“Valentina” por Ethel Barja

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pozo

Aquella tarde Valentina se había quedado dormida sobre unos pellejos de carnero. Sabía que la oscuridad estaba acercándose, pero debía traer el agua a casa para hacer hervir las papas.
Se dirigió con su viejo balde al pozo de piedra. Llevaba una falda negra y una mantilla del mismo color. Se detuvo frente al pozo, no podía llenar su balde con facilidad, temblorosa, evitaba mirar el fondo, se distrajo un momento, soltó la manija que le ayudaba a subir el agua. El balde descendió con rapidez, la soga que lo sujetaba se arrancó. Su mirada resbaló inevitablemente hasta la negrura del pozo, donde desapareció el balde. El pozo parecía una madriguera extraña. Pensó de pronto en esa oscuridad y decidió volver a casa.
Los árboles eran mecidos por un viento agresivo, se desafiaban unos a otros. Vio una vez más esos rostros extraños escondiéndose o internándose más en la corteza de los árboles; mirándose entre ellos con sus ojos vegetales y desconociéndola, como si ignoraran que ella caminaba tan cerca de ellos en un mismo tiempo y espacio. Suavemente recorrió su piel una helada capa de agua que le hizo temblar las piernas. El temor era más grande mientras la noche desplazaba a la luz mortecina. Examinó aquellas facciones indiferentes que parecían diluir en sus pupilas su imagen en la oscuridad misma. Y vio en esos ojos cómo dejó de ser en unos minutos. Comenzó a olvidar su propio rostro. Pensó que tal vez ese era un sentir más horroroso que la muerte. Fue una especie de muerte en vida. Quizás ni siquiera ella misma podría dar testimonio de que estuvo alguna vez sobre aquel trozo de tierra. Sus ojos plateados se humedecieron impotentes.
Sentía que la soledad la asechaba en la cerrazón. Al llegar a casa se observó en su gran espejo, su reflejo estaba allí, no había nada que temer. Había colocado el espejo delante del lugar donde tejía e hilaba diariamente. Temía no tener cerca el rostro de un ser humano. Hace mucho tiempo que era la única habitante de ese lugar. Colocó la leña en el fogón para que la alumbrara mientras dormía. Su corazón aterido trató de mantener vivo el recuerdo de su madre: “Valicha, los árboles no tienen ojos, por eso no pueden verte, pero yo sé que tú existes porque saliste de mi vientre”. Al fin logró quedarse dormida, pensando si acaso podría al día siguiente recoger el agua del pozo.
Se despertó decidida, debía traer el agua a casa. El río se había secado y no había alternativa. Llevó una nueva soga, que había estado trenzando unos días antes, junto con un balde de metal. Ella no podía distinguir los rostros vegetales. Estos adquirían vida bajo el telón de la noche. Al llegar al pozo, sacó cuidadosamente el trozo de madera donde debía amarrar la soga. Cogió el otro extremo de ésta y lo enlazó fuertemente al balde. Colocó la madera en su lugar y con los ojos cerrados comenzó a mover la manivela. Cuando el balde estuvo muy cerca, ella se dispuso a cogerlo y no pudo evitar ver la oscuridad del pozo. Trató de sobreponerse, cogió fuertemente el balde con todas sus fuerzas y lo puso en el suelo. Volvió a casa por el mismo camino tomado el día anterior.
Mientras caminaba pensaba que el agua no sería suficiente y debía volver por otra cantidad igual. En ese momento le fue revelada la causa de su muerte. Estaba dispuesta a morir de sed, no estaba segura de cuanto más resistiría enfrentando la inmensa soledad de ese pozo.

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