hoy se encuentran en su oficina ubicada en el segundo piso del local comunal, algo pequeña y con ciertas carencias pero por ahora suficiente para atender a la población.
A pesar de este apoyo, la carga que implica para Juan ser juez de paz de su comunidad es bastante fuerte. “Mire –me dice- cada semana atiendo alrededor de cuatro a cinco casos, la mayor parte sobre violencia familiar; pero aparte de eso, cada semana recibo también entre 10 a 15 notificaciones que tengo que diligenciar en todo el distrito, que llegan del juzgado mixto de Yanahuanca, de la Corte de Pasco, incluso de la Corte de Lima”. Me cuenta también que para estas diligencias no cuenta con ningún tipo de apoyo: el Alcalde no le quiere prestar su movilidad arguyendo que es solo para asuntos municipales, mientras que la Policía de la zona le dice que con todo gusto, pero que él pague la gasolina. Dado que su cargo es ad-honorem, ello implicaría que este gasto salga de su bolsillo, al igual que si optara por contratar a un asistente que le sirva de notificador. Por tanto, a Juan no le queda más remedio que buscar todos los días la manera de cumplir estas diligencias, llegando incluso a caminar entre 5 a 6 horas hasta llegar al caserío requerido.
Sin embargo, para Juan este no es el problema principal en su cargo; es más bien parte del oficio. “¿Cuál es el problema, entonces?”, reitero. “El problema es que veo que mi pueblo se encuentra dividido y que como juez no puedo hacer nada”. Entonces me explica mejor. Desde hace un año, Tusi se encuentra dividido en tres grupos prácticamente en guerra: un grupo liderado por el Alcalde, otro liderado por el Presidente de la Comunidad y uno tercero liderado por el Frente de Defensa. Al parecer, todo este divisionismo y enfrentamiento se habría iniciado cuando la empresa minera cercana se acercó a la comunidad para solicitar permiso y realizar exploraciones en la parte alta de su territorio, el mismo que habría sido negociado “a puertas cerradas”, generando el cuestionamiento de la Junta Directiva comunal por parte de las otras autoridades del lugar y con ello la ruptura de relaciones entre ellas.
En esta pugna, Juan ha tratado de mantenerse imparcial; sabe que de otro modo perdería la legitimidad que le es tan necesaria de cara a la población para ejercer justicia. Sin embargo, esta imparcialidad le ha generado también problemas personales: no puede pedirle apoyo al Alcalde porque éste lo considera aliado del Presidente de la comunidad, dado que su oficina se ubica en el local comunal; por su parte, la Junta Directiva le ha negado mayor apoyo por no ponerse de su lado en las últimas asambleas, e incluso su oficina se encuentra, al momento de la entrevista, sin luz por falta de pago. No obstante, cuando acude a Pasco la única respuesta que le dan en la Corte es que las autoridades locales son las que deben apoyarlo, dado que ésta no cuenta con más recursos de los que ya les fueron entregados.
Como es obvio, toda esta situación está generando en Juan una frustración cada vez mayor: de un lado, lo poco que gana por sus funciones notariales lo gasta en diligenciar las notificaciones que le llegan de fuera; de otro lado, no cuenta ni puede solicitar mayor apoyo de los otros poderes locales, a pesar que éstas cuentan cada vez con mayores recursos económicos: por ejemplo, el Alcalde acaba de terminar la construcción de un Palacio Municipal digno de un distrito limeño de clase media, mientras que la Junta Directiva comunal ya estaría recibiendo los primeros pagos de parte de la empresa minera por los terrenos cedidos en uso. Juan es consciente además de que es necesario terminar con el divisionismo en su comunidad, pero tampoco tiene los recursos para hacerlo. Por tanto, Juan se siente cada vez más solo y aislado, y a pesar de que quiere renunciar solo se queda en el cargo para evitar que éste sea manipulado por los grupos en pugna, tal como ya lo intentaron meses atrás.
El caso del juez de paz de Santa Ana de Tusi, creo, nos permite apreciar entonces algunos de los dilemas que enfrenta hoy buena parte de la justicia de paz en el Perú. En primer lugar, el caso muestra que sí existen avances en cuanto a algunos aspectos de esta justicia local; por ejemplo, la norma que ordena que los jueces de paz sean elegidos en Asamblea comunal viene siendo debidamente cumplida –tal como hemos comprobado también en otras zonas del país- y es cierto que ello les permite una mayor legitimidad y un mayor compromiso frente a su comunidad. También es visible que los objetivos para los que fueron creadas las ODAJUP se están cumpliendo con cierta diligencia, de manera tal que por lo menos hoy los jueces de paz cuentan con un apoyo técnico y logístico básico –que antes salía de sus bolsillos- y con espacios de capacitación que les permiten ejercer sus funciones de manera más efectiva y eficiente.
Sin embargo, lo narrado por Juan permite apreciar también que hay otros aspectos de esta justicia que siguen estando descuidados, los mismos que se centran en dos factores: la carencia de recursos económicos de un lado, y la pérdida -paulatina pero firme- de su poder local. Expliquemos mejor cada punto. Sobre el factor económico, es evidente que el apoyo que brinda la ODAJUP no es suficiente para cubrir las variadas necesidades funcionales que tiene la justicia de paz, las que fueron claramente expresadas por el juez Juan: si bien sus funciones básicas de atender los conflictos que le son remitidos por las partes llegan a ser cumplidas, e incluso le otorgan cierto ingreso, existen ciertas funciones que le son altamente costosas en tiempo y dinero que no dependen de él ni de las partes, sino que provienen más bien de su articulación con la justicia estatal. A pesar de ello, este costo no es asumido por el Estado –a pesar de que cobra una tasa por estas diligencias- sino que es cargado sobre los hombros del juez del paz, lo cual es notoriamente injusto en términos económicos.
Sobre el segundo punto, la narración del juez es también clara respecto a la frustración que le genera no ejercer un verdadero poder local, entendiendo éste como la capacidad de influir sobre otras autoridades y poderes a fin de lograr un mayor entendimiento e integración al interior de la comunidad. En otras palabras, Juan es consciente que su cargo le otorga poder para resolver ciertos conflictos, pero que estos conflictos no son los que definen la “paz comunal” que él ha jurado proteger, la misma que depende hoy de factores y procesos sociales más amplios. Juan sabe, por ejemplo, que en su localidad el restablecimiento de la “paz comunal” requiere restablecer el diálogo entre los poderes locales, una mayor transparencia en el ejercicio de la autoridad y una mayor participación de la comunidad en el control de sus líderes. Sin embargo, sabe que no cuenta con los medios necesarios para promover estos procesos, y que sus aliados tampoco le brindarán esos recursos, sea porque no los tienen, porque no quieren dárselos o porque consideran que ello no debe ser labor de un juez de paz.
En otras palabras, la frustración de Juan pasa porque es consciente de que su presencia en la comunidad se hace cada vez más simbólica, que su capacidad de resolver problemas depende de lo que le pidan las partes pero que él no puede ir más allá de eso, a pesar de que a su alrededor vea enfrentamientos y tensiones que dividen a su comunidad y que pueden generar una mayor violencia. Asimismo, se siente frustrado porque, a pesar de que en los talleres de capacitación le enseñan que el Poder Judicial es el tercer poder del Estado y que él forma parte de ese poder, la misma Corte le exige que mendigue recursos a los otros poderes locales, mientras que éstos cada vez manejan mayores presupuestos y se vuelven más fuertes. ¿Qué puede hacer Juan, por ejemplo, si apenas puede pagar el bus a Pasco, mientras el Alcalde cuenta con una camioneta 4 x 4 con la que puede ir y venir adonde quiera y cuando quiera?
Como puede apreciarse, en ambos casos la cuestión económica de la justicia de paz parece convertirse en el meollo del asunto, por lo que ésta debe ser materia de un debate impostergable, por lo menos si se quiere que los jueces de paz tengan la capacidad suficiente para hacer frente a sus responsabilidades funcionales –especialmente las que provienen del Estado- y se mantengan como un efectivo poder local que aporte al mantenimiento de la paz al interior de sus comunidades. ¿Acaso ello requiere de un crecimiento excesivo del presupuesto asignado a estas instancias? Creemos que no, pero no hacerlo solo llevaría a que el desequilibrio de poderes que se está creando al interior de muchas comunidades y localidades sea cada vez mayor, con el consiguiente aumento de los conflictos sociales, de la pérdida de legitimidad de la autoridad local y la reducción del papel de la justicia en la vida de las personas.
Sin embargo, para que este debate económico prospere, creemos que es necesario un debate previo, como es el cuestionar la imagen idílica de la justicia de paz que algunas ONGs y entidades públicas siguen queriéndonos vender como si fuera la realidad de esta justicia. Al igual que otros jueces, Juan puede ser querido y respetado al interior de su comunidad, pero para ello debe aceptar mantener una postura pasiva y enfocarse en atender a sus usuarios, aunque a su alrededor la vida de la comunidad sea cada vez más caótica y difícil, y los poderes locales se hagan cada vez más poderosos. Incluso Juan puede ser escuchado en las Asambleas comunales, pero su postura no será generalmente la que prevalezca al momento de decidir los asuntos comunales. Para el mismo Juan, como para otros como él, su vida como jueces de paz no es nada idílica, y siente que es poco o nada lo que puede hacer por el bienestar y desarrollo de su comunidad. ¿Podemos decir entonces que la justicia de paz, que la justicia en general en las comunidades, constituye un verdadero poder local? Es claro que no.
Paradójicamente, desde la época de Hugo Sivina el Poder Judicial viene luchando por que se le otorgue un presupuesto justo y digno, dado que los magistrados son conscientes de que ello es necesario para lograr una mayor autonomía y no mantenerse bajo el dominio de los otros poderes del Estado; sin embargo, a nivel de la justicia de paz seguimos considerando que basta entregar computadoras y algunos muebles y darles una capacitación básica para lograr lo mismo. ¿Porqué? Pues porque creemos que el juez de paz es (y, por tanto, que debe seguir siendo) aquel juez pobre pero justo, que ejerce justicia para pobres campesinos que apenas pueden darle algo por sus servicios. ¿Sigue siendo esta la realidad de muchas comunidades? Claro que no, y Santa Ana de Tusi es una muestra de ello. ¿No es por tanto el momento de debatir acerca de la dimensión económica de la justicia de paz, precisamente en el marco de los cambios económicos que viven hoy muchas comunidades campesinas? Porque si persistimos en mantener a nuestros jueces de paz pobres pero honrados, solo conseguiremos jueces pobres, sin poder y nuevamente subyugados por otros poderes locales, a los que deberán recurrir para subsistir. ¿Es esta la realidad que queremos para aquella justicia básica que requiere nuestra población? Los dejo con esta pregunta, para que la reflexionen en este nuevo Año.
Buen post
Felicitaciones por su suscribir esta pagina, realmente los jueces de paz estan desamaparados en el presupuesto siendo el poder judicial el tercer poder, por lo mismo con la nueva ley han quitado facultades pues les han dado mas poder a los NOTARIOS, hasta llega el poder a los señores notarios politica y economicamente.
gracias